Divulgación o populismo
Se ha liado una buena polémica en algunos medios y en las redes sociales a raíz de la emisión del programa ‘Prodigios’ en TVE, que acaba de concluir. Un duro artículo de mi estimado colega Juan José Silguero en la revista colega Codalario ha desatado por igual apoyos entusiastas y censuras encendidas. La polémica trae a colación el viejo tema de la divulgación, el elitismo, casual o perseguido, del mundo de la música clásica, y la corriente actual de lo que yo llamaría ‘populismo musical’. Hace muchos años, en la extinta columna titulada El Disparate Musical que quien esto firma tenía en esta publicación, aguijoneé con persistencia a quienes, desde mi punto de vista, se aprovechaban con pingües beneficios de la creación genial de los grandes del pasado, bajo el seráfico disfraz del divulgador que, con generoso desprendimiento, solo pretendía acercar la música clásica al gran público. El método, encarnado en el infausto Luis Cobos [en la foto], era hábil y engarzaba bien con los tiempos actuales. Corto por aquí, empalmo por allá, meto un golpe de caja en la parte fuerte del compás para que Beethoven, Verdi o Chapí tengan ritmo de chunda-chunda, que es lo que se lleva… y a vivir, que son dos días. De paso, me convierto en ‘creador’, e incluso, válgame Dios, en el paradigma de los creadores. Hago una pasta y saco un popurrí que promociono en conciertos (muchos con la orquesta haciendo play-back, como me confesó algún participante en los mismos). Voilà. Disco pastiche listo para convertirse en un producto de éxito.
Hace unos meses, en otro foro, me ocupé del asunto del destino elitista de la música clásica, a veces asignado, otras elegido (https://www.enfumayor.com/2019/01/10/del-tiempo-y-el-esfuerzo/), al hilo de unas manifestaciones del ruso Arcadi Volodos el año pasado. En aquella ocasión reconocí que Volodos tenía razón en una cosa: el mundo acelerado consumista encaja mal con el entorno de la llamada música clásica. El mundo de hoy es el del producto directo, ligerito, breve (lo de breve es primordial) y de fácil digestión. En ese mundo encajan mal las óperas de cuatro horas o las sinfonías de hora y media. Pero discrepé entonces, y lo hago de nuevo ahora, con la aceptación resignada de que el mundo de la clásica tenga que ser, obligatoriamente, una cuestión de élite. Esta música demanda, como señaló Volodos y repetía el firmante, tiempo y esfuerzo, y ambas cosas en cantidad considerable. Si se quiere penetrar en su esencia, la complejidad que encierra requiere mucho de ambas cosas. Pero si se quiere que los nuevos públicos le dediquen el tiempo y esfuerzo que merece, la esencia está en la educación. Sin que la música ocupe un lugar preminente en la educación de las nuevas generaciones, si no se consigue que estas lleguen a apreciar la enorme (y prolongada) riqueza de espíritu que esta música nos aporta, lo lógico es que la facilidad con que entran otros tipos de músicas, que además cuentan con plataformas promocionales apabullantes, ganen por goleada la batalla a las demandas que exige la clásica.
Dicho esto, defendí y defiendo que existe casi una obligación, para quienes estamos metidos en este ajo, de divulgar y acercar esa música al gran público. Pero en el cómo reside la cuestión, y también en él se asienta la polémica. La historia del siglo XX nos ha dejado ejemplos inolvidables de geniales divulgadores, y siempre se viene a la cabeza, con toda la razón, el nombre de Lenny Bernstein, cuyos conciertos para jóvenes o cuyas ‘disecciones’ de las sinfonías de Beethoven o Mahler son todo un paradigma de lo que es ‘enganchar’ al público con un lenguaje tan apasionado como claro y didáctico, sin renunciar ni ensuciar la esencia de lo que está tratando. Los Waldo de los Ríos, Luis Cobos y demás nombres de esa corriente antes citada de infausto recuerdo, se han disfrazado de populismo musical para vender un papel de ‘acercadores-divulgadores’ que no tienen en absoluto, por mucho que a ellos les haya servido para llenarse la cartera. No me parece tampoco que merezca aplauso el presunto empeño divulgador de Rhodes, construido a partir de una historia personal lamentable y trágica, pero sin el más mínimo fundamento musical ni pianístico. Y, con todo respeto, tampoco me parece que el reciente programa de TVE, Prodigios, vaya a ayudar en la materia. En el último programa, un emocionado Nacho Duato relató las desventuras personales en los inicios adolescentes de su devenir como bailarín. Al día siguiente, medios de comunicación y redes sociales eran un hervidero de emocionada solidaridad con el que fue Director Artístico de la Compañía Nacional de Danza. Lo malo del asunto, para los desinformados o para quienes no están metidos en el tema, es que lo que relató Duato no es, en absoluto, novedad alguna para muchos de nosotros. Porque muchos hemos padecido cosas exactamente iguales a las que relató Duato, algunos hasta han visto truncadas sus carreras musicales por hechos como los que el describió. Lo que es peor: eso sigue siendo así en muchos casos. ¿Es este rasgado de vestiduras ante lo que cuenta Duato algo que responde a una beligerancia “real” de nuestra sociedad? Tengo muchísimas dudas, la verdad.
Creo que seguimos viviendo en un país en el que la profesión de músico, en el mundo de la clásica, es considerada ‘de segunda’, cuando no ‘de raritos’, en el que, en demasiadas ocasiones, se empuja al adolescente a hacer una segunda carrera porque la primera, en realidad, sigue sin ser considerada ‘universitaria’ y porque, además, “vete a saber si te puedes ganar la vida con ella”. ¿Ayuda gente como Ara Malikian, otrora violinista y hoy transmutado en showman de indudable éxito crematístico tras haber arrojado por el sumidero su credibilidad artística? Creo honestamente que a lo único que ayudan figuras como esa es… a su bolsillo. Todos los fines son respetables, desde luego. El de hacer buen negocio, también. Pero esta oleada de populismo musical barato donde se nos intenta vender el gato por la liebre, no. Llamémosle al pan, pan, y al vino, vino. No, como sugería Forges en una de sus geniales viñetas: al pan, zusf, y al vino, frolo. Y demos a los divulgadores de hoy el mérito que tienen, que es mucho, más sufrido, trabajado y menos reconocido que el de esos otros maestros del negocio musical, que tienen mucho más de comerciantes que de músicos, y menos aún de divulgadores.