¡Al Walhalla no! (en la muerte de Eduardo Torrico)
Conocí a Eduardo Torrico “de oídas”, allá por los tiempos del apogeo de los foros de internet. Torrico fue el factótum de un foro de música antigua, que llevaba con mano de hierro. Era la época de la rivalidad entre besugos (amantes del Romanticismo que no hacían ascos a las interpretaciones “románticas” de piezas del Barroco, ajenas el rigor organológico y musicológico) y caniches (los intransigentes barrokari, bautizados así por un buen amigo mío en honor a las lustrosas pelucas cardadas que llevaban los compositores barrocos); una disputa, a veces enconada, siempre absurda y con un punto surrealista. A Swift le hubiera encantado. Entonces sólo conocía a Eduardo por su nom de web, y alguien que le conocía mejor debió filtrar su relación con el periodismo y el balompié. Cosa rara: Eduardo Torrico, mano derecha de José María García, acabó convertido en un caniche.
Años después coincidí con él en las páginas del Boletín de Diverdi, la querida “Hoja parroquial”. Empecé a leer sus críticas, muy bien escritas, con ocasionales humoradas, que derrochaban un conocimiento enciclopédico y un amor infinito por la música barroca y sus (buenos) intérpretes. Creo recordar que le conocí en persona en la tienda de Diverdi, y que me fue presentado por otro barrokari. Le traté algo en los años de la única, insustituible, añorada Quinta de Mahler (la auténtica, la de Juan Lucas, Blanca Gutiérrez y José Velasco). Allí ejerció como el agitador máximo de la Kale Barroka. Entrevistó con maestría y cercanía a multitud de intérpretes, a la mayoría de los cuales conocía personalmente. Ejerció de maestro de ceremonias en presentaciones de discos y libros. Su presencia allí era frecuente. Entonces tuve ocasión de conocerle mejor, de charlar con él, de pedirle recomendaciones discográficas de obras del Barroco. En alguna ocasión, después de recitales de Lina Tur Bonet, me sumé a su grupo para la tercera parte, compartiendo cervezas y conversación con él, Lina e Isabel, la esposa de Eduardo.
Un buen día apareció en La Quinta de Mahler… para presenciar una conferencia mía sobre Tristán e Isolda. “¿Qué se te ha perdido por aquí, si hoy no hay pelucas?”, le pregunté con sorna. “Vengo a verte”, respondíó, añadiendo a continuación: “y a aprender algo de Wagner, pero dudo que me guste aunque me lo cuentes tú”. Al finalizar la conferencia se acercó, me felicitó afectuosamente, y sentenció: “Me ha gustado más tu charla que la música que has puesto. Decididamente esta música no es para mi”.
En los últimos años nuestra relación fue básicamente por correo electrónico. Me consiguió alguna grabación, aunque no fuera barroca. A él, redactor jefe, le enviaba mis colaboraciones para Scherzo (siempre acusaba recibo, aunque fuera con un escueto correo de agradecimiento), siempre tarde y a menudo más extensas de lo estipulado con anterioridad. Invariablemente recibía una llamada de Juan Lucas: “¡MAG, otra vez te has pasado de caracteres. ¿Lo revisas tú o se lo damos a Eduardo Manostijeras?”. “Que lo corte Eduardo, que yo llevo mucho tiempo ya dándole vueltas y además tengo mucho trabajo”. Como si ellos no lo tuvieran también. Pero ahí estaba Eduardo, siempre al quite, leyendo mi escrito sobre Wagner, o Bruckner, o Strauss (¡qué malos ratos debió pasar!) y metiendo tijera con tino. Imagino que, en esos momentos, se acordaría mucho de mí.
Se ha ido una persona entrañable (entrañable, sí), que ganaba mucho en las distancias cortas y al segundo o tercer encuentro. Un profesional admirable y de fiar, trabajador incansable. Le voy a echar de menos. A él, a sus críticas, a sus tijeras… Quiero creer que no ha ido al Walhalla. Allí seguro que ponen música de Wagner, y eso sería para Eduardo peor que el infierno.
Miguel Ángel González Barrio