VIENA / Klaus Mäkelä regresa al Konzerthaus con la Filarmónica de Oslo como director y solista
Viena. Konzerthaus. 6 y 7-VI-2024. Orquesta Filarmónica de Oslo. Daniel Lozakovich, violín; Klaus Mäkelä, violonchelo. Director musical: Klaus Mäkelä. Brahms: Concierto doble para violín y violonchelo op. 102 y Sinfonía nº 1 en Do menor, op. 68. Weber: Obertura de Oberón. Sibelius: Tapiola, op. 112. Zemlinsky: La sirenita.
Parece que ha pasado una eternidad, pero no es así. Son sólo dos años, los que van desde el 21 de mayo de 2022 hasta la fecha, en los que Klaus Mäkelä ha pasado de ser una promesa solo en boca de entendidos, a un director global, que no solo ha debutado -o va a hacerlo próximamente- con las mejores orquestas del orbe sino que ha sido ya designado para dos podios tan emblemáticos como los de Ámsterdam y Chicago. Una clave fundamental en este camino –por el momento– de rosas ha sido Viena, y es que, salvo París y Oslo donde es titular, no creo que haya otra ciudad donde el joven director finlandés haya actuado más. Hasta estas dos, nueve veladas diferentes en las que se ha creado un vínculo especial, y en las que al éxito clamoroso del público, se sumado el de la crítica, ya que en todos ellos hemos transitado entre el notable alto, y la matrícula de honor, con mención especial a las dos primeras sinfonías de Sibelius y a la Patética de Chaikovski con la Filarmónica de Oslo, a la Sinfonía fantástica de Berlioz y a El pájaro de fuego de Stravinsky con la Orquesta de París, y a la reciente versión de la Tercera Sinfonía de Mahler con la Orquesta del Concertgebouw, una versión inolvidable para todos los que pudimos asistir. Empleando lenguaje taurino, Viena ha sido para Mäkelä como Madrid para los toreros, una confirmación de alternativa por todo lo alto. Si hay “toreros de Madrid”, Mäkelä ha sido adoptado sin duda como director de Viena.
Y es que sus virtudes son muchas. Entre lo que más me ha asombrado en todos estos conciertos ha sido su manera de abordarlos. Da igual si se acerca a una partitura por primera vez como si la tiene en repertorio desde hace tiempo: las obras están perfectamente preparadas, parece que las llevar tocando años y años, y además, tiene muy claro lo que quiere de la orquesta en cada momento. A veces parece que la partitura es simplemente una forma de desahogo, de pasar páginas –3 o 4 cada vez– ya que se pueden contar con los dedos de una mano las veces que la mira. Otra característica fundamental es la conexión que es capaz de crear con las orquestas. No pasan dos minutos sin que veas muestras de complicidad con los músicos, que habitualmente son devueltas por éstos. Podemos pensar que es algo normal cuando hablamos de “sus” orquestas, pero el hecho es que no es solo con ellas. Por ejemplo, en su debut con la Filarmónica Checa en el Festival de la Primavera de Praga del pasado año, lo veías una y otra vez. Hablando al terminar el concierto con un par de músicos de la orquesta, confesaban con admiración que se habían quedado anonadados con el trato, el respeto con que el que los trataba –lo que no suponía que no les dejara bien claro lo que quería de ellos–, y por encima de todo, con sus resultados: una versión excepcional de la Primera sinfonía de Gustav Mahler, una obra que han tocado en multitud de ocasiones y que está en su ADN desde tiempo inmemorial. Solo repetir los nombres que surgieron en la conversación –Karel Ancerl, Vaclav Neumann e incluso alguna mención a Rafael Kubelik– daba una idea de lo que sentían en esos momentos. Cuando los profesionales que tocan a sus órdenes también caen rendidos a sus pies es que algo hay.
En cualquier caso, y ante fenómenos de euforia colectiva, es bueno tener los pies en el suelo. Mäkelä borda el repertorio ruso/nórdico –Sibelius, Chaikovski o Stravinsky– y ha demostrado una conexión especial con la figura de Gustav Mahler, del que hasta ahora solo ha interpretado las tres primeras sinfonías –la cuarta la hará próximamente en París y en el Festival de Granada–. Pero el repertorio orquestal es enorme, y los dos conciertos que daba esta semana –décimo y undécimo en la ciudad– con la Filarmónica de Oslo podían ser una buena piedra de toque, ya que salíamos de su zona de confort. En el primero teníamos dos obras de Brahms, un compositor que no te lleva sino que al igual que Haydn o Beethoven, te puede sacar las costuras. Eres tú el que tienes que hablar a través de su música. El segundo por su parte, un programa precioso pero sin ninguna obra del repertorio habitual, de esas que llenan por sí solas el concierto. ¿Qué nos haría Mäkelä con Brahms? ¿Llenaría la sala con Weber, Sibelius y Zemlinsky? La verdad es que los dos conciertos no pudieron ser mas distintos. Por un lado hemos visto que Mäkelä tiene límites, al menos de momento, y por otro, que es un auténtico fuera de serie cuando se enfrenta a un repertorio en el que cree independientemente de lo que históricamente haya pensado el público.
La Sinfonía nº 1 en Do menor, op. 68 y el Concierto doble para violín y violonchelo en La menor, op. 102 son prácticamente el principio y el fin de la relación de Johannes Brahms con el género sinfónico, ya que aunque esta última es una obra concertante que el de Hamburgo compuso para reconciliarse con su amigo Joseph Joachim, en varias de sus partes hay pasajes puramente orquestales, que el compositor había preparado para una posible quinta sinfonía. El joven sueco Daniel Lozakovich, que fue noticia hace unos años al fichar por Deustche Grammophon con solo 15 años, se hizo cargo de la parte del violín, mientras que el propio Mäkelä, cuyo instrumento es el violonchelo, se hacía cargo de éste. La idea pareció más un capricho algo presuntuoso que otra cosa, porque si todos los días vemos los dislates que se pueden producir cuando algún solista dirige desde el piano o desde el violín, que al fin y al cabo están –o pueden estar– de cara a la orquesta, desde el violonchelo, completamente de espaldas, no parecía una situación ideal. Además, nada más entrar en la Gran Sala del Konzerthaus, vimos que 7 enormes cámaras lo habían tomado. El concierto se retransmitía en directo a través de una conocida web.
Hubo complicidad entre Lozakovich y Mäkelä. Los diálogos entre ambos fueron fluidos, muy musicales, complementándose muy bien entre ambos, sobre todo en el Allegro inicial y en el Andante, emotivo e intimista, muy bien fraseado y muy bien cantado por ambos. Sin embargo y como era de prever, no hubo dirección orquestal más allá de alguna mirada a la concertino de la orquesta Elise Båtnes, a la primera violonchelo Louisa Tuck o a Jan-Olav Martinsen, quien ofició de trompa principal. Y en una obra de la complejidad de ésta se notó y mucho, con desajustes evidentes, y un sonido poco cuidado, por más que una pluriempleada Elise Båtnes tratara de hacer milagros. En el Vivace conclusivo surgió un problema añadido. Si el sonido de Lozakovich era suficiente aunque no particularmente atractivo, el de Mäkelä pareció menguar entre tanto desafío técnico, por más que musicalmente se esforzara por ser tan musical y expresivo como lo es a la batuta. En el intermedio, espectadores situados en la parte superior de la sala, me confirmaron que prácticamente no le oyeron.
Mejoraron las cosas tras el descanso con Klaus Mäkelä dedicado ya exclusivamente a la batuta para la Primera sinfonía, pero no tanto como cabría esperar. Evidentemente hubo más control orquestal, un sonido más cuidado y una dirección más clara. El director finlandés demostró una vez más lo que es capaz de conseguir de una orquesta y lo claro que lo tiene cuando se sube al podio, aunque personalmente, creo que se quedaron muchas cosas en el tintero, y que su relación con la música de Brahms tiene bastante capacidad de mejora. Más que como una evolución lógica de la gran tradición que emana del Beethoven más trascendental, tanto en forma como en sonido, Mäkelä planteó la sinfonía como un tour de forcé llevado a un tempo rapidísimo, corriendo mucho y al menos desde mi punto de vista, sin tener claro hacia dónde. Con tanta prisa, en el movimiento inicial, las transiciones entre los desarrollos de los dos temas principales e incluso la recapitulación previa a la coda parecieron difuminarse más que engrandecerse. Fueron algo más tranquilas las melodías del Andante posterior, así como las bellas frases de oboe y clarinete, o el precioso dúo final entre el concertino y la trompa, aunque las hubiéramos sentido mas emotivas y conmovedoras de haber sonado más naturales. El Allegretto fue el punto álgido. Bajó algo el pistón, y tanto las maderas como las cuerdas nos dieron algo de la belleza que habíamos perdido anteriormente. Pero en el movimiento final volvimos a las andadas. De nuevo prisas por todas partes de las que solo se salvó la segunda parte de la introducción, donde hizo un precioso ritardando en el tema de la trompa doblado por la flauta que sonó noble y grandioso, con un empaque enorme del que careció el resto.
En cualquier caso, el éxito de público fue enorme pero me quedó la sensación mencionada anteriormente. Si estamos hablando del director más interesante del momento, y del que muchos consideran –consideramos– que es el director del futuro, debemos exigirle como tal. Afortunadamente, pienso que hay margen de mejora ya que no fue una cuestión de principios. No es que buscara extremar dinámicas porque sí, eliminar algo tan esencial en Brahms como el rubato o crear conflictos donde no los hay como hace alguno de sus colegas. Fue más una cuestión de tempi algo erráticos y de reducir la adrenalina. Probablemente, algo que se cure con la edad.
Afortunadamente, el día siguiente, ya sin retransmisión en directo y dedicado exclusivamente a su oficio principal, Klaus Mäkelä nos recordó que sigue siendo un director formidable. La Obertura de Oberon de Carl Maria von Weber fue un estupendo aperitivo. Hubo misterio, colorido, sutilezas, y también virtuosismo brillante en esta obertura de un drama con hadas, damas y caballeros. Los siete temas de la ópera surgieron uno tras otro, siempre con la admirable trompeta de Brynjar Kolbergsrud como hilo conductor con una frescura y una naturalidad imponente. En la parte final, plena de empuje y pujanza, estuvo a punto de ponernos a todos a bailar. Parecidas características nos encontramos con Tapiola, último de los poemas sinfónicos de Jean Sibelius, fraseado con una delicadeza y una claridad cristalina, donde vivimos los enigmas y misterios que surgen alrededor de Tapio, el dios del bosque y líder de sus espíritus, y donde Mäkelä extrajo de su orquesta una tímbrica deslumbrante.
Si hasta aquí, Mäkelä ya “había purgado sus pecados” de la jornada anterior, lo que hizo con La sirenita, la imponente fantasía para gran orquesta de Alexander von Zemlinsky, fue de otro nivel. La obra, compuesta días antes de la boda de Alma Schindler, su novia durante casi dos años, con Gustav Mahler, fue una suerte de auto psicoanálisis del músico que no solo se iba adentrando en la nueva música que su cuñado Arnold Schonberg terminaría de desarrollar, sino en un mundo nuevo y desconocido a nivel privado.
Mäkelä se sumergió y nos sumergió en el lenguaje post romántico de la obra, en su magma sinfónico donde se autorretrata como esa sirenita de Hans Christian Andersen, hija menor del Rey del Mar, que escapa del mundo submarino para conquistar el amor de su príncipe –en su caso su princesa Alma Mahler– y que a pesar de sus grandes sacrificios físicos, no consigue que este se case con ella, muriendo de amor pero haciéndose inmortal. Con tempi relajados, dejando que la música fluyera por si sola, y fraseando de manera cálida y brillante, Mäkelä construyó un enorme arco, con sus diversos motivos musicales expresando ideas, sentimientos y estados de ánimo, transportándonos por toda la obra, y en la que el epílogo al final del tercer movimiento nos reencontró con el prólogo. Especialmente intenso fue todo el segundo movimiento, donde Mäkelä nos describió con claridad de orfebre, pero con la intensidad de un enamorado, como crece el amor de la sirenita por el príncipe, el anhelo por acercarse a él, y la sinrazón posterior, cuando una vez juntos, no sabe qué hacer. Grande también el tercero y último, donde nos envolvió en toda la melancolía y la desazón con la que la sirenita se da cuenta de que el príncipe no será nunca suyo, y ese imponente final donde alcanzará la inmortalidad que anhela. En fin, todo un viaje lleno de sensaciones estimulantes, con una orquesta dándolo todo y con la emoción a flor de piel. En una obra desconocida para la mayor parte del público, Mäkelä puso al público en pie y tuvo que salir cinco veces a saludar. El idilio de la ciudad con el director se mantiene muy vivo. La próxima temporada regresará con la Orquesta de París y la del Concertgebouw, además de debutar con la Filarmónica de Viena.
Pedro J. Lapeña Rey
(fotos: Antonia Wechner / Wiener Konzerthaus)