VALENCIA / Lamparilla conquista el Palau

Valencia. Palau de les Arts. 16-IV-2021. Borja Quiza, Sandra Ferrández, Javier Tomé, María Miró, David Sánchez. Orquesta de la Comunidad Valenciana. Director musical: Miguel Ángel Gómez Martínez. Director de escena: Alfredo Sanzol. Barbieri, El barberillo de Lavapiés.
Recaló Lamparilla, el listo barberillo de Lavapiés, en el Palau de les Arts. Acompañado de su amada Paloma y de los proletarios y aristócratas que pululaban por el Madrid de Carlos III donde se enmarca la acción. Ha llegado de la mano de la oscura producción ideada por Alfredo Sanzol para el Teatro de la Zarzuela en 2019, y con un calibrado reparto vocal en el que brilló con intensa luz propia el barítono coruñés Borja Quiza, artista que por vocalidad y talento dramático se convierte en intérprete ideal del alegre trasunto madrileño del embaucador Fígaro, el sevillano barbero-factótum del Barbero de Rossini. En el foso, la batuta experta y eficaz de Miguel Ángel Gómez Martínez puso orden y concierto en la música feliz y de evidente fuerza dramática ideada por Barbieri para una zarzuela que es uno de los grandes títulos del género. No es aventurado pensar que Barbieri hubiera aplaudido este estreno valenciano con el mismo fervor que el viernes lo hizo el público del Palau de les Arts.
Obra maestra de un género cuya existencia se remonta al siglo XVII, a la época dorada en que Lope y Calderón escribieron los primeros libretos. Los tópicos del argumento, ambientado en la España de Carlos III, son tan vigentes como lo fueron esta vez y lo serán siempre. La crítica política, la sátira social, la típica dicotomía pueblo llano y aristocracia, son elementos sustanciales en las que el genio musical de Barbieri y el libreto convencional y recurrente de Luis Mariano de Larra -hijo del gran Larra- se sustancian en tres actos de impecable ritmo dramático y un pentagrama cargado de brío, seducción, oficio e inspiración. Los políticos, dicen en El barberillo, son “como siempre, los mismos perros, pero con distintos collares”, y etcétera, etcétera. La eterna canción, sí, pero expresada con gracia, chispa y, sobre todo, con una refinada música que ennoblece todo. “Una obra brillante, de gran calidad musical y llena de ingenio a raudales”, como certeramente sostiene Gómez Martínez.
Fue precisamente el director granadino quien impuso e impulsó el arraigo musical de Barbieri con lo mejor de la tradición musical española de la época. La jota y las continuas referencias a giros, ritmos y danzas populares fueron restituidas a su condición original y liberadas así de hojarascas adheridas con el tiempo. Firmó una lectura briosa, limpia y transparente, en la que su gobierno experto -seis años titular del Teatro de la Zarzuela- y la calidad de la Orquesta de la Comunidad Valenciana fueron sustento de una calibrada visión en la que la atención escrupulosa al detalle y a la partitura en absoluto mermó el intenso sabor popular y costumbrista que destilan letra y música.
El movimiento escénico ideado por Sanzol transcurre ante una escenografía negra hasta lo tenebroso, configurada por enormes módulos movedizos igualmente más negros que el carbón, que colisionan con el pulso luminoso y radiante de una acción dramática cargada de fluidez y chispa, iluminada con prudencia quizá excesiva -salvo en el coro de costureras- por Pedro Yagüe. A destacar, como contraste en esta producción si me apuran casi rembrandtiana, el vistoso y pertinente vestuario de Alejandro Andújar -autor también de la lúgubre escenografía- y, sobre todo, la estupenda coreografía de Antonio Ruz.
Vocal, además del sobresaliente y embaucador Lamparilla de Borja Quiza, intervinieron la mezzosoprano Sandra Ferrández, que brilló más por sus dotes actorales y declamatorias que por su interpretación vocal, en la que no desperdició su momento de gloria con su romanza de entrada, la famosa canción de La Paloma. Algunos despistes y desajustes puntuales no alcanzaron a emborronar una actuación que, en ocasiones, recordó su sobresaliente interpretación de Raimunda en La malquerida de Penella hace dos años en el mismo Palau de les Arts.
Destacó, igualmente, la bien cantada Marquesita de la soprano barcelonesa María Miró, poseedora de una voz rica y estupendamente proyectada, pero su actuación quedó devaluada por un párvulo arte declamatorio impropio en un escenario. Cumplieron con solvente profesionalidad el tenor bilbaíno Javier Tomé como creíble Don Luis de Haro, los bajos Abel García y David Sánchez como Don Pedro de Monforte Don Juan de Peralta, respectivamente, y Ángel Burgos como Lope. También se hicieron acreedores al aplauso unánime los componentes del Cor de la Generalitat Carmen Avivar, David Asín y Antonio Gómez.
Una vez más, el Cor de la Generalitat tuvo una gran noche. Desde las populares coplas de costureras que portican el acto tercero al brillante coro final, toda la función lució empaste, afinación y calidad vocal. La Orquesta de la Comunitat Valenciana -titular del Palau de Les Arts- fue una vez más el suntuoso y dúctil conjunto sinfónico de siempre, con intervenciones solistas y seccionales de sobresaliente categoría. En noche tan redonda, hasta la Rondalla Orquesta de Plectro El Micalet sonó a gloria. Al final, tras casi dos horas ininterrumpidas de música -los tres actos se sucedieron sin interrupción, cosas de la pandemia y el consecuente toque de queda, en València fijado a las 22 horas-, el público se volcó en una cerradísima y muy larga ovación. Los mayores aplausos fueron, claro, para el Lamparilla tunante, listo, simpático y conquistador de Borja Quiza. Gran noche de zarzuela; de música y teatro. A las diez de la noche ya estábamos todos en casita, con el regusto de la música de Barbieri. ¡Dos horas peor que Cenicienta!
Justo Romero