Solo en el Met se ve algo así
Madrid. Cines Yelmo. 12-X-2019. Puccini, Turandot. Chrisitine Goerke (Turandot), Eleonora Buratto (Liù), Yusif Eyvazov (Calaf), James Morris (Timur). Orquesta y Coro del Metropolitan Opera House. Director musical: Yannick Nézet-Séguin. Director de escena: Franco Zeffirelli.
No menos de cuatro veces oí en un bar, regentado por chinos, una ramplona cancioncilla de aquel país, cuya repetición pedía de nuevo un parroquiano entusiasta. Una hora más tarde, sin embargo, agradecí ese baño de banalidad, ya que la primera ópera de la temporada del Met de Nueva York, a la que asistí de modo virtual, era Turandot, que también es China, aunque de padre italiano y refinadísima. La retransmitían en directo los Cines Yelmo, avalada por Más que cine, como extensión de sus actividades culturales.
La inauguración homenajeó al director de cine y escenógrafo Franco Zeffirelli, muerto este año y firmante de la puesta en escena, algunos de cuyos montajes sobrevolaron la pantalla a vuelapluma. Se trata, como es sabido, de un artista de estética conservadora, amigo de grandes espectáculos con escenografías colosales. Este hecho no contrariaba su gusto por el detalle, propio de un sibarita con una varita mágica cuando sabía plenamente lo que quería. También hay que decir que producciones como esta de Turandot encandilan a los responsables de las fundaciones que ponen el cash flow.
Ahora bien, cuando se alza el telón en el I acto, se nos caen los palos del sombrajo. Sólo el Met es capaz de ofrecer un decorado de tal amplitud, vestimentas tan matizadas o un movimiento de masas tan armonioso, trasladando al público a un Pekín de fábula, recortado sobre una noche fantasmal de farolillos, en la que brincan bailarines, corretean saltimbanquis y se agita un gran dragón chino. Las cámaras, con desplazamientos ágiles, escudriñan hasta el último rincón del escenario. En el centro, un mandarín; a un lado, un viejo rey destronado y ciego, asistido por una esclava. De pronto, aparece su hijo Calaf; también un verdugo. Y asistimos al sacrificio del príncipe de Persia, que pierde dos veces la cabeza; una al enamorarse de Turandot; otra, cuando se la rebañe el verdugo, que para eso ha venido.
Pero sucede que Turandot es una obra de Giacomo Puccini, gran conocedor de la voz y maestro en los secretos del timbre y la variedad orquestal. De poco valdría el imponente despliegue aludido si no contáramos con tres aguerridos protagonistas y un director orquestal capaz de liberar ondas de energía brutales, pero también de aguzar el oído ante un caldo armónico con frecuencia tan aromático.
De los tres cantantes, la italiana Eleonora Buratto, que asumió con valentía y vigor el rol de Liù, fue la más comunicativa del elenco. Conmovió sobre todo en la escena previa a su muerte, poniendo en ella toda la sentimentalidad que realza al personaje. Se valió para ello de una voz atractiva de soprano lirica ancha, bien timbrada y regulada. La impávida Turandot era la estadounidense Christine Goerke, de voz rozando lo spinto, o con posibilidades futuras de serlo, que mostróse más distante en casi todo, lo que en su cometido no es deficiencia, ya que tiene muchas líneas de canto sin melodía definida, algo inusual en Puccini. Con caudal, espesor y vibración hasta la úvula, se complació bastante en algunos graves de apropiación pectoral, además de que tiene un aspecto pepón, más que de idealizada Hija del Cielo. Pero hoy la gran belleza es impuesta tan obligatoriamente, que cualquier excepción alegra.
También supera la prueba, el azerbaiyano Yusif Eyvazov, tenor de vocalidad gratísima, capaz de hacer piani que no son falsetes, y de no berrear en los agudos, por lo general bien enfocados. No todos observan hoy el sano precepto de no aullar, sobre todo en un repertorio como el suyo, entre el Verdi maduro y el verismo. Y hablando de pruebas, ninguna como la escena de los tres enigmas, tensa y fiera, en la cual Calaf canta a la vida y la gélida princesa menta la muerte, como si fueran Unamuno y Millán-Astray en una Universidad salamantina no menos revuelta que este Pekín, si se me permite la broma. Lo más perfilado del tenor fue el aria Nessun dorma, cuyo remate tan timbrado premió el público con una ovación incontenible, que selló un triunfo personal de Yusif Eyvazov, pues no se aplaudía al señor Netrebko, se le ovacionaba a él.
En cambio, James Morris siempre fue un bajo-barítono forzado y canino, aunque el material era grandote. Por razones de edad, su Timur resultó también bastante descolorido. Las tres máscaras, genial injerto cómico de Puccini en un drama de aristas tan extremas, fueron encomendadas a expresivos actores, más que a voces de genuina entidad.
Yannick Nézet-Seguin es un director musical de gran talento, que en cada aparición derrocha una irrefrenable energía, nervio rítmico y buen oído para las líneas más golosas de la partitura. Bajo su mando, la Orquesta y Coro del Met sonaron con bella pasta y múltiples gradaciones dinámicas. A ambos conjuntos los llevó desde el susurro –véanse las voces blancas, de blanco vestidas-, hasta el éxtasis en la escena final. No obstante, de un director que no defrauda nunca esperaba algo más. Por ejemplo, que se mostrase menos tradicional, más rupturista, algo que ha hecho otras veces. Ese plus podía ser una mayor sensualidad tímbrica, esa fisicidad casi táctil que posee la orquesta pucciniana en su fruto más trabajado.
Más desafiante hubiera sido todavía que el director sacara combustible de las piedras durante los veinte minutos finales que, aun valiéndose de esbozos de Puccini, pertenecen a Franco Alfano. Algunas de las frases de éste, como por ejemplo La tua anima e in alto!, son bellas sin duda, pero las armonías que las arropan son demasiado hollywoodienses. Buen orquestador, Alfano estaba algo reñido con la melodía y, por tanto, en el dúo final no pudo dar la medida deseable. Pero el problema de una ópera como Turandot, al quedar inconclusa, no se resolverá nunca. Ni siquiera el final alternativo que escribió Luciano Berio para el Festival de Música de Canarias es del todo satisfactorio, pese a algunos notables efectos de la percusión, los cobres, o el timbre general de la propuesta.
Joaquín Martín de Sagarmínaga