¿Y por qué no un tedeum?

No son pocos los festivales y las orquestas que, tras el desconfinamiento, han decidido reemprender su actividad musical interpretando un réquiem. Preferiblemente, el Requiem de Mozart, que parece ser el más popular de todos. Lo hacen, imagino, como sentido homenaje a los miles de personas que han perdido la vida durante la pandemia del coronavirus. Sin embargo, formulo, sin ánimo de herir ninguna susceptibilidad, una pregunta retórica: ¿no habría sido más procedente en estas circunstancias programar un tedeum en lugar de un réquiem?
Veamos por qué: el réquiem o misa de difuntos era un rito consolidado en la liturgia romana desde el concilio de Trento, un ruego por el alma del difunto justo antes de su entierro o en las ceremonias de recuerdo a la persona fallecida. El rito fue adoptado posteriormente por otras iglesias cristianas, como la anglicana y la ortodoxa. La misa de difuntos acabó transformándose en una composición musical cuando el finado era una alguien de elevada posición social: un emperador, un rey, un duque, un papa… Un ejemplo: el Officium Defunctorum de Cristóbal de Morales sonó en la Ciudad de México, en noviembre de 1559, para conmemorar la muerte de Carlos I de España y V de Alemania, fallecido un año antes.
No era costumbre celebrar una misa de difuntos o componer un réquiem cuanto se superaba un desastre como la que está sufriendo actualmente el mundo. Pasada la catástrofe (por lo general, una epidemia o, peor aún, una guerra), lo que se hacía, especialmente durante los siglos XVII y XVIII, era celebrar un tedeum. Es decir, una acción de gracias al Altísimo por haber obrado para poner punto final a tanta desgracia. Como en el caso del réquiem, lo que principio era solo un oficio religioso acabó transformándose en una composición musical.
Schütz, Lully, Charpentier, Delalande, Fux, Purcell, Haendel, Haydn, Gossec, Mozart, Berlioz, Dvorák, Berlioz, Bruckner, Britten, Verdi, Walton… Todos ellos, entre otros muchos, compusieron al menos un tedeum. Y no fue necesariamente porque hubiera concluido una epidemia o una guerra, sino por los más variopintos motivos. Por ejemplo, una coronación o una boda real: Walton compuso el suyo en 1952, cuando Isabel II ascendió al trono británico.
Marc-Antoine Charpentier escribió el tedeum que probablemente más veces se ha escuchado en la historia de la Humanidad, ya que la Unión Europea de Radiodifusión se lo apropió para que sirviera de sintonía en cada una de sus conexiones (el Festival de Eurovisión, sin ir más lejos). Se cree que Charpentier elaboró este tedeum para celebrar la victoria en la batalla de Streinkirk (3 de agosto de 1692) de las tropas francesas del mariscal François-Henri de Montmorency sobre un ejercito aliado (inglés, escocés, alemán y holandés), liderado por el príncipe Guillermo de Orange.
Tampoco están muy claros los motivos por los que Johann Joseph Fux compuso su Te Deum K. 271, pero hay quien aventura que pudo ser una acción de gracias por el fin de la epidemia de peste negra que había asolado a Viena unos años antes (1679) y que dejó casi 80.000 muertos solo en la capital imperial de los Habsburgo.
Pero también se compusieron tedeum por causas bastante más prosaicas. En 1686, Luis XIV, tras ser víctima durante meses de una fístula anal que no había forma de que sanara y que le impedía mantener una actividad normal (lo cual había hecho que desatendiera todos los asuntos relativos a la corte y a la administración de Francia), se sometió a una cirugía para intentar acabar con aquel suplicio. Charles Felix de Tassy, que así se llamaba el cirujano, fue sumamente diestro con el escalpelo (ante la única presencia de su hijo, el Gran Delfín; de su confesor, Père de la Chaise, y de la que en ese momento era su favorita, Madame de Maintenon), ya que solo unos días después el Rey Sol se incorporó a los asuntos de Estado. En señal de gratitud, varios músicos elaboraron sendos tedeum. Uno de ellos, el compositor preferido del rey, Jean-Baptiste Lully. Fue lo último que hizo el pobre hombre: a Lully le gustaba dirigir la orquesta con un bastón (en realidad, era una pesada barra de hierro que le servía para llevar el compás golpeando el suelo con ella). Durante el estreno del Te Deum, Lully se clavó la barra en el pie, lo cual le produjo una grave infección, que degeneró más tarde en una gangrena que le envió al otro barrio (como era también bailarín, se había negado categóricamente a que le amputaran la pierna para salvarle la vida).
De entre todos los tedeum existentes, me quedo, sin duda alguna, con una maravilla que compuso Haendel en julio 1743 para celebrar la victoria de los ingleses y sus aliados —hannoverianos y austriacos— en la batalla de Dettingen (Guerra de Sucesión de Austria) sobre el ejército francés, comandado por el mariscal De Noailles y por el duque de Grammont. Al frente de las tropas aliadas estaba el propio rey Jorge II de Inglaterra, acompañado por su hijo, el duque de Cumberland (el mismo que solo dos años después derrotaría a los escoceses jacobitas en la batalla de Culloden, impidiendo que estos entraran en Londres; fue tan cruel en la represión, que a partir de aquel momento pasó a ser conocido como “Carnicero Cumberland). La de Dettingen fue la ultima batalla de la Historia en la que un monarca estuvo en el campo de batalla como un soldado más: no tardarían mucho los reyes que en el mundo han sido en descubrir que era bastante más cómodo quedarse en palacio aguardando noticias sobre lo que había sucedido en el frente que jugarse allí la vida.
Eduardo Torrico