Allan Jones: el tenor de la eterna sonrisa (II)
No obstante, por mucho que veamos a Allan Jones cantando algún fragmento de ópera en esta película, y su voz no carezca de empaque operístico, nunca cantó en el Teatro Metropolitan, como sí lo hizo, en cambio su predecesor, el baritenor Nelson Eddie, otro excelente cantante del cine, eje de la fastuosa El fantasma de la Ópera (Arthur Lubin, 1943). Alguno de sus personajes, como el tenor Eric Sinclair sí cantará ópera, mas será su personaje, no él. En la llamada vida real jamás hubo un Jones entre las bambalinas del Met, pero su voz fue catapultada de costa a costa cada vez que prendían las pantallas de todos los cines de Norteamérica o se evocaba su faz en el canto difundido por las ondas.
En Un día en las carreras Gil, el personaje cantarín de Jones, se hace esperar durante el metraje de esta nueva fantasía marxiana. Cuando por fin aparece, deleita con la extrovertida canción Tonigth, además de con dilatados cortes musicales, incluido el delirante número final con la tropa de cantantes de color, auténtico tótum revolútum del betún. Con la nueva película, Allan regresa a un canto expansivo, exhibido en plenitud de medios, con un fondo visual de floridos juegos acuáticos.
La espía de Castilla (1937), firmada por Robert Leonard, con la estrella Jeanette MacDonald, contiene una secuencia que es buen ejemplo de esa memoria selectiva a la que hemos aludido, y que es la parte de La espía que te llevas a la cama, tal vez para darle más vueltas. Si tal denominación existiera, la película sería algo así como una superproducción B, con sus más de dos horas y diez minutos. Nos ilustra acerca de los reflejos de la memoria y su fijación en la apreciación temporal cuando la película ha terminado, tanto por su valor cinematográfico como simbólico.
“Gianina mia” de La espía de Castilla (The Firefly), 1937. Allan Jones y Jeanette MacDonald.
Para ilustrarlo, narraré una secuencia por ver qué seleccionó el cerebro y cuál es hoy el recuerdo de un único pase visto en el Cine Doré, respetando la versión original, como es de ley, y el formato de pantalla, como acostumbra la casa. Allan, galán espadachín, al apuntalar su conquista de la vedette espía remeda con ingenio lo que sería estar con ella en Venecia, y no en la España anti bonapartista que impone la acción. El momento más sereno tiene lugar cuando en uno de aquellos irreales exterior noche de Hollywood, en que con la mano situada muy visible en el encuadre, remueve el agua de un balde mientras susurra a su amada: Venice… Con ello, propicia el transporte instantáneo de ambos, y del espectador, al Puente de los Suspiros. Por supuesto la extraña sugestión, soluble al instante, termina con la inevitable canzonetta que Allan, de pronto melifluo, desgrana para la bella. Pero acaso esta entera secuencia, que es ficción dentro de la ficción, pueda leerse como un relato más hondo de lo que Hollywood significó durante décadas: ninguna verdad y a cambio bellas mentiras contadas en un admirable blanco y negro.
Esto es mucho más bello que la pegadiza Serenata de las mulas que, como siempre, como todo, como todos, habla de amor, ¿algo existente sólo como anhelo? Lo cierto es que este no ha podido ser demostrado del todo. Su bella destinataria, un guiño a los hispanos, es una señorita.
“Serenata de las mulas” de La espía de Castilla (The Firefly), 1937
Además, en la trama a veces Jones alcanza el nivel de la vedette, y ello tiene gran valía por tratarse de un actor de una sola cara y casi de una sola sonrisa, pero cuyo canto en cierto modo no envejeció. Su voz, modulada suavemente, con algunas notas centrales veladas, un tanto a la manera de Gene Kelly, el de los velados graves, pero en última instancia gratísima, es la de un tenor lírico puro, con ribetes de lírico-ligero. Podemos decir que Allan era hábil a la hora de escanciar filados y medias tintas, y que cantaba más con los intereses que con el capital, remitiendo en tales expedientes a modelos canónicos como, salvo en el timbre, el elegante Edmond Clément.
En 1939, Allan coprotagonizó con Fred MacMurray y Madeleine Carroll la película Honeymoon in Bali, en la cual daba vida a Eric Sinclair, un famoso tenor inventado. Sólo que este, en la verdad de la ficción, actuó en el Met de Nueva York. En un momento de la cinta, con una excusa cualquiera, Jones canta ópera y está a la altura del difícil empeño. La pieza es O paradiso! de Meyerbeer, además en francés. Lo esencial, que tiene una visión propia de la pieza, y no se limita a calcar acentos ajenos. Está llena de requiebros vocales y finos detalles. Justo antes de la sección central, hay una frase de tesitura incómoda, la cual además ha de ser atacada a media voz, ese desafiante Ti posso offrir, tantas veces gritado. Lo resuelve con elegancia, y todavía se permite el alarde de unir en un solo fiato las últimas palabras del aria. Para ello, en procura de aire, hará alguna disimulada toma adicional en la frase anterior.
“O paradiso!” de Honeymoon in Bali, 1939.
Jones nos dejó testimonios memorables, que ojalá sirvan para rescatarlo de la penumbra relativa, con alguna vaharada de luz, en que vive su memoria. Uno es su versión de la célebre canción de Cole Porter Nigth and day, que Capitol Records distribuyó en 1932, de la que hizo un acertado uso José Luis Garci, en cuyo film You are the one (2000) centelleaba Lydia Bosch y cuyo título se corresponde con la segunda sílaba de esta pieza.
Otro, acompañado por la formación del clarinetista Woody Herman, que estrenó en el Carnegie Hall el Concierto de ébano, de Stravinski, que el músico más influyente del siglo XX compuso pensando en el sonido de su conocida banda de swing. Al interés de la colaboración entre dos fabulosos artistas, añade el de ser una toma en vivo. También cabe destacar la contagiosa canción latina Amor, del compositor mexicano Tlálac Noriega, por el popular Tito Guízar, sobrino carnal de Rafael Guízar y Valencia, el canónigo canonizado por Benedicto XVI.
El tenor cantó otros temas de éxito, encontrando el modo de que su voz durara algunos años extra, por lo que llegó a viejo en apreciables condiciones vocales, debido a una sana técnica respiratoria. Una prueba la ofrece un capítulo del show de su hijo Jack Jones, cantante pop. Este brinda a su exitoso padre, hasta entonces confundido entre el público, la ocasión de salir a escena y cantar la quijotesca Canción del sueño imposible, del musical de Mitch Leigth El Hombre de La Mancha. Aquí, con una gran pelambrera blanca y el timbre casi encanecido, pero sin grandes atisbos de cansancio, Allan Jones nos ofrece una encendida versión de la misma. Por su arrebato y entrega, virtudes juveniles, la voz que aprendimos a amar en una sala de cine vuelve a emocionarnos durante breves instantes, tal y como su acento melifluo y displicente hizo suspirar a sus contemporáneos. ¶
“The Impossible Dream” de El hombre de La Mancha.
Joaquín Martín de Sagarmínaga