VALLADOLID / OSCyL, locura virtuosa
Valladolid. Auditorio Miguel Delibes. 15-VI-2023. Orquesta Sinfónica de Castilla y León. Violín: Javier Comesaña. Director: Vasily Petrenko. Obras de Wagner, Mendelssohn y Bartók.
Las visitas de Vasily Petrenko a la OSCyL, formación que con la que mantiene el estatus de director asociado, vienen acompañadas del hálito de las ocasiones excepcionales para las que el público del Auditorio Miguel Delibes espera siempre cimas emocionales del más alto rango. La obertura de El holandés errante abrió el concierto, enérgica, con un sonido orquestal pleno y rotundo, como para hacer exclamar: “¡Esas son las ganas con las que se presenta uno ante su público!” No obstante, todo es mejorable. En este caso no desde la OSCyL, desatada como nunca, sino desde la batuta. Las tempestuosas figuraciones rápidas de violines, espléndidas a la vista en toda la sección, quedaron casi inaudibles bajo el volumen de los vientos y, con ello, lástima, se perdió buena parte del efecto buscado por el compositor. Podría decirse que la tempestad representada se basaba más en el estruendo del mar agitado que en el movimiento violento de su interior. Del mismo modo, quedaron desperdiciadas las últimas notas del arpa por falta de presencia. Petrenko debió otorgarles la relevancia que merecen para dejar bien culminado el sentido narrativo de la obertura.
Había muchas ganas entre los abonados de volver a escuchar el Concierto para violín de Mendelssohn desde las últimas interpretaciones (Hadelich en 2017 y H. Hahn en 2013). Javier Comesaña, en su debut con la formación, se exhibió como un violinista limpio como pocos, de afinación exacta y virtuosismo portentoso, con un Guadagnini al que no parece salirle ni medio ruido blanco que no sea musical. Sin embargo, quizá por falta de experiencia, desde su primera frase se evidenció un sonido para sala de cámara insuficiente a la hora de repartirse por la voluminosa sala sinfónica “López Cobos” del auditorio. Y cuando el sonido del solista es escaso a partir de la fila 10, no es posible la emoción del oyente, al que se obliga a realizar un esfuerzo extra para destacarlo por encima de la orquesta.
Vayamos, entonces, con el punto fuerte, que no es otro que la orquesta en sí misma. Ignoro hasta qué punto Petrenko quiso diluir su propia presencia en detrimento del virtuosismo orquestal que exige el Concierto para orquesta de Bartók o, expresado en otras palabras, no ser él mismo el solista que maneja la obra, sino intervenir lo mínimo posible. El caso es que vimos a cada una de las secciones participar de una orgía sonora compartida de todos con todos, en la exposición de los temas y en la forma de llegar a ellos y encadenar unos con otros; en diálogos inverosímiles llenos de chispa, gracia, picardía y contrastes; en el efecto grotesco del intermezzo interrotto (bravo, Petrenko); en el sustrato extático e inquietante de la elegía (justo ahora suena un móvil); en el hincapié con que se busca la continuidad de las líneas melódicas fabricadas entre todos; y en la espectacular exhibición virtuosística de un finale, en el que se sustituyó el elemento “campesino rumano” por una grandiosidad imperial rusa desbordante de colorido. Pero, por encima de todo, de forma muy destacada, una sección de cuerda bravísima, de virtuosismo desatado en todos los atriles, siempre ágil y precisa en su movimiento en masa. Debieron todos los profesores acabar el concierto agotados.
Enrique García Revilla