ZAMORA / ‘Músicas cercadas’ consigue reunir lo mejor de la música barroca francesa
Zamora. Iglesia de San Cipriano. 4-X-2024. Tim Mead contratenor. Les Musiciens de Saint-Julien. François Lazarevitch, flautas y dirección. Purcell: canciones y danzas.
5-X-2024. Sophie de Bardonnèche (violín), Lucille Boulanger (viola da gamba) y Justin Taylor (clave y órgano). Destinée. Obras de Mademoiselle Duval, Elisabeth Jacquet de la Guerre, Antonia Bon, Isabella Leonarda et al.
5-X-2024. Ensemble Correspondances. Sébastien Daucé, órgano y dirección. Lecciones de tinieblas. Obras de Charpentier y Du Mont.
6-X-2024. Jean Rondeau, clave. Barricadas misteriosas. Obras de Rameau, François Couperin y Pancrace Royer.
Por un fin de semana, Zamora se ha convertido en centro musical de primer orden, recuperando el espíritu del mítico festival Pórtico de Zamora que tantos conciertos inolvidables nos brindó. De nuevo de la mano de Alberto Martín, el que fuera director del citado festival, la pequeña capital castellana cuenta con un evento que ha celebrado su segunda edición reuniendo a algunos de los mejores intérpretes franceses de música barroca, lo que es casi lo mismo que decir que de todo el mundo pues la música antigua en el país galo está viviendo una efervescencia realmente deslumbrante. Hay que decir que, siendo el resultado excelente, no ha sido algo premeditado que toda la programación concentrase intérpretes de nuestro no siempre agradecido país vecino sino que el azar y las agendas de algunos músicos también han hecho su trabajo.
El primer concierto era a priori ‒al menos para quien esto escribe‒ el menos atractivo de los cuatro que tuvieron lugar en la iglesia de San Cipriano, pequeño templo románico de maravillosa acústica en el que se han vivido jornadas memorables en el Pórtico. Les Musiciens de Saint-Julien, conjunto dirigido por el flautista François Lazarevitch, junto al contratenor británico Tim Mead ‒el único “intruso” del fin de semana‒ interpretaron un programa consagrado a la música instrumental y vocal de Henry Purcell, programa que reproducía en buena medida el que grabaron en 2018 para el sello Alpha bajo el título de “Songs & dances”, el mismo que el del concierto.
Les Musiciens de Saint-Julien es un conjunto que presume de un acercamiento a la música barroca en el que intentan que se aprecie la impronta de la música popular. Ello se traduce en la acentuación del elemento danzante y en el uso por doquier de las flautas de pico e instrumentos pastoriles como la musette, de la que Lazarevitch es un consumado virtuoso (quizás algunos lectores vean exagerado aplicar el término “virtuoso” a un instrumento como la musette). Desde luego, esto da a sus interpretaciones un enfoque original pero, en nuestra opinión, no siempre afortunado. Y es que ese gusto por el folklore, por mucho que se afane Lazarevitch en justificarlo, no termina de sentar bien a esta música tan refinada. Felizmente, en el concierto que nos ocupa Lazarevitch no abusó de musettes y gaitas y las utilizó con moderación.
Por otra parte, el ímpetu y energía que se supone que son señas de identidad del conjunto quedaron en algunas danzas y en el acompañamiento de ciertas piezas vocales un poco por debajo de lo deseable. De hecho, la prestación en las obras más serenas y pausadas, fue más convincente gracias al buen hacer en el continuo del violagambista Etienne Floutier y el clavecinista y organista Loris Barrucand, que mantuvieron firmemente la pulsación y tensión de los grounds.
Tim Mead es un cantante que lo tiene casi todo para ser uno de los grandes de su cuerda. Sin entrar en el timbre, en cuya apreciación suele jugar mucho lo subjetivo, posee una buena técnica y atesora una voz ciertamente interesante, mejor que la de muchos de sus colegas, con cuerpo, buen volumen, proyección y gran amplitud de registro, haciendo uso de una forma muy convincente de la voz mixta para alcanzar graves potentes sin recurrir a la voz de pecho como se hace con tanta frecuencia. Su dicción del inglés es clara y muy elegante y tiene presencia escénica. Sin embargo, por momentos carece de la personalidad y el carisma deseables y no convence en ese ejercicio de comunicación que constituye el canto. Su Solitude, my sweetest choice no emocionó, One charming night careció del encanto del título y de la música y Here the deities approve y Tis nature voice no consiguieron transmitir el carácter festivo de las odas a las que pertenecen. En la canción escocesa Twas within a furlong of Edinboro town adoleció de carácter teatral y le faltó desparpajo para encarnar a los dos personajes.
Mucho mejor estuvo en arias más estáticas como Fairest isle, y realmente sorprendente, como si se hubiera transmutado, en What power Art Thou, la célebre canción del frío de King Arthur, que interpretó con un gran dramatismo. Ciertamente entonado, terminó el programa con un Strike the viol, que, ahora sí, sonó a celebración, muy bien acompañado por los músicos que también fueron a más a lo largo del concierto.
El entregado público pudo escuchar dos generosas propinas: una bella interpretación de Music for a while (la canción preferida de Tim Mead, tal y como confesó) y un fragmento del disco “The Queen’s delight” (Nobody’s jig y otras adaptaciones de melodías populares contenidas en el volumen The English dancing master de John Playford) en el que Les Musiciens de Saint-Julien dieron rienda suelta a su vena más folklórica. Fue la antítesis de la maravillosa interpretación de la Scotch tune de Purcell que nos habían ofrecido previamente los mismos intérpretes, demostrando cómo se puede evocar perfectamente la música escocesa sin recurrir a clichés y de forma elegante.
A la mañana siguiente turno para tres de los mejores representantes de esa hornada de talentosos músicos franceses que ha irrumpido en los últimos años: la violinista Sophie de Bardonnèche, el teclista Justin Taylor y la violagambista Lucille Boulanger. Los dos primeros son miembros junto al violinista Théotime Langlois de Swarte de Le Consort, uno de los mejores conjuntos de música antigua de la actualidad. Por su parte, Boulanger es una gambista con un presente y un futuro envidiables. Intérpretes de lujo, por tanto, para presentar un programa dedicado a mujeres compositoras del Barroco francés e italiano de finales del siglo XVII y primera mitad del XVIII, un enfoque en principio parecido al que ofreció en la última Quincena Musical Donostiarra Le Concert de l’Hostel Dieu, pero si allí el acento se ponía en la música vocal en esta ocasión todas las obras eran instrumentales. Además, aunque algunas de las autoras coincidían, las obras eran distintas y algunas incluso constituían primicias. Destinées, con este título Sophie de Bardonnèche, impulsora del proyecto, alude a la circunstancia de que estas mujeres que tocaban y componían estaban en cierta manera abocadas a ello, tanto si procedían de una familia de músicos como si pertenecían a un medio aristocrático. Por paradójico que parezca, unas y otras compartían un mismo destino, en un caso por necesidad y en otra por convenciones de su medio social. Esta inquietud de Bardonnèche por el papel de la mujer en el panorama musical francés ha dado lugar a un hermoso disco que acaba de salir y que se presentaba en Zamora, si bien el programa que disfrutamos fue ligeramente distinto, con la presencia de algunas compositoras italianas de la época.
Entre ellas destaca el caso de Anna Bon di Venezia, quien estudió en el Ospedale della Pietà de la Serenísima, sin ser veneciana -nació en Bolonia-, sin ser huérfana y sin coincidir con Vivaldi. A los 16 años la encontramos en Bayreuth junto a su familia ocupando un puesto en la corte de la fascinante Wilhelmine, hermana de Federico de Prusia, a quien nuestra Anna dedicará una colección de sonatas para flauta a la tierna edad de 18 años. Cuando fallece su patrona, se traslada a otro centro con solera musical, la corte de Esterházy en Eisenstad, donde coincidirá con Haydn. Sabemos que se casó a los 28 años con un cantante y se le pierde entonces el rastro, por lo que se supone que tuvo una corta vida. A juzgar por el precioso Andante que se interpretó en el concierto, además de una gran virtuosa debió de ser una compositora de gran nivel. Si el caso de Bon es paradigmático de una mujer que se desenvuelve profesionalmente en el medio musical por ser el de su familia, la desconocida Marieta Morosina Priuli (o Prioli) encarna la otra cara de la moneda pues pertenecía a una importante familia noble veneciana. De ella se interpretarona las Correnti V y VI de una colección de 1665, una de las primeras publicadas por una mujer. Otra pionera de la época fue la más conocida Isabella Leonarda, de la que volvimos a escuchar su magnífica Sonata XVI de 1693, esta vez, sí, en una interpretación a la altura de la deslumbrante composición de esta sorprendente madre superiora.
Pero lo mollar del programa lo integraban compositoras francesas, desde la más célebre de todas, Elizabeth Jacquet de la Guerre, a auténticas desconocidas, pasando por casos recientemente sacados del olvido como el de Mademoiselle Duval. Con esta última arrancó el concierto con el rondeau del segundo acto (o entrée) de su opéra-ballet Les Genies, en una reducción de la propia autora, costumbre de la época para posibilitar la difusión de estas obras fuera del ámbito de la Académie Royale en entornos más privados. Más tarde llegaron la sarabande (cuarta entrée) y la breve pasacaille del primer acto, piezas inspiradas y deliciosas que nos hablan de una notable compositora. Entre las mujeres ignotas que comparecieron en el programa descubrimos a Mademoiselle Laurant, a Mademoiselle Guésdon de Presles ‒no es casualidad que el apelativo “Mademoiselle” se repita ya que en muchos casos no conocemos los nombres de pila de estas mujeres‒ o Mademoiselle Bocquet ‒en realidad podrían tratarse de dos hermanas con este apellido‒, de cuya música escuchamos pequeños fragmentos, trasunto de sus vidas, que sólo conocemos por pequeños retazos.
Junto a ellas la figura de Elizabeth Jacquet de la Guerre emerge como un gigante. Afortunadamente, a estas alturas no hay que descubrir a una compositora que gozó de honores en vida y cuya música esta a la altura de lo mejor de su época. Bardonnéche eligió una sonata de 1695 que se encuentra en un manuscrito de la Biblioteca Nacional de Francia y la Sonate I de su colección 6 Sonatas para violín y clave, publicada en 1707. Música robusta, con carácter, en la que el virtuosismo se conjuga con la expresión siempre contenida y que constituye una de las primeras obras publicadas en Francia en la que el violín cobra protagonismo siguiendo los aires que soplaban desde Italia.
Sophie de Bardonnèche fue la lógica protagonista del concierto. Ciertamente es una violinista sensacional, segura, elegante, que saca a su instrumento un sonido redondo y expresivo. Pero no sería justo dejar de ensalzar la labor de esos dos grandes músicos que son Justin Taylor y Lucille Boulanger, acompañantes de lujo, que otorgaron una dignidad y una riqueza al bajo continuo como pocas veces hemos escuchado y nos dejaron con ganas de escucharles a solas.
El éxito fue rotundo, ocasión para dar entrada a otra mujer, como Elisabeth-Louise Papavoine, de la que tocaron una breve tempête (de su cantatille “Le Cabriolet”) de inspiración sospechosamente vivaldiana.
Cambio de registro, ya caída la noche ‒detalle en este caso importante‒, para escuchar al Ensemble Correspondances con un programa en torno a las Lecciones de Tinieblas de Marc-Antoine Charpentier. Hace ya tiempo que el grupo que dirige Sebastien Daucé se ha convertido en el mejor traductor de la música de Charpentier y traerlos a Zamora era un viejo anhelo de Alberto Martín que por fin se ha hecho realidad. Tras su exitoso paso por el Teatro Real con David & Jonathas, presentaban ahora otra faceta más intimista del compositor.
Las lecciones de tinieblas se interpretaban en las iglesias durante la Semana Santa, por lo tanto nos llegaban ahora fuera de temporada. Aunque no era así en principio, la costumbre devino en que fueran interpretadas durante los oficios vespertinos de Miércoles, Jueves y Viernes Santo, despertando en la Francia de Luis XIV una gran expectación y provocando reacciones y actitudes nada decorosas entre los espectadores, que acudían a las iglesias como si se tratara del teatro o la ópera. La nómina de compositores franceses que practicaron el género es innumerable pero las aportaciones más valiosas son las de Michel Lambert -de las que Marc Maullion nos dejó hace pocos años un emocionante registro-, François Couperin, Delalande y Charpentier, que es el compositor más prolífico del género. Aunque no dejó ningún ciclo completo, se conservan al menos 53 obras compuestas para estos oficios, que comprendían antífonas, salmos responsorios, preludios instrumentales y tenían su punto culminante en las lecturas (lectiones). En ellas, una particularidad la constituyen las letras del alfabeto hebreo, que se intercalan en el texto y reciben un tratamiento especial, realizando sobre ellas largos melismas, en una suerte de trasposición sonora de las letras capitulares de los manuscritos medievales, que se resaltaban y decoraban con miniaturas.
El Ensemble Correspondances se presentó solo con voces masculinas (dos haute-contres, dos tailles o tenores y dos bajos) y un orgánico formado por dos violines, dos flautas, violonchelo, viola da gamba y tiorba, completando el continuo el órgano positivo tocado por el propio director. Esta formación condicionó la elección de las cuatro lecciones que se interpretaron, descartando aquellas que precisan de voces femeninas lógicamente. Las seleccionadas fueron dos del Miércoles Santo (1ª y 3ª), una del jueves y otra del Viernes (ambas 3ª). Completaron el programa el Concert pour 4 parties de violes, el Stabat Mater H. 387 y un motete de Henry Du Mont, Sub umbra noctis profundae, que el grupo ya incluyó en un bello disco dedicado a este maestro de la Chapelle Royale.
La interpretación fue más o menos la esperada. En este caso la ausencia de sorpresas no debe ser tomada como algo negativo, sino todo lo contrario, pues acudíamos con las más altas expectativas. Daucé conoce esta música al dedillo y esa misma seguridad es la que transmiten los músicos y cantantes. El empaste entre unos y otros es admirable, evidenciando un intenso trabajo de estudio y ensayos detrás. Entre las voces nos gustaron especialmente las dos más graves: el barítono Étienne Bazola y el bajo Lysandre Châslon. Pero todo el conjunto funciona como una maquinaria bien engrasada, conocedora del estilo de un autor que es la especialidad de la casa.
Frente a la legendaria versión de las lecciones de tinieblas de Gérard Lesne al frente de Il Seminario Musicale, por la que sentimos especial predilección, el Charpentier del Correspondances es más austero y menos sensual ‒la coyuntural ausencia de voces femeninas tiene mucho que ver en ello‒, más poderoso y monumental. El juego de las voces es cautivador y la riqueza de colores que transmiten deslumbra. Otro acierto del festival, que en la presente edición no ha dejado de anotarse tantos.
El colofón del festival fue el recital ‒aunque probablemente la palabra “recital” no termine de ser en este caso la más apropiada‒ de Jean Rondeau dedicado a los tres mayores representantes de la música francesa para clave de la primera mitad del siglo XVIII: Rameau, François Couperin y Pancrace Royer. Rondeau es un artista con unos medios técnicos como pocos, eso está fuera de toda duda. También lo está la peculiaridad de su carácter Es uno de esos intérpretes que no dejan indiferente porque es imposible quedar impasible ante tanto talento y ante esa heterodoxia que no parece calculada ni impostada. Él es así y es lo que ofrece. Perdonen el símil taurino pero es una suerte de Curro Romero que si tiene una tarde buena queda para los anales y si no…también queda para los anales pero por otros motivos. Ya les adelanto que en este caso el concierto resultó memorable por sus apabullantes virtudes.
Fui testigo de cómo Rondeau llegó a la iglesia de San Cipriano apenas unos minutos antes de la hora del inicio del concierto, vestido de manera sencilla (luego saldría al escenario de forma todavía más sencilla). Parece ser que no quiso ni la presencia de fotógrafos ni apenas iluminación (tocó en una penumbra maravillosa sólo posible porque lo hizo sin partitura). Rondeau es lo que podríamos llamar un artista performativo y todo este ritual de despojamiento ayuda a que nos concentremos en la música. Creo que el mejor Rondeau siempre estará en un escenario, nunca en los discos. Ya, dirán ustedes, como todos los grandes artistas. Sí, pero en el caso de Rondeau la brecha entre la grabación y el concierto es abismal. Da la sensación de que las condiciones espaciales, el público, la luz…todo es importante para que paradójicamente pueda olvidarse de ello (incluido el público) y tocar como si estuviera solo, en un ejercicio de introspección (tocó buena parte de la primera mitad del concierto con los ojos cerrados), y ahí es donde parece dar lo mejor de sí mismo, algo que parece inviable en un estudio de grabación o tocando en directo entre micrófonos. Cuando salió nadie diría que iba a empezar el concierto, más bien parecía que iba a probar el clave. Se sentó y aguardo unos dos minutos a que se creara un espeso silencio, sólo roto por el sonido de la lluvia que se filtraba desde el exterior.
En cuanto juzgó que el silencio era el idóneo, arrancó el preludió de la Suite en La de las Nouvelles suites de pièces de clavecin de 1728 de Rameau, su tercera y última colección para el instrumento. Como dice Pablo Vayón en sus siempre certeras notas, estos preludios servían, además de para calentar los dedos del intérprete y afinar el instrumento, para que los oídos de los espectadores se acostumbrasen a la tonalidad que iba a marcar la suite. En el caso de Rondeau nada más alejado de la realidad. El clavecinista francés se dedicó de forma concienzuda a enmascarar este aspecto, borrando todas las pistas que pudieran servir de asidero a los oyentes. Operación fascinante que de buenas a primeras descoloca al oyente pero al mismo tiempo le adjudica un papel más activo y crea una tensión maravillosa. Los siguientes números (allemande-courante-sarabande) fueron igualmente un ejercicio de libertad y al mismo tiempo de rigor, porque el estilo francés brilló de forma decantadísima en cuanto a ritmo, fraseo y ornamentación, pero los tempi fueron inusitadamente lentos (sobre todo en los dos primeros movimientos). No por ello la interpretación palideció, más bien al contrario: Rondeau es un maestro en generar y mantener tensión y en sus interpretaciones todo se vive con una enorme intensidad. La morosidad permitió paladear esta maravillosa música y recrearse en el sonido y la resonancia del estupendo clave de Andrea Rastelli copia de un modelo alemán de Cristian Vater de 1738. Y cuando hubo que ponerse el mono de trabajo, como en la cuasiscarlattiana Les trais mains, Rondeau mostró su virtuosismo, que alcanzó cotas aún mayores en la Gavotte con sus variaciones (doubles), a cada cual más vertiginosa y fascinante en la claridad de sus líneas, perfectamente delineadas a pesar de la velocidad.
El bloque dedicado a François Couoperin comenzó de nuevo con un preludio ‒uno de los ocho de El arte de tocar el clavecín‒, en este caso menos expansivo y más fiel a la letra; continuó con La tenebreuse, La lugubre y terminó con La Favorite, tres piezas pertenecientes al tercer orden del primer libro de los cuatro que publicó el compositor y que juntos forman uno de los mayores monumentos de la literatura para el instrumento. Rondeau ofreció un Couperin muy ornamentado, encontrando un buen equilibrio entre la abstracción y la evocación en estas piezas de carácter.
Por último, turno para Pancrace Royer, el menos famoso de los tres compositores del programa, un autor que a medida que va siendo conocido no deja de deparar sorpresas como atestigua el disco que grabó recientemente Christophe Rousset con suites orquestales de sus óperas. Royer publicó tan solo un libro de piezas de clavecín (1746) pero esta colección contiene varios momentos que merecen figurar en la antología del clave francés. Bien lo sabe Rondeau, que frecuenta varias de ellas con asiduidad, como Vértigo, que dio título a uno de sus mejores discos. En esta ocasión prescindió de ella -una pena porque es un espectáculo verle tocar esta obra- pero a cambio ofreció La Sensible antes de otro de los emblemas de Rondeau: La marche des Scythes, pieza efectista donde las haya en la que nuestro intérprete desplegó todo su hipnótico virtuosismo (puestos a ser efectistas, un comienzo más lento hubiera causado más impresión por contraste con la parte más cañera).
La ovación estaba garantizada y Rondeau respondió con dos obras más: Les barricades misteriouses (2º libro, orden sexto) que daba título al programa, una de las piezas más divulgadas de Couperin , y Les sauvages (Nouvelles Suites de Pièces de Clavecin), uno de los fragmentos más archiconocidos de Rameau por su incursión en la ópera-ballet Les Indes Galantes
Si Rondeau tocó en estado de gracia y nos ofreció un concierto para el recuerdo ello se debió -además de a la acústica de ensueño de San Cipriano- al respetuosísimo silencio del público que ha llenado y que ha tenido un comportamiento modélico durante los cuatro conciertos del festival. Un público que se merece la continuidad del mismo y la recuperación del añorado Pórtico. Confiemos en que ello sea posible.
Imanol Temprano Lecuona