VALENCIA / Sencillamente Plácido
Valencia. Pala de les Arts. 2.XII.2019. Verdi, Nabucco. Plácido Domingo, Anna Pirozzi, Alisa Kolosova, Riccardo Zanellato, Arturo Chacón-Cruz, Dongho Kim. Sofía Esparza. Coro de la Generalitat Valenciana. Orquesta de la Comunidad Valenciana. Dirección musical: Jordi Bernàcer. Director de escena y escenógrafo: Thaddeus Strassberger.
Expectación máxima en Valencia por Plácido Domingo, probablemente más por verle en su debut en España después de tanta polvareda mediática que por escucharle cantar el Nabucco de Verdi. Como era de esperar, el público abarrotó el lunes la sala principal del Palau de les Arts para reencontrarse con su admirado ídolo, reconvertido en esta ocasión en el viejo rey asirio Nabuccodonosor. Y Domingo, más allá de los méritos y deméritos de su interpretación, de lo que hizo y dejó de hacer en una función a todas luces fallida, triunfó en tan discreta noche de ópera, fundamentalmente por culpa del trasnochado montaje escénico del estadounidense Thaddeus Strassberger, autor, además, de la disparatada escenografía.
La voz del antes tenor, luego barítono y ahora sencillamente Plácido, aún conserva vestigios de ese característico color, de esa belleza y ese regusto por el fraseo que lo han convertido en cantante único en la historia de la ópera, incluso reconociendo la evidencia de la transfiguración de su registro y que el paso de los años ha mermado tantas cosas. Aún así, a pesar del declive evidente e inevitable, asombra y admira que a punto de cumplir los 79 años (el próximo 21 de enero) el casi octogenario Domingo pueda cantar, actuar y expresar como lo hizo el lunes en la escena valenciana.
No es que Plácido, obviamente, sea el cantante de antaño: los años no perdonan ni siquiera a un fuera de serie como es él, que ha sido capaz de sobreponerse a casi todo. A tenor de lo visto y escuchado en esta reaparición ante el público español tras lo mucho que le ha ocurrido en los últimos meses, nada parece haber afectado al artista incombustible que, más allá de todo, mantiene aún el tipo y es capaz de defender con cierta dignidad un rol tan exigente como el protagonista de Nabucco, la temprana ópera que estrena Verdi en 1842 en la Scala de Milán, aún cerca de la herencia belcantista. Su actuación fue de menos a más, hasta recalar en el dueto con Abigaille del tercer acto, anuncio de la gran escena del cuarto y último, que supuso el mejor momento musical de tan singular noche verdiana.
La soprano napolitana Anna Pirozzi volvió a ser la sobresaliente Abigaille que ya encarnó en el mismo escenario hace cuatro años, en mayo de 2015. Deslumbra la proyección y solidez de sus agudos, la afinación y la agilidad en los terribles intervalos que reclama la exigente partitura. También fascina la intensa expresividad que otorga al en todos los sentidos endiablado personaje. La Pirozzi es artista de raza, capaz de salir triunfante de un rol que parece más ideado contra la cantante que para la cantante, y que en este caso adoleció de evidente cortedad en un registro grave en ocasiones incluso inaudible, algo que es más responsabilidad de la escritura tan particular de este Verdi temprano que de la categoría vocal de una soprano que acaso sea la mejor Abigaille posible de la actualidad. ¡Milagros como Ángeles Gulín, poderosa arriba, abajo y en medio, solo se dan de siglo en siglo! El teatro se vino abajo, y con justicia, cuando Anna Pirozzi salió a saludar al final de la función, acompañada por un Superplácido que parecía –en los saludos- tan pletórico como ella.
Triunfaron también y en toda regla el Cor de la Generalitat, la Orquesta de la Comunitat Valenciana y el maestro alcoyano Jordi Bernàcer, quien firmó una de sus mejores y más vibrantes noches operísticas. Orquesta y coro sonaron tan maravillosamente como de costumbre, animados y concertados por un temperamental Bernàcer cargado de pulso, vitalidad y –como siempre- rigor y conocimiento. Hubo momentos en que tanto ímpetu provocó una excesiva presencia del foso, que, en su generosa brillantez, casi descompensó el equilibrio con la mediocre escena. Desde los primeros compases de la dramática obertura, se sintió el intenso sentido sinfónico que iba a adquirir una representación en la que el Cor de la Generalitat se lució en su importante protagonismo, particularmente en el más que célebre coro Va, pensiero, repetido al final de la función, en un disparate escénico impropio de un teatro europeo y con la intención evidente de hacer cantar al público en plan de los palmeros del vienés Concierto de Año Nuevo. ¡Daba vergüenza ajena este impropio Happy End!
Del resto del reparto, hay que destacar la muy bien trazada Fenena de la competente y prometedora mezzosoprano moscovita Alisa Kolosova, poseedora de una caudalosa voz capaz de dar réplica a la poderosa hermana Abigaille de la Pirozzi. Una y otra brillaron en el terceto del primer acto junto al impecable Ismaele del tenor mexicano Arturo Chacón-Cruz, que volvió a hacer gala de sus radiantes y aparentemente fáciles agudos. El veterano bajo Riccardo Zanellato pareció indispuesto en un Zaccaria para el olvido del que mejor es no escribir nada. Cumplió y bien la soprano pamplonesa Sofia Esparza en el pequeño rol de Anna.
[Fotografía Miguel Lorenzo/Mikel Ponce]
El decepcionante trabajo escénico de Thaddeus Strassberger (Oklahoma, 1976) marca uno de los puntos más bajos de la historia del Palau de les Arts. El director de escena estadounidense se monta una película que argumenta en una rebuscada nota contenida en el programa de mano. En ella trata de establecer “tras una exhaustiva investigación” un supuesto vínculo narrativo entre el conflicto de los hebreos con los asirios y el movimiento “Risorgimento” contemporáneo a Verdi. Y crea así una acción cogida con alfileres de “teatro dentro del teatro”, ambientada con unos ingenuos telones pintados de andar por casa –podría haberse acercado al Liceu de Barcelona para aprender de los recuperados decorados hiperrealistas que diseñó Josep Mestres Cabanes para Aida– y un vestuario típico, tópico, cutre, paródico y etc., más propio de una pueblerina Cabalgata de Reyes Magos o de la vieja fiesta de disfraces del primer ministro canadiense Justin Trudeau que de un teatro de ópera.
La sorpresa final es aún más irritante: cuando ya concluida la ópera y los saludos, se retoma la música para -en plan Godspell– fraternizar hebreos y asirios, moros y cristianos, platea y escena, Mesopotamia, la Scala y hasta el ballet Isabella di Salerno, churras y merinas con el Va, pensiero. Es la culminación –“¡Qué bonito!”, whatsappeó una amiga al crítico encantada con este sonrojante happening de clausura- naïf de algo que, quizá, pueda funcionar en Estados Unidos, pero aquí, en la Vieja Europa, donde todavía se respeta la presunción de inocencia y otros muchos valores madurados en siglos y siglos de una cultura acumulada que arranca ya desde la Mesopotamia que hoy es el devastado Irak –Trío de las Azores-, estas historietas de Tío Sam no debieran tener cabida. Es fácil imaginar que Plácido Domingo, madrileño y mexicano con casa también en Nueva York, hoy prácticamente proscrito en USA, entienda perfectamente, después de vivir lo que está viviendo, los valores de la añeja Europa, que son, precisamente, los mismos que tanto defendió Verdi. En Nabucco y fuera de Nabucco.
Justo Romero