VENECIA / Teatro musical, teatro instrumental

Venecia. 66 Biennale Musica. 14/17-IX-2022.
En una Biennale como la de este año, en la que el tema principal es la escena o, por así decir, el lugar como escenario o hasta, si se quiere, el propio escenario como metalugar, la concesión del León de Oro al compositor Giorgio Battistelli (Albano Laziale, 1953) resulta perfectamente lógica. Su dedicación a la ópera —en esa suma de teatro musical y de teatro instrumental que caracteriza las suyas—, enfatizada este año con los recientes estrenos de Julio César en Roma y Le Baruffe en La Fenice, es una de las más intensas entre los creadores de su generación y la permanencia en el tiempo del conjunto de su catálogo —“esa constelación en la que todo se relaciona, triunfe o no”, como él mismo afirma— parece corroborar esa preferencia suya por ser moderno antes que contemporáneo, tal y como explicaba a la musicóloga Helga de la Motte en el diálogo que siguió a la entrega del premio en Ca’ Giustinian y en la que el compositor reivindicó eso tan de su generación, y tan italiano en cierto momento del compromiso con una sociedad cuyas condiciones de vida siguen siendo difíciles: “Crear un horizonte posible. Nunca el arte por el arte”, dijo, mientras parecía creer en algo tan difícil como que la música no puede continuar del mismo modo después de lo vivido en los últimos años, de la pandemia a la guerra. Sobre el papel de la pandemia como regeneradora moral parece que hay poco que discutir a la vista del escaso cambio percibido. Sobre la guerra, víctimas y solidarios parecen abanderar un discurso más voluntarista que exactamente artístico. Ha sido en la Biennale de Arte donde en estos días se han visto las actitudes más —y más útilmente— beligerantes: así los pabellones del Reino Unido —en el que la música popular protagonizada por artistas negros es la protagonista— y Estados Unidos, con un discurso en el que las raíces primigenias de los artistas negros parecen poder más que esa tradición americana de la que evidencian separarse.
Volvamos a Battistelli. El ejemplo del valor de su obra lo habíamos tenido la tarde anterior en La Fenice con su Jules Verne, “imaginación en forma de espectáculo” en la que tres personajes del novelista francés —Nemo, Fergusson y Lidenbrock, agua, tierra, aire— reflexionan sobre su condición de tales —y más allá— a través de un texto repleto de señales y de referencias. Un texto —el libreto, del propio Battistelli— sobre el que se superpone o al que subraya esa otra escritura, ese otro texto no superpuesto sino igualmente dotado de contenido que es la propia música —las indicaciones teatrales en la partitura están ahí por algo: “teatro del sonido” dirá el propio autor. Y no hay uno solo de esos sonidos que no signifique. Por eso hablamos de teatro instrumental, porque cada sonido habla y explica, es acción y reflexión en sí mismo y hasta va más allá, al reafirmarse en ocasiones también como tradición. Así en ese momento preciso, en ese golpe de genio que es la luminosa cita de un Debussy imaginario pero real cuando Nemo se sumerge completamente en el agua que le sirve de base.
Estrenada en 1987, la obra recibía su première en italiano mientras demostraba que el tiempo no ha pasado por ella y que puede codearse perfectamente con la otra gran pieza de Battistelli en ese ámbito, Experimentum Mundi. Poner en pie esta creación magistral, tan honda y divertida al mismo tiempo, requiere de tres intérpretes simplemente excepcionales. Y los miembros de Ars Ludi —Antonio Caggiano, Rodolfo Rossi y Gianlucca Rugieri—, León de Plata de este año, lo son: extraordinarios percusionistas, magníficos actores, narradores inteligentemente entregados a su propio papel. Con una eficaz puesta en escena de Angelo Linzalata se cumplía plenamente el deseo del autor: combinar con sabiduría ligereza y complejidad.
Como “teatro musical experimental” —hay que imaginar lo que ese calificativo último supone dentro o fuera de la Biennale— se presentaba en el Arsenale el espectáculo Reaching Out con músicas de Ondrej Adámek y Rino Murakami en las que canto, percusión y danza se funden, merced a la dirección de Eric Oberdorff, en tres partes entrelazadas por más que distintas en sus propuestas temáticas. La más interesante resultó la segunda de las presentadas por Adámek —Schlafen gut. Warm —, superior, a mi entender, a la que, de él mismo, abría programa —Knock Earth Stone Dust. Se trata de un muy interesante ejercicio de gesto a la vez sonoro y físico en el que juega papel fundamental el texto, procedente de cartas y postales enviadas por su abuelo fugado del campo de Theriesenstadt y su bisabuela, asesinada en Auschwitz. Los dos percusionistas intercambian sus papeles con el grupo vocal, quien hace de la prosodia y su variación toda una verdadera línea instrumental —un efecto que se producirá en todos los conciertos a los que ha asistido este comentarista y que constituye una de las esencias de la Biennale este año. El final, con los intérpretes despojándose de sus vestidos hasta quedar en ropa interior frente a la imaginable cámara de gas lleva al culmen un discurso de creciente intensidad dramática. Otra cara, pues, de la producción de Adámek, de enorme interés, complementaria de piezas suyas como el Concierto para violín, Where are you? o, en la banda más cercana a la escuchada aquí, Ça tourne ça bloque. Por su parte, Murakami hace en Salmon Crossing, sobre un poema para niños de Keiko Oguro, un ejercicio más danzante que musical en el que ambas vertientes comparten la obligación rítmica. Formidable interpretación del conjunto vocal N.E.S.E.V.E.N (siglas que corresponden a Never Ending Searching for Exact Vocal Expresion and Nuances), que hizo honor a su bien descriptivo nombre, y Compagnie Humaine, con la colaboración de los percusionistas Jeanne Larrouturou y Miguel Ángel García-Martín.
Bajo el mismo rótulo pero con presupuestos bien distintos, llegaba en idéntico escenario el estreno mundial, producido por la Biennale y patrocinado por la Fundación Siemens, de The Return (A.K.A. Run Time Error @ Venice Feat. Monteverdi), del danés asentado en Berlín Simon Steen-Andersen (1976). Se trata de una muy divertida y estupendamente articulada suma de teatro, reportaje documental, performance, ensayo conceptual músico-cinematográfico y lo que el espectador quiera añadir acerca de determinados aspectos de Il retorno d’Ulisse in patria de Monteverdi, desde lo que pudo ocurrir con la escena en el infierno nunca escrita hasta el lugar donde se encuentra en Venecia el teatro Santi Giovanni e Paolo en el que se representó por vez primera en 1640. Se trata, al mismo tiempo, de una reflexión sobre el camino recorrido entre el lugar en el que estamos —el Arsenale, principal protagonista de la parte cinematográfica— y el no lugar, que va desde el fingido infierno hasta el espacio vacío donde se supone estuvo el San Giovanni e Paolo. Steen-Andersen utiliza recursos de enorme sagacidad como el recorrido de las bolas que van poniendo en marcha articulaciones aparentemente imposibles hasta las persecuciones que recuerdan a las de The Keystone Cops, pasando por un impagable showman de casino de estupenda voz barroca. Magnífica compañía la que puso en pie semejante idea, ella misma un guiño a veces travieso a lo que podría esperarse dentro de una programación como esta, es decir, acorde a su concepto, pero menos a lo que se supone ha de ser su forma estrictamente musical. Las cosas cambian y cada vez tiene menos sentido empeñarse en compartimentar las propuestas. Todo forma parte de ese continuo que llamamos arte o que llamamos música más allá de lo que hemos llamado experimentación o vanguardia. Steen-Andersen fue el deus exmachina del espectáculo con la colaboración entregada de un estupendo grupo de cantantes e instrumentistas: Giulia Bolcato, Anicio Zorzi Giustiniani, Davide Giangregorio entre los primeros y el Venethos Ensemble entre los segundos.
Volvíamos al teatro instrumental con el último concierto al que SCHERZO ha acudido en esta edición. En el precioso escenario acristalado del auditorio de la Fondazione Giorgio Cini, con las luces del Lido y el sonido de los vaporetti como fondo, entrábamos a la caída de la tarde en un homenaje a Georges Aperghis enmarcado por dos pequeñas nonaditas de François Sarhan y Carola Bauckholt, las dos de 2010 y de las que hoy no pareciera quedar sino la sensación de que queriendo ser nuevas ya eran viejas cuando nacieron. De Sarhan Viceversa, una breve confrontación en la que palabras y gestos —mayormente bofetadas— ofrecen su versión del sonido como acción de una forma que aún hace reír a algunos. La de Bauckholt —Hirn & EI— consiste en el subir y bajar las cremalleras y frotar con lo que parece una tarjeta de crédito unos finos impermeables rojos de goretex que lucían sus cuatro intérpretes. Más fácil de hacer en casa que la obra anterior —las bofetadas se sabe cuándo empiezan pero no cuándo terminan—, ni una ni otra pieza dan para más.
El contraste con las cuatro composiciones de Aperghis fue clamoroso, pues en el greco-francés hay estilo, empeño, sabiduría y estado de gracia. El mismo que parecieron lucir sus jóvenes intérpretes, estudiantes en la Biennale College Musica de este año. Federico Tramontana es un percusionista extraordinario que supo resolver con absoluta pericia la difícil papeleta instrumental pero también vocal y actoral —pareciera en la senda de Ars Ludi— que se le planteaba en Graffitis (1981) con su ambigüedad prosódica —un elemento capital en este Aperghis— entre la distorsión de las sílabas y la segunda parte del Fausto de Goethe. Extraordinaria la soprano Esther-Elisabeth Rispens en Six Tourbillons (1989) para voz sola, una propuesta extrema que ha de unir la actuación —esa misma voz se contextualiza a sí misma a diferencia de lo que sucederá en Fidélité (1982)— a la solvencia técnica. Esta Fidélité, para voz y arpa sola, tercera parte de Tryptique, es el monólogo de una mujer que es cuidadosamente conducida hasta el instrumento —y retirada de él a la conclusión—por un hombre que se supone su marido y que asiste en silencio a lo que escucha. Y lo que escucha es, como antes en Six Tourbillons pero con una pretensión teatral diferente, una catarata de sonidos vocales, de sílabas, de células prosódicas repetidas, ahora, desde un ánimo casi permanentemente crispado, alucinado podríamos decir —y por eso la suave entrada y salida de la protagonista sorprenden tanto— en distintas intensidades. A ello le da una sustancia muy especial el arpa, que es el contrapunto de la voz, no su sustento ni lo que la subraya, sino una suerte de contrario a ese presunto interlocutor silente que también está en el escenario. Sin dejar de recordar por su intención dramática a La voix humaine de Poulenc, Fidélité nos aparece como una obra maestra del autor, de una sutileza admirable en ese tratamiento del instrumento, feroz en ocasiones, en otras de enorme delicadeza, con algo de dulcemente primitivo y un muy claro componente oriental, cercano a la música japonesa. Es difícil pensar en que pueda superarse la versión de Dafne Paris, una muestra más entre los intérpretes de estos días de cómo música y acción pueden compaginarse con idéntico talento. Finalmente, Siete crímenes del amor (1979), en la que a los solistas citados se unió la clarinetista Kathryn Vetter, es decididamente una performance, con su elemento casi gimnástico a veces, con un sentido del humor que lleva al público en ocasiones a lo embarazoso —el percusionista tocando en las suelas de los zapatos de tacón de aguja de la soprano—, su puntito de crueldad —los dos clarinetes que parecen rebanarle el cuello al percusionista— y un recurso retórico que ya había aparecido en Graffitis: la imposibilidad de consumar el hecho musical, las manos que quieren llegar a los instrumentos y no pueden. Magnífica experiencia la de ver y escuchar estas cuatro obras una detrás de otra.
En el capítulo de las instalaciones, Diaphanous Sound, de Paul Hauptmeier es un elegante, equilibrado y suficientemente inquietante ejercicio que relaciona el deambular por una de las Salas de Armas del Arsenale con los sonidos que el paseante escucha a través de los auriculares. A lo previsible del recorrido, trazado por cortinas que no se ven y líneas blancas que en el suelo delimitan cada espacio sonoro, con supuestos remansos en los que un cono de luz envuelve al sujeto, se une con naturalidad no exenta de intención la sorpresa y el conflicto entre lo previsto y lo efectivamente escuchado.
Luis Suñén