Allan Jones: el tenor de la eterna sonrisa (I)
Allan Jones nunca fue un actor excelso. Era más cantante que actor, una leyenda americana de pelo rizoso que vio la primera luz como Theodor Allen Jones, el 14 de octubre de 1908, en Old Forge, Pennsylvania, descendiente de galeses. Comenzó a cantar a edad temprana en las celebraciones de la iglesia local y, para pagarse los estudios de canto alternó diversos oficios, todos duros, como el de trabajador en una de las minas de carbón de su comarca, húmedas y lóbregas. En 1926 se escolarizó. Más tarde, ingresó en la Universidad de Siracusa, desde donde se trasladó a la de Nueva York y estudió canto con Claude Warford. Más tarde, al igual que un cantante operístico, viajó a París para refinar lo aprendido en las primeras enseñanzas.
A su regreso a los Estados Unidos fue contratado para actuar con algunas orquestas de la ciudad rascacielense, y llegó incluso a cantar en el Carnegie Hall. Está enmarcado en sus célebres paredes, con foto y rúbrica, en honorable vecindad con otros cantantes famosos, americanos del Norte o americanizados, como Tibbett, Pinza, y otros cuyo recuerdo ha difuminado el tiempo.
En los años 30 viajó a lo largo del país, ofreciendo el lingote de su voz, fundido sólo con una ligera herrumbre, por la guturalidad de ciertos sonidos centrales y graves, el pasaje estaba en general bien intuido. Durante esa década fue contratado por la Metro-Goldwyn-Mayer, la mayor de las majors, para protagonizar films en Hollywood, como un papel con hechuras de galán en Naughty Marietta, junto a la actriz y soprano Jeannette MacDonald. Al final, lo obtuvo el baritenor Nelson Eddie, entonces más connotado si bien, andado el tiempo, Jones sería también pareja fílmica de la célebre MacDonald.
Pero la mayor popularidad de Jones vendría asociada a 2 films consecutivos de los Hermanos Marx, ya con sólo 3 hermanos, Una noche en la ópera y Una tarde en las carreras, ambos dirigidos por Sam Wood, en 1935 y 1937, respectivamente. También a La espía de Castilla, filmado por el pionero Robert Leonard. Las dos primeras son películas con un pulcro acabado formal, típico de Sam Wood y, sin duda se sitúan por encima del nivel que los Marx alcanzarían con Mayo o MacLeod.
Al hablar sobre el cine de los Marx, por lo general, la crítica ha visto con malos ojos los desparrames canoros, pianísticos o arpegiados de estos cómicos y de galanes como el propio Jones. Fernando Trueba, director de Belle Époque, y crítico de cine en su juventud, si bien acepta desde el inicio la total subjetividad de su algo ácrata Mi diccionario de cine, dice que para él sólo hubo un Marx, Groucho, cuya considerable influencia, este realizador no exagera. De los demás afirma que no le hacían ni sombra, opinión que uno comparte desde niño y que le valía en el colegio para comprobar el grado de marxismo de sus compañeros, desaprobándolos si elegían a Harpo, el mudo, mi segundo clasificado pese a su arpa mágica.
También es una idea crítica recurrente, que la mejor película de los Marx es Sopa de ganso, argumentando en su defensa, al margen de la parodia antimilitarista, que no hay en ella números musicales que distraigan de los meandros de la trama y el humor asilvestrado de los Marx. En tal dirección apunta incluso un crítico de cine tan agudo como Miguel Marías, el primero en su oficio, autor de varios libros monográficos, como el que versa sobre Leo MacCarey, con su soberbio análisis sobre Mi hijo John… Mas dichos números, los del arpa de uno, Harpo, o el piano de otro, Chicco, los bailes y canciones de todos, que invitaban a algunos al bostezo, cuando unos segundos antes daban muestras de estar gozando de lo lindo, son un peaje obligatorio, pero también un complemento legítimo, por provenir en línea directa del teatro de vodevil, en el cual los Marx se habían labrado justa fama de versátiles, antes de saltar con pértiga hasta el cine.
Sucedía en mi caso, requerido ya entonces de modo impetuoso por el arte de las corcheas, al contrario que la mayoría de los niños, sentía que cualquier película de los Marx cobraba especiales bríos, y a veces incluso un brillo excepcional, cuando era la música quien tomaba las riendas, deteniendo por un momento el flujo de las peregrinas, inauditas y a veces muy divertidas peripecias actorales: creaciones de vida que, durante las noches siguientes, en la infancia, ningún mal pensamiento podía aventar. Resulta difícil saber si antes era la música, e poi la parola, o al revés, algo así como el litigio de Strauss en su Capriccio, sobre la primacía de una u otra. Cada niño tiene sus películas y sus series que nunca elige, aunque pueda gustarle más un actor que otro, pues las impone el tiempo en que nació, y por eso le son inamovibles. La memoria, que selecciona sus viajes, nos lleva donde quiere cuando lo desea, incluso hasta los confines del falso recuerdo si es muy retrospectiva.
Uno, que dividía afectos entre música y palabra, acabó integrando entre los más altos al propio mudo que muequeaba tanto mientras tañía su arpa parlanchina, o el alborozo con que Chicco aporreaba el piano. Esos rostros de la infancia -que eran miles-, huían y retornaban de continuo, como sueños alegres o indeseadas pesadillas, prolongados por la luz débil entre las persianas. Como torrencial gracia del verbo, recordaba el eco de muchos epigramas, juegos de palabras, bromas y chistes del mayor de los hermanos: Julius Henry Marx, alias Groucho.
No está de más recordar que un compositor serio como Castelnuovo-Tedesco compusiera un concierto para el arpa, que el supuesto mudo no pudo estrenar por no saber leer la partitura dedicada. Eso fue al menos lo que contestó, como si el propio pentagrama fuera mudo para él, enmudeciendo también en esta parcela el prolífico autor guitarrístico.
Lo cierto es que en Una noche en la ópera Jones interpreta el papel de Baroni, un bonachón con buena voz, antagonista de Lasparri, tenor ya consagrado y altanero, un tramposo a quien hacían trampas con la tramoya y los decorados quienes se suponía eran los buenos. Al margen de ello, el Lasparri fílmico no era mal tenor, pero los guionistas estaban empeñados en que fuera el villano del film: la culpa de que nunca sea simpático es de sus primeros padres. Tampoco demostró ser un rival indigno de Baroni cuando ensayaba el Miserere de Trovador durante la función de la ficción. El guion olvidó que, si queremos que un tenor sea el héroe, y otro el malvado, habrá de derrotarle en el favor del público, logrando en buena lógica que el canto del segundo sea más atractivo. Mas al parirlos a ambos con mérito, mayor eso sí en Baroni, y actuar Lasparri con estimable desempeño, lo único estereotipado que quedó de él es la perilla.
Al arte vocal de Jones lo avalaba una voz de inflexiones dulces y canto grácil, a veces y melifluo, de estilo muy apreciado entonces por el público estadounidense; era el tiempo previo a Mario Lanza y otros tenores o tenorinos dulces. En las baladas su estilo se caracteriza por ese aparente desapego que, por otras veredas, llevaría luego hasta la cima Dean Martin. Pero si es cierto que su timbre era muy ligero para el difícil Trovador, su dominio de los sonidos aflautados y un falsete, incluso un mixto, trabajados con finura de buen cantante, hacían de él un artista idóneo en las canciones. Così, cosà! y Alone, los únicos fragmentos no operísticos de la filmación, melodías melosas pero muy bellas, están entre lo mejor suyo. En la primera, se genera una alegría atropellada que desborda la pantalla con su plétora de extras; la segunda, su perfecto reverso, está entreverada de melancolía y realzada en las pausas con elocuencia. ¶
Joaquín Martín de Sagarmínaga