VALENCIA / ‘La dama de picas’, juego en vena

Valencia. Palau de les Arts. 1-X-2023. Arsen Soghomonyan, Doris Soffel, Elena Guseva, Elena Maximova, Andréi Kimach, Nikolái Zemlianskikh. Cor de la Generalitat Valenciana. Escolania de la Mare de Déu dels Desemparats, Escola Coral Veus Juntes. Orquestra de la Comunitat Valenciana. Dirección musical: James Gaffigan. Dirección de escena: Richard Jones. Chaikovski: La dama de picas.
Obra maestra del género lírico, La dama de picas de Chaikovski es ópera cargada de retos y peligros. Sus exigencias vocales, corales y sinfónicas son tan extremas como la solución dramática que requiere su sugerente libreto, redactado por Modest Chaikovski –hermano del compositor– a partir del cuento homónimo de Aleksandr Pushkin. El Palau de Les Arts ha optado para la inauguración de la temporada por este título emblemático del repertorio ruso y romántico. Los resultados no han podido ser mejores. Un calibrado y bien selecto elenco de voces de primer orden, la formidable Orquestra de la Comunitat Valenciana, el muy crecido Cor de la Generalitat y la dirección meticulosa, apasionada y cuidadosa hasta el más mínimo detalle han sido las claves de esta función que hay que enmarcar entre las más fascinantes del brillante periodo de Jesús Iglesias al frente del Palau de les Arts. Para redondear la excelencia, se optó por la veterana y muy aplaudida versión escénica del londinense Richard Jones.
Complicado destacar un cantante en noche de tan alto nivel vocal. El tenor armenio Arsen Soghomonyan dio vida, entidad y verosimilitud a Herman, sin duda uno de los roles más exigentes, agotadores y comprometidos del repertorio. Como Don Giovanni, Herman prácticamente no sale de escena en toda la representación. Potencia, fraseo, expresión y estilo se amalgamaron con una recreación dramática cargada de fuerza, aristas y convicción. En la línea de los grandes tenores soviéticos que han encarnado el personaje –desde Atlantov a Grigorian–, Soghomonyan aportó grandeza y diversidad a las mil caras y estados de ánimo que atraviesa el gran personaje creado por Pushkin en 1833, en pleno fervor romántico. La apasionada aria del primer acto, los dúos con Lisa, su relación con su omnipresente abuela la Condesa, o la gran escena final fueron momentos claves de una interpretación toda ella máxima.
Más templada y comedida, acorde con el personaje, fue la Lisa de la soprano rusa Elena Guseva. Sin la fuerza ni contundencia vocal de, por ejemplo, Asmik Grigorian (Scala de Milán, febrero 2022), Guseva supo plantear, de la mano escénica de Jones y musical de Gaffigan, la formidable transformación del personaje, desde la inocente burguesita que solo piensa en príncipes azules a la mujer enamorada que termina sus días tras la convulsión de su tormentosa y apasionada relación con Herman. El cambio del suicidio arrojada a las aguas del rio Nevá por la tontuna de meter la testa en una bolsa de plástico es una de las estupideces de esta producción que aguanta sin merma estas minucias y errores. En su gran aria del tercer acto –“Ah!, estoy cansada”–, y antes, en los “tiempos felices” e ingenuos del primer acto, sin dejar brillar las poderosas resonancias mozartianas del segundo, cuajó una noche de verdadera alcurnia dramática.
Su abuela, la “vieja y siniestra condesa” (Alberto González Lapuente en las notas al programa), la “Dama de picas” que en sus años mozos en París era conocida como la “Venus de Moscú”, cuando reinaba la belleza, alcurnia, amoríos y fiestas palaciegas, fue la veteranísima mezzosoprano alemana Doris Soffel (1948), quien ya había triunfado en el Palau de Les Arts en enero de 2020 con otro gran papel de carácter (Klytämnestra de Elektra), supo dar vida a las mil y una posibilidades que brinda el personaje. Impresionante y convincente como entonces, supo y pudo ahora cargar las tintas vocales de un personaje cargado de fascinación, misterio y perfiles. La escena de su muerte, en la bañera, sin revelar el secreto de las tres cartas, ante el enardecido Herman, fue uno de los momentos de mayor empaque dramático de la gran noche.
El personaje “ejemplar” de Leletski, el príncipe bueno, rico, guapo, enamorado y comprensivo, que tanto recuerda al Wolfram de Tannhäuser, fue defendido con efusión, calidad vocal y convicción explícita por el bajo-barítono ruso Nikolái Zemlianskikh, que convenció y conmovió en su famosa aria de la primera escena del segundo acto, tan próximo vocal y literariamente a la “Canción de la estrella” wagneriana. Armada en una bien gobernada y expresiva voz de verdadera mezzo, Elena Maximova otorgó plenitud y razón de ser a la buena de Polina, y el barítono ucraniano Andréi Kimach cargó de fuste al conde Tomski.
En el foso, la Orquestra de la Comunitat Valenciana fue perfecta y brillante cómplice de la escena. La opulencia sinfónica chaikovsquiana, sus colores y registros, su luminoso caudal melódico fueron enaltecidos en una fastuosa versión sinfónica que supuso un continuo flujo de excelencia y calidades individuales y de conjunto. Ni un lunar ni un pero cabe a tan admirable y perfecta recreación sinfónica. James Gaffigan, titular del Palau de Les Arts y de la Komische Oper berlinesa, bordó una de sus mejores noches en Valencia. Quizá la mejor. Contó, además de con una orquesta en óptimo estado, con un Cor de la Generalitat que no se amedrentó ante el sustancial protagonismo que le otorga Chaikovski. El empaste, la afinación, el ensamblaje de las diversas cuerdas y la unidad expresiva fueron cualidades de una actuación a todas luces excepcional, redondeada con una involucración escénica de altos quilates. Sobresaliente cum laude también a los empastados y bien afinados niños de la Escolania de la Mare de Déu dels Desemparats y de la Escola Coral Veus Juntes.
Richard Jones (1953), quien ya dirigió en el Palau de Les Arts Ariodante de Haendel en marzo del año pasado, plantea una escena cargada de sugestión plástica, ideas novedosas que siguen actuales y originalidades, algunas de ellas a todas luces cuestionables. Fiel a sí mismo y muy en su estilo, se mete en la piel de los personajes, que aparecen perfecta y fidedignamente definidos. Con sus fantasmas, traumas, fantasías y sueños. Un trabajo formidable cargado de luces y lucidez, pero también de pequeñas y tontas sombras, que llegan incluso a incongruencias evidentes. Desde el citado suicidio de Lisa, a la calavera de la Condesa que sale de entre las sábanas de Herman. Una necrofilia más vista y simple que el tebeo. El cambio de época es a todas luces problemático, ya que conduce a contradicciones imposibles de resolver. Desde la aparición de Catalina la Grande en el segundo, a los años parisienses de la Condesa o el cruce de estilos –barroco, clásico, romántico– que conviven en una escena que acaso hubiera ganado razón en un discurso atemporal.
La tontería de los gorritos carnavaleros o la coronita de roscón de reyes que ridiculiza a Herman son gracietas por las que sí ha pasado el tiempo. Tonterías en forma de minucias que no devalúan la entidad de la propuesta escénica, con una escenografía cuidada, limpia y sugerente, sutilmente iluminada por Jennifer Tipton. Vestuario clásico y vistoso, de época. La aguda reflexión sobre las pasiones humanas, la reflexión sobre el amor, el azar, el deseo y los sueños y sus fantasías, que establece Pushkin y recrea Chaikovski, son puestas sobre el juego arriesgado de la vida. Los tres protagonistas mueren. La Condesa de un soponcio, y Lisa y Herman, suicidas. Pasión y juego en vena. Cae el telón. Éxito y vuelta al inicio. “La pasión de vivir”.
Justo Romero
(fotos: Miguel Lorenzo y Mikel Ponce / Les Arts)