VIENA / Gautier Capuçon, Andris Nelsons y la Filarmónica de Viena deslumbran con Sibelius y Shostakovich
Viena. Konzerthaus. 3-VI-2024. Orquesta Filarmónica de Viena. Gautier Capuçon, violonchelo. Director musical: Andris Nelsons. Concierto para violonchelo y orquesta nº 1, op. 107 de Dmitri Shostakovich. Sinfonía nº 2 en Re mayor de Jean Sibelius.
La temporada de abono de la Orquesta Filarmónica de Viena consta de diez programas, y aunque la sede oficial es el famoso Musikverein, cada temporada cruza la Lothingerstrasse en varias ocasiones para ofrecer sus programas en el vecino Konzerthaus. Siete veces lo habían hecho hasta ahora en esta temporada, bajo las batutas de Jakub Hrůša, Ádám Fischer, Christian Thielemann, Philippe Jordan, Franz Welser-Möst y Zubin Mehta, y ahora, la octava y última con Andris Nelsons. El letón y la Filarmónica unieron sus caminos en el otoño de 2010, y desde el primer momento se convirtió en uno de sus directores favoritos, regresando desde entonces casi todas las temporadas y asumiendo varias de sus giras.
En el programa teníamos el primero de los conciertos para violonchelo de Dmitri Shostakovich junto a la Segunda sinfonía de Jean Sibelius. El solista del concierto era el francés Gautier Capuçon, uno de los grandes violonchelistas del momento, heredero de la gran escuela francesa de los Fournier y Tortellier. Shostakovich escribió dos conciertos para piano, para violín y para violonchelo, pero mientras que para el violín o para el piano tardó más de veinteaños entre el primero y el segundo, entre los dos para violonchelo solo hubo siete años de diferencia. Sin duda la figura de Mstislav Rostropovich, amigo del compositor y dedicatario de ambos, tuvo mucho que ver. A sus 42 años, Gautier Capuçon ya no es aquel jovencito que en los albores del cambio de siglo nos atrapaba con su soltura, su desparpajo y su gran dominio técnico del instrumento. Con los años ha ganado en pasión, intensidad y profundidad, manteniendo siempre una pose elegante y sin perder un ápice de su amplio sonido. Buena muestra de ello fue un ‘Allegretto’ inicial vehemente y brillante donde sorteó sin apenas despeinarse los complejos cambios de ritmo. Su canto seductor, muy bello, fue la clave del ‘Moderato’ posterior, en el que estuvo perfectamente arropado por las cuerdas y la trompa. Excelente la ‘Cadenza’, de nuevo muy bien cantada, muy emotiva y con las tensiones bien graduadas. El ‘Allegro’ conclusivo, un auténtico himalaya, con sus continuas alusiones al motivo DSCH –el nombre del compositor en grafía musical alemana– que ya había surgido en el Allegro inicial, nos llevó casi al delirio, con orquesta y solista tocando de poder a poder. La entusiasta respuesta del público fue respondida por Capuçon con más Shostakovich, una obra muy poco habitual: el preludio de las Cinco piezas para dos violines y piano que el compositor turco Levon Atovmyan recopiló y arregló con la autorización del compositor. Aquí, rizando el rizo, Gautier Capuçon nos dio un nuevo arreglo, esta vez propio, en el que estuvo acompañado por los ocho violonchelistas de la orquesta, que se sumaron de buen grado a la empresa.
El acompañamiento de Andris Nelsons y la orquesta fue sin duda excelente. Apretó al Sr. Capuçon en los movimientos extremos, obligándole a dar lo mejor de sí mismo, y se ensambló con él en el movimiento central creando momentos muy emotivos. En fin, una noche destacada del director letón, artista controvertido, que en las últimas cuatro o cinco temporadas no ha estado –al menos para un servidor, que le ha visto en bastantes ocasiones– al nivel con el que nos asombró en sus comienzos, que le llevaron a la titularidad de dos orquestas tan importantes como la de la Gewandhaus de Leipzig y la Sinfónica de Boston, y que incluso le llevaron a estar a punto de ser elegido director de la Filarmónica de Berlín. Varias veladas decepcionantes con obras de Bruckner, Mahler o Strauss me hacían no tenerlas todas conmigo, pero desde las primeras notas del precioso tema con el que arranca el Allegretto de la Segunda de Jean Sibelius, nos dimos cuenta de que estábamos ante una gran versión. Nelsons planteó un tempo vivo, seguido de manera ejemplar por la orquesta, donde la música fluía de forma natural, con un sonido precioso y de gran transparencia. Los dos movimientos centrales tuvieron emoción y melancolía, siempre con un trazo muy fino y una claridad deslumbrante, con las distintas transiciones muy fluidas, rematadas con sencillez, para llegar a un ‘Finale’ donde exprimió al máximo las enormes capacidades de la orquesta. El cóctel fue perfecto: crescendi muy bien graduados, fraseo intenso y emotivo, con hondura, todo ello con un sonido cuidado pero siempre brillante. La orquesta, por su parte, estuvo excepcional. Cuando la ves en giras puedes encontrarte con una mala tarde, pero cuando la ves en su casa de manera habitual, no deja de sorprenderte el espectacular nivel que alcanzan un día tras otro. En fin, una versión de altos vuelos a la que podríamos poner algún reparo –por ejemplo, la entrada de la coda hubiera quedado más clara y hubiera tenido más empaque de haber ralentizado algo más el tempo– y que no nos hace olvidar otras anteriores –sin ir más lejos la que Esa-Pekka Salonen dirigió a esta misma orquesta hace un par de años en el Festival de Grafenegg–, pero que en líneas generales, nos devolvió al mejor Nelsons de los últimos años.
Pedro J. Lapeña Rey
[Fotos: Wiener Philharmoniker / Niklas Schnaubelt]