Valery Gergiev y el Sistema Stanislavski

El vídeo es largo, pero tiene diversos motivos de interés. Valery Gergiev ensaya la Suite escita de Prokofiev con la Filarmónica de Rotterdam en el año 1998. Es un placer ver al Gergiev de los primeros años, cuando aún no habían hecho mella en él la hiperactividad y la vena mercantil. La figura de Gergiev despuntó a finales de los ochenta tras la caída del Telón de Acero. Era un talento natural, un músico joven y entusiasta, cuyas versiones irradiaban intensidad y fuerza. Escucharle era como dar un salto atrás: volver al espíritu ruso sin la grisura soviética, regresar a la época de los zares sin renunciar a los hallazgos de la modernidad.
Al frente de su Teatro Kirov (luego Mariinski), Gergiev emprendió en la década de los noventa una sistemática exploración del repertorio ruso para el sello Philips. No sólo las obras más trilladas, sino aquella vasta región de títulos que, por las dificultades del idioma y el aislamiento cultural de la era soviética, habían quedado relegados al ámbito nacional. El público occidental tuvo así la oportunidad de escuchar (y a menudo descubrir), en grabaciones e interpretaciones irreprochables, las óperas de Rimski-Korsakov (Kaschéi, el inmortal; La leyenda de la ciudad invisible de Kitezh; La novia del zar; Sadkó; La dama de Pskov), Chaikovski (Mazeppa, Yolanta) o Prokofiev (El jugador, Semyon Kotko, Bodas en el monasterio; El amor de las tres naranjas, El ángel de fuego).
Los ensayos de la Suite escita transmiten una metodología y una personalidad muy distintas a las de los directores occidentales. Las indicaciones técnicas son reducidas; Gergiev trabaja más como un director de teatro que de orquesta. Cada instrumento o familia es un personaje con su propio rol dentro de la historia. Los trombones (0’42”) son “el jefe que habla”: tienen que tocar forte, expresarse con palabras primitivas. Las maderas (3’10”) “llevan las banderas del ejército”, por eso han de comunicar alegría, pues “este ejército no será vencido. Va camino de la victoria”. El sonido de la tuba debe ser “fascinante y extraordinario como la cara de la Esfinge” (31’30”). Gergiev es puro espectáculo. Hay momentos irresistibles (de 11’03” a 11’31”, o de 12’27” a 13’10”) donde acompaña sus indicaciones con expresiones corporales y faciales propias de un consumado actor. El suyo parece el sistema Stanislavski llevado a la música. La partitura se vuelve un drama, un cuento o una novela en sonidos, y el intérprete tiene que establecer con su contenido emocional un vínculo absoluto, una empatía total. “Si sabéis luchar, si sois fuertes y tenéis una gran espada, entonces podéis tocar la Suite escita”, les dice Gergiev a unos músicos entre desconcertados y fascinados.
También hay otro detalle importante en el vídeo. En cierto momento del ensayo, Gergiev afirma: “Tenemos que decidir lo que debe ser claro y lo que no, si una voz tiene que dominar, o aparecer y luego desaparecer.” Esta consigna puede aplicarse a todas sus interpretaciones. Gergiev no pertenece a aquella categoría de directores que aspiran a iluminar todos los detalles de la partitura. Su objetivo es precisamente el contrario: realzar determinados aspectos y sacrificar otros, establecer una jerarquía, imponer una mirada subjetiva y parcial. Solamente así, convulsionando la pieza desde dentro, desequilibrándola, tensándola, es posible llevarla a un pico de intensidad máxima. La interpretación musical es un combate cuerpo a cuerpo, en donde la fuerza prevalece sobre la precisión, el desbordamiento sobre la objetividad. La brocha gorda de Gergiev, más que un defecto, es una filosofía.
Stefano Russomanno