VIENA / Unos buenos ‘Gurre-Lieder’ rinden homenaje a Schoenberg en su ciudad natal
Viena. Musikverein. 13-IX-2024. Wiener Symphoniker. Singverein der Gesellschaft der Musikfreunde in Wien. Slowakischer Philharmonischer Chor. Ungarischer Nationaler Männerchor. Director musical: Petr Popelka. Michael Weinius (Waldemar); Vera-Lotte Boecker (Tove); Sasha Cooke (Waldtaube, la paloma torcaz); Gerhard Siegel (Klaus, el bufón); Florian Boesch, (El campesino); Angela Denoke, Narradora. Schoenberg: Gurre-Lieder.
Arnold Schoenberg nació en Viena el 13 de septiembre de 1874. Ciento cincuenta años después su ciudad le rinde homenaje. Orquestas, conjuntos de cámara y liederistas retoman su obra, aunque quizás no en la medida y en el formato que él hubiera deseado. “Escuchar al amor con Schoenberg” es el título de la exposición que hasta febrero de 2025 propone el centro que lleva su nombre, mientras que el pasado miércoles 11, el director de orquesta Ingo Metzmacher y el musicólogo y actor Wolfgang Schaufler charlaron en profundidad sobre su figura en el museo de la Karlplatz, recientemente reabierto tras una profunda remodelación, en una conversación transmitida a todo el mundo a través del Canal YouTube del museo. La charla, bajo el título de “Arnold Schoenberg: Los albores de la modernidad”, recorrió distintos ámbitos de la vida del compositor, y entre otras cosas, Metzmacher comentó amargamente como, a pesar de estar en un año de celebraciones, mientras todo lo que concernía a obras de Bruckner se aprobaba sin el más mínimo reparo –¿qué hubiera pensado el entrañable organista de St. Florian?–, casi todos los proyectos que involucraban obras “complicadas” de Schönberg le habían sido rechazados. Incluso en su aniversario, parece que a las grandes orquestas solo les interesa La noche transfigurada y Pelleas y Melisande.
Cuando hablamos de los Gurre-Lieder, entra en juego una variable adicional: la inmensidad, la monumentalidad de una obra grandiosa y exuberante que necesita unas huestes sinfónico–corales sin parangón y que solo rivalizan con la Octava sinfonía “de los Mil” de Gustav Mahler. Y esta obra ha sido la contribución de la Orquesta Sinfónica de Viena y del Musikverein a su aniversario. Su estreno en la misma sala, el 13 de febrero de 1913, fue, con diferencia, su mayor éxito de público. Un éxito que él mismo cuestionó y del que dijo estas frases lapidarias: “Como de costumbre, después de este gran éxito me preguntaron si estaba contento. Pero no lo estaba. Me sentí bastante indiferente porque preveía que este éxito no influiría en el destino de mis obras posteriores”. Ese escepticismo se plasmó poco más de un mes después, de nuevo en la misma sala, en uno de los mayores tumultos de la Historia de la música, el llamado “Concierto del escándalo”, en el que seguidores y detractores de la música de Webern, Zemlinsky, Schoenberg y Berg llegaron a las manos antes de suspenderse el concierto a la mitad.
La obra, todo un canto del cisne del siglo XIX, tuvo un origen mucho mas humilde, el concurso de composición de un ciclo de canciones con piano al que Schoenberg decidió presentarse. Se fijó en la traducción al alemán de un ciclo de poemas del impresionista danés Jens Peter Jacobsen –fuente de influencia entre otros de Rainer Maria Rilke– basado en varias leyendas de la Dinamarca medieval que sucedían junto al castillo de Gurre, cerca de la ciudad portuaria de Elsinor, y que tiene cierto paragón con Tristán e Isolda. La primera parte describe como nace un amor profundo entre El rey Waldemar y Tove Lille, su amante secreta, y como, cuando el rey se ausenta, la reina Helwig se la quita de en medio. Cuando se entera a través de la paloma mensajera, el rey pierde el juicio y acusa a Dios de su desgracia. En una tercera parte espeluznante, un campesino asustado y un bufón irónico describen la caza salvaje de los hombres de Waldemar, espectros de los vasallos fallecidos durante su reinado que se levantan de sus tumbas para regresar a ellas al amanecer. Es el precio que pagar por su blasfemia. Tras ella, la obra concluye con un precioso amanecer final.
Los poemas excedían con mucho las condiciones del concurso. Schoenberg empezó a pensar en grande, tanto en estructura como en instrumentación y se puso manos a la obra en 1901. Durante dos años se enfrasca en las dos primeras partes, donde son evidentes las influencias de Wagner y de Mahler. Pero la obra es de tal magnitud que se va cansando de ella y, salvo contactos esporádicos, la abandona hasta 1910. En esos años, Schönberg ha roto definitivamente con la tonalidad. El éxito de una interpretación del preludio, transcrito para dos pianos y ocho manos por su discípulo Anton Webern le dan el empujón final para completar la obra. La tercera parte, sin ser abiertamente atonal, tiene un lenguaje mas acorde a sus nuevos postulados. Schönberg la consideraba como un documento de su evolución artística.
El resultado es una obra grandiosa, monumental, de cerca de dos horas de duración, y que no es ni sinfonía, ni oratorio, ni cantata, sino una mezcla de todo. Durante años se especuló sobre si se podría representar como teatro musical. Pierre Audi, Marc Albrecht y la Ópera de Ámsterdam demostraron en septiembre de 2014 que sí y que no, que la carga dramática y el simbolismo que transmite son un excelente caldo de cultivo para un director de escena con ideas, que los que pudimos asistir comprobamos y disfrutamos in situ, pero también vimos el punto flaco en ese sentido. No hay una acción real, no hay diálogos entre los personajes, solo monólogos, algunos grandiosos como los iniciales de Waldemar y Tove, o el emocionante de la paloma, pero al fin y al cabo monólogos.
Los enormes requerimientos de la partitura –entre 300 y 400 músicos y cantantes– hacen que sea muy difícil de ver en vivo. A modo de ejemplo, la Filarmónica de Viena solo la ha hecho en cuatro ocasiones desde su estreno–con el propio Schoenberg, con Abbado, con Jansons y con Mehta–, y la Sinfónica, la orquesta de esta noche poco mas, en diez –dos con Paul Klenau, y una con Bruno Walter, con Paul Kletzki, con Dorati, con Sawallisch, con Krips, con Prêtre, con Fedoseyev y con Nagano–. Así que cada interpretación es una oportunidad casi única de poderla ver. En esta ocasión, fue necesario quitar siete filas y cerrar dos palcos del patio de butacas, más otros cuatro palcos y toda la zona del órgano en la planta superior para acomodar a los 136 instrumentistas y a los 250 miembros del coro. Al “Singverein der Gesellschaft der Musikfreunde”, el coro de la casa, se le sumaron las voces masculinas de Coro filarmónico eslovaco y del nacional húngaro. Además, esta noche era la presentación oficial del checo Petr Popelka como nuevo titular de la orquesta. Un Popelka que ha interpretado la obra en distintas ocasiones como contrabajista en Praga y en Múnich –junto a Mariss Jansons–, y que el año pasado la dirigió en Praga. Se notó ese conocimiento previo. A pesar de un arranque poco claro y con embarullamiento de más, el checo fue desarrollando una buena labor de construcción y consiguiendo poco a poco ajustar todo el ensemble. La obra fue ganando en claridad y sobre todo en intensidad, a pesar de que por el camino pasó por alto resaltar pasajes de gran belleza y en otros tapó de más a los cantantes. Sin embargo, la obra tuvo pulso, y a la hora de elegir entre sutilezas y tensión, eligió lo segundo, aun a riesgo de que el trazo no fuera todo lo fino que hubiéramos deseado. En fin, nos transmitió que el control orquestal que necesitas para llevar a buen puerto una obra de este calibre, no implica –como muchos de sus colegas nos “torturan” día a día– que tengas que cercenar el calor o la expresividad. Relató, describió, acompañó la narrativa dándole impulsos y poniendo acentos donde correspondía.
Waldemar es un rol que necesita un puro heldentenor, una voz potente, caudalosa, capaz de superar a una orquesta de estas dimensiones. Además necesita una gran resistencia –está presente de principio a fin–, excelente nivel en todos los registros, y un instinto teatral innato para pasar de los aspectos líricos y románticos de su amor con Tove, hasta los espeluznantes de la tercera parte entre muertos vivientes, pasando por la breve segunda, trágica e intimidante cuando se enfrenta directamente a Dios. En fin, un papel para el que, hoy en día, solo se me ocurre un nombre: Andreas Schager. Una opción que también parecía buena a priori era la del galés David Butt Philip, pero lamentablemente canceló hace un par de semanas, y el sustituto, el sueco Michael Weinius, el raquítico Sigfrido del Anillo de 2023 en la Ópera de Viena, quedó muy lejos de ese nivel. La voz mate, sin prestancia, o su incapacidad para negociar la gran cantidad de notas altas –obvió muchos de los agudos y otros, completamente engolados, no proyectaron– fueron peccata minuta comparado con su fraseo pobre, monótono, siempre leyendo la partitura e incapaz de sonar distinta en los distintos episodios.
Con las mismas características, pero sin necesitar tal nivel de resistencia –solo aparece en la primera parte–, en condiciones ideales el papel de Tove necesitaría igualmente de una voz dramática. Vera-Lotte Boecker, que va a ser mamá en breve, no lo es, pero sin embargo, su voz, muy lírica, tiene amplitud, proyecta bien, y sus agudos son resplandecientes y brillantes. Sufrió en el registro grave, importante en la obra, pero lo superó con tesón, y supo dar el tono dramático a sus apariciones para conseguir una actuación de muchos quilates.
La californiana Sasha Cooke, de voz hermosa y colorida, graves intensos, con empuje suficiente hizo una preciosa interpretación de la bellísima canción de la paloma torcaz, que describe la muerte de Tove y el dolor del rey, con la que termina la primera parte. Impagable la prestación de Gerhard Siegel, flexible, ligera, con su voz intensa y penetrante, con su registro superior potente, como un Klaus el bufón, socarrón, sarcástico y sin exageraciones de mas. Algo decepcionante Florian Boesch en el breve pero intenso papel del Campesino, chillado de más, con dificultades para proyectar la voz y darle empaque. Y finalmente, todo un lujo contar con Angela Denoke para la narración final. Efectivamente, su voz ya no es ni por asomo la de hace unos años –fue la Tove en 2012 con Ken Nagano–, pero tanto por su dominio absoluto del sprechgesang como por su carisma sobre el escenario, fue una delicia el escuchar de su voz cómo “¡el viento de verano azota las espinas con dolor!” o “las flores despiertan a la alegría.
En la caza salvaje de la tercera parte los tres coros masculinos, que superaban con mucho los 150 cantantes, fueron lo espeluznante y sobrecogedor que deben ser –una suerte de Hagen y los gibichungos en el Ocaso de los dioses– mientras que en el precioso coral final, al que se incorporaron también las voces femeninas, puro lamento de amor y esperanza, y de un poderío estremecedor, nos pusieron la carne de gallina.
Con los reparos mencionados, unos Gurre-Lieder de este nivel son siempre apuesta segura. Son conciertos que recuerdas siempre. Éste también.
Pedro J. Lapeña Rey
(fotos: Julia Wesely)