‘Amarguras’, Semana Santa y la España en llamas

Me voy a apartar de lo que es la temática habitual de esta ‘bloguería’, aunque quizá no tanto. Y lo voy a hacer con dos pretextos. El primero, que esta noche tendrá lugar la Madrugá, la gran noche de la Semana Santa sevillana, después del obligado paréntesis de dos años causado por la covid. El segundo (y por eso decía antes que quizá no me aparte tanto de la temática habitual de esta sección), que el pasado 3 de abril Aarón Zapico, con una larga carrera como director especializado en música antigua, dirigía a la Orquesta Ciudad de Almería e incluía en el programa la obra Amarguras (con arreglo suyo incluido), la marcha procesional más célebre de esa Semana Santa sevillana (hasta tal punto que se la considera himno oficioso de esta).

El autor de Amarguras es Manuel Font de Anta [en la foto que ilustra la noticia], cuyo triste final fue paradigma de aquella horrible tragedia que vivió España hace 86 años. Nacido en 1899 en la propia Sevilla, Font de Anta no era simplemente uno más entre los muchos músicos que se dedicaron a componer música para la Semana Santa. Hijo del compositor Manuel Font Fernández de la Herranz, fundador de la Banda Municipal de Sevilla, y hermano del violinista y también compositor José Font de Anta, había estudiado con los maestros de capilla de la Catedral de Sevilla Vicente Ripollés y Eduardo Torres, y había tenido como profesor de Composición ni más ni menos que a Joaquín Turina. Posteriormente, ampliaría conocimientos en Nueva York y, sobre todo, en París, donde frecuentó a importantes músicos (entre ellos, Manuel de Falla). Hace cuatro años, el pianista Riccardo Schwartz publicó el único disco (en el sello Piano Classics) que contiene obras de Font de Anta.
Font de Anta murió en Madrid el 20 de noviembre de 1936 (lo de “murió” es un eufemismo, claro). Según se cuenta, en las tapias del viejo estadio de Chamartín, justo donde hoy se termina de construir esa especie de estación espacial anclada en la tierra llamada “Estadio Santiago Bernabéu”, o sea, la pirámide faraónica de Florentino Pérez. Su hijo de 18 años, Juan Font Torró, se había significado como activo militante del SEU (Sindicato Español Universitario, dependiente de Falange Española de las JONS) en las postrimerías de la II República. Ese fatídico 20 de noviembre, habían ido a buscarlo a su domicilio varios chequistas del Partido Comunista. Al abrirles la puerta, Font de Anta negó que el hijo estuviera en casa. Los milicianos no le creyeron, hicieron un registro y dieron con él. Se lo llevaron detenido y, como represalia por haberles mentido, también se llevaron al padre, contra el que, en un principio, no tenían nada (a Font de Anta no se le conocía filiación política, y llevaba una vida lo suficientemente anómala como para no ser considerado ‘hombre de orden’: tenía una familia en Sevilla, otra en Tomelloso con cuatro hijos ilegítimos y una tercera familia en Madrid en la que había nacido Juan Font Torró, también fuera del matrimonio).
Según la versión más extendida, cuando eran trasladados ambos en una camioneta al paredón de fusilamiento, el hijo se tiró de ella y logró escapar. En cambio, el padre, que sufría una hernia lumbar, no pudo seguirle y, poco después, caería acribillado por las balas inmisericordes del pelotón. Al acabar la Guerra Civil, José Font de Anta, su hermano, viajó a Madrid para averiguar dónde yacía el autor de Amarguras. Localizada la tumba, sería trasladado a Sevilla y recibiría definitiva sepultura en el Cementerio de San Fernando.
Sin embargo, la historia auténtica parece que difiere sustancialmente, según relataron hace un par de años al diario ABC de Sevilla dos de las hijas de Juan Font Torró (es decir, las nietas de Manuel Font de Anta). Cuando los milicianos aporrearon la puerta, el padre espetó al hijo: “Corre, escóndete”. Al franquearles el paso, preguntaron por Juan Font Torró, a lo que el compositor respondió: “Soy yo”. Y se lo llevaron inmediatamente en un coche. Tampoco hubo fusilamiento en las tapias del viejo estadio de Chamartín, sino el sarcásticamente denominado ‘paseo’ (uno de los muchos miles que hubo en aquel holocausto fratricida) y el tétrico y cobarde tiro en la nuca.

Si se han fijado, observarán que Manuel Font de Anta murió el 20 de noviembre de 1936, es decir, el mismo día que morían dos los personajes icónicos de aquella España en llamas: José Antonio Primo de Rivera, fundador y jefe nacional de la Falange, fusilado al amanecer en el patio de la prisión provincial de Alicante, y Buenaventura Durruti, líder del sindicato anarquista CNT, fallecido en Madrid a consecuencia de un disparo que aún hoy sigue sin saberse si salió del fúsil de un francotirador del bando sublevado que estaba apostado en el Hospital Clínico, de la pistola de uno de sus correligionarios (en lo que habría sido un ajuste de cuentas) o de su propio ‘naranjero’, en el que, al parecer, se habría apoyado para subir al automóvil donde recibió el fatídico balazo.
Y llega ahora el escalofriante colofón: Durruti, como buen anarquista, era ateo, pero ello no impedía que le gustara la música de la Semana Santa. Su marcha favorita era Amarguras, la compuesta por Manuel Font de Anta. Al día siguiente del óbito, Durruti recibía sepultura en Barcelona, en el Cementerio de Montjuic. Mientras el féretro que contenía su cadáver era conducido hasta la fosa, un grupo de músicos interpretaba una marcha procesional. ¿Cuál? Pues Amarguras, claro. Seguramente ninguno de aquellos que formaban el cortejo fúnebre de Durruti sabía que el autor de esa música había sido asesinado más o menos a la misma hora y no demasiado lejos de donde había caído su líder.