¿A la parálisis por el análisis?
Recuerdo haber escuchado a alguien, bien informado y autorizado, decir hace años: “Lo malo de la música de Chopin por Horowitz es que se empieza escuchando bastante de Chopin y poco de Horowitz, pero se termina escuchando mucho de Horowitz y poco de Chopin”. Este aguijonazo al intérprete ilustra con acidez el caso de aquel que se implica tanto en la partitura que termina apropiándose de ella olvidando su papel de comunicador intermediario para erigirse en protagonista excesivo. El papel del intérprete tiene eso que Brendel denominaba una “situación esquizoide”, un equilibrio tan sutil e imprescindible como complicado de alcanzar. Si la inmersión sin control puede terminar, permítanme la licencia, en “apropiación indebida” de la partitura, la distancia excesiva del intérprete terminará presumiblemente en una traducción tan estrictamente literal de lo escrito que resultará robotizada, eso que los ingleses despachaban con aquella expresión de “He plays nothing but the notes” (“No toca más que las notas”).
El asunto puede ser incluso más comprometido en músicas muy pretéritas, en las que lo escrito es, si se me permite la expresión, más bien parco en indicaciones más allá de las notas, e incluso en las notas mismas, porque el espacio para el adorno y la improvisación en la época era sensiblemente mayor que en la actualidad. Esa distancia excesiva eliminará, no sólo el componente “añadido” que muchos compositores del pasado daban por hecho ante el concepto de “músico integral” que predominaba en el momento, sino, inevitablemente, el componente emocional de la música. Y creo que quienes lean estas líneas estarán de acuerdo conmigo en la conclusión de que la música, sin componente emocional, no tiene sentido alguno, salvo para aquellos a quienes llene un contenido, digamos, puramente experimental. Hay que partir de la base de que el compositor ha dotado a su obra de ese componente emocional, pero de poco sirve tal propósito del compositor si el intérprete de turno no lo entiende, lo asume (es decir, se lo cree) y lo expone.
En todo este panorama entra también a jugar un elemento importante pero que también es, por así decirlo, resbaladizo: el análisis de la partitura. Creo que nadie discutirá la importancia que tiene un correcto análisis de la forma y estructura de una obra para el mejor entendimiento y traducción de la misma. Sin embargo, al exceso de análisis le ocurre lo que al exceso de distancia. Puede muy bien convertirse en el asesino, voluntario o no, de la emoción. Hay dos colaboradores necesarios de esa posible aniquilación emocional: la limitación de tiempo y la potencial, en realidad solo aparente, seguridad que otorga al intérprete una base analítica frente al “atrevimiento” de una decisión interpretativa más basada en la intuición emocional. Respecto al tiempo, las prisas son un mal de nuestros días, que aqueja a casi todos los protagonistas de la interpretación musical, pero muy especialmente a las orquestas y sus directores.
Por razones de viabilidad económica, el número de horas de ensayo es necesariamente limitado, y ahora más que nunca. Hace muchos años, Neville Marriner se lamentaba, en charla con quien esto firma, de que la Orquesta de Filadelfia le daba apenas siete horas de ensayo para preparar un programa Mozart. El británico decía, con razón, que la orquesta norteamericana estaba acostumbrada a Shostakovich o Chaikovski, pero mucho menos (él en realidad decía que nada) a Mozart, y ciertamente poco o nada un Mozart como el que construía él. Es evidente que se introduce con ello una limitación que puede traducirse en “en este tiempo hasta aquí puedo conseguir”. Seleccionar prioridades de trabajo para el tiempo disponible se ha convertido en algo (¿desgraciadamente?) esencial para los directores, aunque una reflexión mínimamente detenida arrojaría una conclusión poco estimulante sobre el tema: tener que seleccionar “prioridades” para una interpretación porque no hay tiempo de ensayo suficiente tiene poco que ver con la esencia del arte musical. Ya me imagino a Celibidache bramando sobre el particular. Más delicado incluso es el asunto de la base sobre la que se toman decisiones interpretativas, al menos algunas de ellas. Y ahí probablemente los críticos tenemos algo, o mucho, de culpa. La frontera entre el capricho, el exceso de protagonismo del intérprete y lo que podríamos llamar un “respeto implicado” a la partitura es más borrosa de lo que parece, y lo es más cuanto menos rígida es la indicación escrita del compositor, pero también cuanto menos esclavo se es de la lógica analítica. Un exceso por parte del crítico de turno en cuanto a la literalidad puede estar jugando a favor de la misma y convirtiéndose en abogado de la objetividad a toda costa. Una especie, perdónenme la frívola licencia, de “a mí que me registren, que yo he hecho lo que pone la partitura y he seguido estrictos y rigurosos criterios analíticos”. La pregunta provocadora podría ser: ¿tienen todas las decisiones interpretativas que estar basadas en sesudos análisis formales, en un plan muy pensado, pero poco o nada “sentido”? ¿Es el correcto análisis, entre otras cosas, una especie de blindaje “anti-capricho”? ¿Tiene todo que tener una lógica derivada del análisis o hay cierto lugar para el “lo siento así”? Me da la sensación (naturalmente puedo estar equivocado, pero es lo que percibo cuando hablo con muchos jóvenes músicos o leo sus opiniones) de que en la formación de los músicos se pone demasiado énfasis en lo primero, y quizá pueda, deba plantearse el legítimo interrogante de si tras una creciente dictadura de esa lógica analítica no puede estar generándose una parálisis emocional. Y habría que tener cuidado con ello, porque si Chopin por Horowitz podía generar un tipo de exceso, Chopin pasado por una dictadura analítica podría ser emocionalmente paralítico, y eso… tampoco sería Chopin.
En estos tiempos de artificial perfección conviene recordar que la música es un lenguaje, pero un lenguaje que resulta vacuo si carece de contenido emocional. El tiempo del que disponemos para preparar una interpretación es limitado, el análisis es necesario, y el intérprete tiene que conseguir un raro equilibrio entre intelecto y emoción, evitando el capricho de esa “apropiación indebida”. Todo ello es cierto. Pero tengamos mucho cuidado con matar la emoción. Me temo que sin ella, no hay música que valga.
Rafael Ortega Basagoiti
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