Adiós a Ivry
Ivry Gitlis nos ha dejado a la edad de 98 años. Decir que era ‘todo un personaje’, o que se le echará mucho de menos, se me antoja una ridícula subestimación…
Nacido en 1922 en Haifa -su verdadero nombre de pila era Itzaak- de padres ruso-judíos, Ivry tuvo que ser un niño prodigio de esos que suscitan asombro. A los ocho años le llevaron a ver al gran Bronislaw Hubermann; Ivry recordaría siempre que Hubermann estaba sentado junto a un lago, sus pies colgando sobre la superficie del agua. Este encuentro, a pesar de los pies mojados, condujo a Ivry a París, ciudad a la que acudió acompañado de su adorada madre, donde enseguida conoció y tocó para Thibaud y Enesco, siendo aceptado, a la tierna edad de once años, en la clase de Jules Boucherit en el conservatorio de la capital francesa. Uno siente cierta extrañeza al utilizar en la misma frase las palabras ‘Ivry’ y ‘conservatorio’. En realidad no había manera de que Ivry encajara en ninguna institución; su talento, su carácter, su encanto, incluso su propia trayectoria, hacían de él una personalidad salvajemente individual, imposible de domesticar, y mucho menos de encasillar.
Una vez terminados sus estudios, Ivry se embarcó en una carrera profesional que le llevaría a tocar junto a las principales orquestas del mundo y a realizar un buen número de asombrosas, brillantes y vívidas grabaciones. Pero se trataría en todo caso de una carrera muy poco convencional, en consonancia con su visión, asimismo muy poco convencional, de la música. Es cierto que quería dar conciertos cuando y donde pudiera, y que cosechó un enorme éxito, en particular en Francia y Japón, y hasta cierto punto en los EEUU, donde hizo amistad con Heifetz y Stern; pero al mismo tiempo quería ampliar horizontes, con o sin su violín, fuera de los escenarios y de las salas de concierto. Interpretó el papel de un mago (!!) en una película de su amigo François Truffaut; realizó una extensa gira por África; trabajó con Stéphane Grappelli y con el mimo Marcel Marceau, e incluso participó con John Lennon y Yoko Ono en el espectáculo Rock’n’Roll Circus de los Rolling Stones. He de decir que tanto su forma de tocar como su personalidad se situaban en el lado controvertido de lo no controvertido; a Ivry se le amaba -a él y a su forma de tocar- o se le detestaba, y solía despertar en la gente reacciones extremas. Personalmente no se sentía especialmente feliz por ello; él quería ser universalmente amado, pero no le quedó más remedio que aceptarlo. Jamás se le habría ocurrido renunciar a sus convicciones para complacer a alguien.
Aunque, por supuesto, yo había oído hablar de él, en realidad sabía muy poco acerca de su personalidad artística y humana antes de que nos conociéramos en Tel Aviv en, creo recordar, 1996. Yo estaba ofreciendo un concierto allí con la violista Tabea Zimmermann y el pianista Itamar Golan, con un programa que incluía la suite para violonchelo y piano de Bloch From Jewish Life. Tras el concierto apareció entre bastidores un hombre que irradiaba carisma, con una voz, unas manos y unos ojos realmente hermosos, fumando sin parar y acompañado en todo momento por su compañera, mucho más joven que él (la pianista Ana María Vera). ‘A veces siento que la gente que toca me está hablando directamente’, dijo (o algo así) ‘y eso es precisamente lo que ha ocurrido esta noche’ (Ivry recordaría con especial emoción ese concierto durante el resto de su vida). De modo que, por supuesto, ¡lo adoré desde ese mismo instante! Pero fue unos meses después, con ocasión de un recital con Ana María en el Wigmore Hall, cuando caí realmente bajo el hechizo de su genio. Interpretaron la Sonata Kreutzer de una forma absolutamente diferente de cualquier lectura de esa obra que yo hubiera podido escuchar. La interpretación de Ivry tenía más carácter por nota cuadrada que la de muchos otros músicos en toda la partitura; el público se quedó boquiabierto. Sin embargo, incluso ese concierto no estuvo exento de controversia (¡de otro modo no habría sido un concierto de Ivry!) En un momento dado escuchó -o creyó escuchar- un ruido entre bastidores. Se detuvo a mitad de una frase. ‘¿Qué ha sido eso?’, exigió saber, mirándonos a nosotros, el público, con ojos acusadores. En el auditorio se hizo un silencio impactante. Gitlis recogió el violín bajo su brazo. ‘Bien, en tal caso no puedo seguir tocando’, dijo. Se alzaron voces entre el público rogándole que continuara. Finalmente cedió, y continuó con la pieza, sin perder un ápice de concentración. En todo caso, todo ello formaba parte de la personalidad de Ivry. Después del concierto, nos llevó a Nigel Kennedy -otro gran admirador suyo en aquel momento- y a mí de vuelta a su hotel para una cena seguida de una fiesta. Recuerdo que en un momento dado nos agarró a Nigel y a mí en un abrazo que casi nos rompe el cuello. Era un tipo fuerte, por decirlo suavemente.
Después de aquello, invité a Ivry y a Ana-María a un seminario de música de cámara en Prussia Cove, donde la sola presencia de Ivry cambió inevitablemente la atmósfera de todo el seminario. Una vez más, algunas personas no lograron ‘pillarlo’, mientras que otras se sintieron fascinadas. Era capaz de generar cualquier tipo de reacción excepto la indiferencia. A mí me encantaba pasar tiempo con él, escuchando embelesado su mágica cascada de chistes judíos, sus comentarios sobre la vida, sus epítetos, etc. Por esa época tocamos juntos por primera vez, en concreto el Trío Archiduque de Beethoven, con Ana-María, aunque debo admitir que no fue uno de nuestros mejores momentos juntos. De hecho, Ivry y yo tan solo actuamos juntos en tres ocasiones: después de ese primer concierto interpretamos el Trío en Re menor de Mendelssohn, con su fiel amiga y compañera Martha Argerich, y más tarde el Trío de Chaikovski con Nelson Goerner. Huelga decir que fue una experiencia maravillosa tocar con él y con Martha. La interpretación del Trío de Chaikovski resultó una vez más (sorpresa, sorpresa…) controvertida. Fue en el Wigmore Hall, como parte de un ciclo de música de cámara rusa. Ivry había aprendido la pieza especialmente para esa ocasión. En mi opinión, la tocó maravillosamente, aunque -una vez más- de forma muy poco convencional. Algunos miembros del público no parecieron demasiado satisfechos con la lectura, puesto que, por primera y única vez en mi larga historia de apariciones en el escenario del Wigmore, se produjo un fuerte abucheo al final. A mí me sorprendió mucho -aunque quizás no tanto como a la pobre presentadora de la retransmisión en directo de la BBC, quien tuvo que continuar a duras penas su locución ignorando el arrebato de los gamberros. ¿Estaba justificado el abucheo? No, no lo estaba. Ivry interpretó el trío exactamente como lo vivía y como lo sentía; uno podía tomarlo o dejarlo, pero en todo caso el resultado era absolutamente genuino y fascinante. El actor Simon Callow describió la interpretación como la de un chamán que cuenta historias del pasado profundo. (Las controversias que suscitaba se parecían a las de otro de mis héroes, el violonchelista Daniil Shafran, a quien Ivry nunca conoció, pero de quien de alguna manera se sentía cercano).
De todos modos, no quiero insistir demasiado en las reacciones negativas que Ivry podía suscitar. Al mismo tiempo había una enorme legión de personas lo amaban y adoraban, incluyendo, entre los pianistas, a Martha, por supuesto, además de Khatia Buniatishvili, Stephen Hough, Olli Mustonen e Itamar Golan, así como innumerables músicos de cuerda como Maxim Vengerov, Janine Jansen, Renaud Capuçon, Richard Tognetti, Heinrich Schiff y Mischa Maisky. También se contaban entre sus fans algunos directores de orquesta, aunque estos necesitaban templar los nervios para acompañarlo en un concierto. Algunos, sin embargo (como Paavo Järvi) lo lograron. A todas estas personas no sólo les gustaba Ivry, sino que lo amaban de verdad. Una vez que te contagiabas del virus de Ivry, no había vacuna ni remedio que pudiera curarte del mismo (ni ganas).
Por supuesto, Ivry fue envejeciendo con el tiempo… aunque sólo su cuerpo, no su espíritu. En cierta ocasión me encontraba sentado junto a él en la terminal del Eurostar, tomando un café antes de que tomara el tren de vuelta a París. Hablamos y hablamos (como de costumbre), y, de pronto, echó una mirada a su reloj. ¡Merde, llego tarde a mi cita con el hombre de la silla de ruedas!’ Y se fue corriendo, conmigo siguiéndole casi sin aliento mientras trataba de advertirle que esa no era tal vez la mejor manera de aparecer para recoger su silla de ruedas (en realidad la quería principalmente para llevar su equipaje). Su noventa cumpleaños se celebró por todo lo alto, con grandes conciertos en París (que desgraciadamente me perdí) y Bruselas, en los que tuve el honor de participar, junto con un maravilloso grupo de músicos que le rindieron homenaje y tocaron con él, así como para él. El concierto comenzó bastante tarde y se prolongó durante horas, y fue seguido de una cena. Creo que nos fuimos alrededor de las dos y media de la madrugada, dejando a Ivry todavía en plena actividad social.
Por esa misma época conseguí entrevistarlo en el Wigmore Hall, durante una hora y media más o menos en la que Ivry brilló con su característica mezcla de sabiduría, ingenio, sentido del humor, picardía, reflejos mentales y capacidad para recordar y contar anécdotas. (Por suerte la charla se filmó; el vídeo ha desaparecido de Youtube, pero espero que se vuelva a reponer pronto). Al final de la entrevista, Ivry cogió su violín y tocó tres de sus piezas favoritas, con Stephen Hough acompañándole al piano, sin ningún tipo de ensayo previo. Muchos entre los presentes no pudieron contener las lágrimas. (Las fotos que acompañan los dos párrafos anteriores proceden de ese día y fueron tomadas por Joanna Bergin)
Finalmente, sin embargo, la vejez pudo con el cuerpo de Ivry. La última vez que lo vi fue hace poco más de un año, en su apartamento parisino, extraordinaria y maravillosamente desordenado. Estaba enfermo, y en dos de mis tres visitas estaba en la cama (en la tercera estaba sentado en una mesa cenando. ‘¡Qué bien, estás levantado!’ exclamé. Me miró con cara de pocos amigos. ‘Resulta bastante difícil comer en la cama’, respondió).
Poco después su salud no le permitió permanecer en su apartamento (al que sólo se podía acceder por unas escaleras empinadas y oscuras), y tuvieron que llevarle a una clínica. Allí se sintió muy mal, debo admitirlo, sobre todo por la soledad: ‘Aquí me tienes, al final de mi vida, completamente solo’. Ivry no podía soportar estar solo. Hubo, sin embargo, buenos momentos, sobre todo cuando recibió las visitas (o, al menos, las llamadas) de sus amigos más leales, y en esos momentos, y hasta el final, Ivry siguió siendo Ivry. En una ocasión su voz parecía más firme. ‘¡Suenas bien!’, le dije. ‘Bueno, siempre me he destacado por mi buen sonido”, respondió. Hablábamos con mucha frecuencia, y jamás perdió su típico tono Ivry de indignación. ‘¡Llámame alguna vez!’, exigía indignado. ‘¡Pero te estoy llamando ahora!’, me defendí. ‘Sí, es verdad’, admitió algo apaciguado. No hacía mucho tiempo (¿tal vez tres meses?) que todavía estaba sugiriendo que Martha, él y yo realizáramos juntos una serie de conciertos cortos en trío; y no mucho antes había abroncado Ana-María ¡por no haberlo invitado a tocar en Bolivia!
De modo que no perdió la esperanza, al menos hasta casi el final. E incluso entonces tuvo sus buenos momentos: hace tan solo unas semanas le telefoneé (en realidad fue una videollamada, que era el modo como hablábamos en la última época), y en ese momento un joven violinista -un alumno de Itamar- estaba tocando para él, lo que evidentemente le estaba produciendo mucho placer; después, hace sólo dos semanas y media, lo sentí particularmente animado. ‘¡Te siento mucho mejor!’ exclamé. Como respuesta, Ivry se limitó a apuntar la cámara de su teléfono hacia el otro lado de la habitación: Martha lo estaba visitando.
Pero ahora se ha marchado. O al menos se ha marchado de este planeta. Es muy difícil creer que realmente se haya desvanecido; un espíritu como el suyo es seguramente inextinguible. Nos deja al menos preciosos recuerdos de su persona (así como, gracias a Dios, maravillosas grabaciones), de su irresistible carisma, de su glorioso y ardiente arte al violín, y del amor que inspiró e irradió por doquier. Gracias, Ivry.
Reproducido con la gentil autorización de Slippedisc.com