VIENA / Krystian Zimerman deslumbra en su vuelta al Konzerthaus
Viena. Konzerthaus. 17-X-2024 Gran sala del Konzerthaus de Viena. Krystian Zimerman, piano. Obras de Frédéric Chopin, Claude Debussy y Karol Szymanowski.
Cada recital de Krystian Zimerman es un acontecimiento único, cada vez más raro de vivir. El pianista polaco, uno de los más brillantes no solo de su generación, sino probablemente de toda la historia del piano, cada día se hace más de rogar. Con poco más de cincuenta conciertos al año, y con registros fonográficos cada vez más escasos, no hay que desaprovechar ninguna oportunidad para acercarse a él. Un intérprete al que pocos le podrán situar como su pianista favorito, pero al que menos aún le podrán sacar de su top-5 particular, a lo largo de sus más de cuarenta años de carrera ha sido capaz de convencer prácticamente a todos, a los que aman el piano virtuoso y espectacular, a los amantes del sonido pulido y del color, o a los que se decantan por la naturalidad o las sutilezas. Es capaz de ofrecer multitud de registros un día sí y otro también. Siempre ha estado ahí, presente en la vida musical y en la mente de los aficionados, sin someterse a las duras reglas del mercado. Tocando lo que ha querido, cuando ha querido y donde ha querido, guardando siempre en su mano la capacidad de elegir. Sus apariciones con orquestas siempre han sido escasas, y a modo de ejemplo, no ha vuelto a tocar con la Filarmónica de Viena desde el otoño de 1989, cuando dio los cinco conciertos de Beethoven con Leonard Bernstein en Viena y en Bonn, y antes, solo Karajan y Ozawa tuvieron el privilegio de hacerlo. Hoy en día es prácticamente imposible verle con alguien que no sea Sir Simon Rattle.
Aun así, mi capacidad de sorpresa se puso a prueba cuando vi que este recital es el primero que el polaco da como solista en el Konzerthaus. El único antecedente en la casa fue hace 39 años, en un recital con Kyung-Wha Chung en 1985, por lo que podemos considerar un privilegio la relación especial que mantuvo durante tantos años con el Ciclo de Grandes intérpretes de esta revista, y que nos permitió seguir con asiduidad su carrera desde Madrid.
Chopin, Debussy y Szymanowski, tres de sus compositores fetiche, compartían el programa, y tres nocturnos servían de preámbulo a la impresionante Sonata en Si bemol menor del de Żelazowa Wola. Tres obras de pequeño formato que nos permitieron atisbar esa impresionante cantidad de registros de la que hace gala el polaco. Un sonido cuidado, impoluto y casi etéreo nos recibió en el arranque del popular Nocturno en Fa sostenido mayor, el op. 15 nº 2, donde el polaco desgranó con una claridad meridiana la melodía ornamental inicial y despachó con una ligereza sublime los juegos de corcheas-semicorcheas del alegre tema posterior. En la sección final, un breve retorno a la melodía inicial, Zimerman acarició el piano de manera magistral, difuminando el sonido de manera muy sutil. Con el segundo de la op. 55, en Mi bemol mayor, el polaco se lanzó a tumba abierta dándonos una versión ayuna de dulzura en la que el vértigo suplió el carácter ensoñador de la pieza. A velocidad de vértigo también el segundo de la op. 62, en Mi mayor, tocado de manera brillante y virtuosa, siempre con un sonido bellísimo.
Con la Sonata para piano nº 2 en Si bemol menor nos enfrentamos a una obra que el polaco lleva tocando recurrentemente desde sus inicios. Lo hizo en su aparición en el primer ciclo de Scherzo en 1995, y volvió a ella en 2005 y 2010. Con los años, la obra ha ganado en sus manos una naturalidad muy atractiva aun sin renunciar a sus parámetros. En aquellas ocasiones todo fue quizás “excesivamente” perfecto, con scherzos brillantes, marchas fúnebres rutilantes y finales prestíssimos excelsos. Ahora los tempos vivos de los movimientos iniciales siguen ahí, pero Zimerman consigue dar un sentido nuevo a cada frase, siempre natural. La cabeza y el control sigue ahí, pero el corazón parece ir ganando terreno. El polaco fue desgranando la solemne introducción del Grave inicial con una naturalidad apabullante, con su elegancia habitual, y con un sonido primoroso, antes de lanzarse a los dos temas, brillantes y agitados posteriores, resueltos con insultante facilidad. El Scherzo fue brillante, rítmicamente poderoso, con acordes y octavas enérgicas, que aquí sí contrastaron de manera natural con el trío intermedio, esa especie de vals lento, al que le dio su tempo y que fraseó de manera admirable y con bastante sentimiento. Una Marcha fúnebre de marcado tono poético, solemne, relajada, de delicado equilibrio y perfectamente construida, dio paso a una sección central bellísima, apianada pero aun así de sonido cuidadísimo. La vuelta a la marcha fue un prodigio de regulación de dinámicas y volúmenes, de emoción incontenida, de una profunda hondura y donde fue difuminando gradualmente el sonido hasta atacar el complejo y corto Finale, donde demostró que sigue siendo uno de los mejores pianistas del orbe. Haciendo fácil lo difícil, ligero lo pesado, natural lo extraordinario, navegó con una naturalidad insultante por sus octavas paralelas sorteando las complejas oscilaciones dinámicas hasta llegar a los compases finales, y a sus dos acordes finales en fortissimo. Con Zimerman, vimos claro lo que el gran pianista americano Garrick Ohlsson comentaba sobre este movimiento: “Atisbas la música del s. XX, intuyes la atonalidad”.
Si el polaco ha sentado cátedra en Chopin, ¿qué decir de Claude Debussy? Imposible no recordar lo que su concierto con los dos cuadernos de preludios en diciembre de 1990 para el aniversario de esta revista significó para toda una generación de melómanos madrileños que entramos en el autor francés de su mano. Desde entonces le hemos vuelto a ver con imágenes o estampas. Esta noche fueron las Estampas, compuestas en 1903 y estrenadas por Ricardo Viñes, su primera gran obra para piano, la que define su estilo, y la que nos anuncia lo que vendrá después. En una carta a su editor escribió que quien no tiene dinero para emprender los viajes que tanto desea, puede hacerlo con su imaginación. En ella ya atisbamos esos viajes imaginarios interpretados de manera íntima y delicada y pintados con toda la paleta de sonidos posibles. Esta noche, Zimerman creó una atmósfera mágica por la que nos transportó a la isla de Java y sus pagodas, a la magia de una tarde en Granada con sus melodías de inspiración flamenca, sus tangos y sus guitarras, y nos devolvió al Paris de los jardines bajo la lluvia. Una atmósfera en la que no solo el sonido extremadamente cuidado -acariciando el piano, nunca percutiéndolo- fue santo y seña. Las notas cobraron vida y literalmente nos hicieron viajar.
Terminó el recital con otra obra spécialité maison, las Variaciones sobre una canción polaca, op.10 de su compatriota Karol Szymanowski, obra de fuerte cromatismo, que por momentos también se asoma al propio Debussy. Compuesta con poco más de veinte años, cuando aún residía en Varsovia, antes de “huir” en 1906 a Berlín, fue estrenada por el mismísimo Heinrich Neuhaus, el pedagogo que en su clase del Conservatorio de Moscú transmitió las esencias de la escuela rusa de piano a los Richter, Gilels y tantos otros. La obra, de un nivel técnico considerable, bebe originalmente de influencias chopinianas, pero a partir de la tercera variación no oculta la que un “moderno” Alexander Scriabin ejercía en los primeros años del s. XX sobre todos aquellos músicos que querían escapar del yugo wagneriano. En manos de Zimerman, la obra alcanza un nivel colosal. Arrancó de forma muy emotiva la breve y lánguida introducción, casi arrastrándola, desgranando nota a nota el tema posterior. En las cinco primeras variaciones primó un toque ligero, muy bien cantado, de claridad meridiana incluso en las agitadas segunda y cuarta. En la preciosa sexta, marcada dolcissima, Zimerman se relajó aun más con un sonido bellísimo, aunque sin caer en el almíbar. Tras una séptima exquisita, casi susurrada y llena de colorido, en la octava, otra marcha fúnebre, volvió el Zimerman elegante, imperial, lleno de poderío, que es capaz de graduar de manera magistral el sonido hasta casi extinguirlo. En las dos últimas, tocadas de nuevo a velocidad de vértigo, de fuertes contrastes, vimos al Zimerman brillante, el que sortea una tras otra todas las trampas de una partitura complicadísima sin esfuerzo aparente, y el que también es capaz de resaltar el humor de la fuga bufa y sus ritenutos, antes de la imponente coda final.
Repartió sonrisas a todo el público, algo raro en el pasado, y se hizo de rogar -cinco salidas a saludar- antes de sentarse de nuevo al piano y regalarnos dos de los preludios más hermosos de Serguéi Rachmaninov, el penúltimo en Sol sostenido menor que nos pinta el durísimo e inmenso invierno ruso y el bellísimo y brillante cuarto de la op. 23 en Do mayor, tocados ambos con un lirismo arrebatador y con los que nos demostró que también sabe interpretar de manera excepcional las obras más poéticas. Introdujo el segundo de ellos comentando su consternación porque estuviéramos viviendo en una época en la que la gente creía que podíamos luchar por la paz con armas y no con el amor y las palabras. Toda una declaración política que no es necesario explicar.
Los vítores y clamores con los que concluyó el recital dieron a entender que el público no quiere volver a esperar otros 39 años para reunirse de nuevo con el polaco.
Pedro J. Lapeña Rey
Foto: Bartek Barczyk