VALENCIA / Ermonela Jaho, el poder de la emoción
Valencia. Palau de Les Arts. 4-II-2024. Ciclo ‘Les Arts És Grans Veus’. Ermonela Jaho (soprano). Rubén Fernández Aguirre (piano). Canciones, melodías y arias de Tosti, Donizetti, Verdi, Leoncavallo, Cilea, Giordano, Mascagni, Albéniz, Gounod, Viardot, Massenet y Poulenc.
Arrasó Ermonela Jaho en su debut en el ciclo “Les Arts És Grans Veus” del Palau de Les Arts. Arrasó con su técnica perfecta –“recuerda a la Kabaivanska”, dijo, sin exagerar, alguien del público–; con la belleza de una voz privilegiada e inteligente, y con una veracidad vital que se percibe en cada palabra, nota y gesto. La diva albanesa irrumpió en la escena de la Sala Principal del Palau de Les Arts nerviosa, inquieta, casi como una principiante. Fueron dos segundos. En cuanto entonó las primeras notas de Tristezza, de Tosti, la artista y el arte se impusieron sobre cualquier circunstancia. Ermonela Jaho es el poder de la emoción
Fue un recital diverso en el que hubo un poco de todo. Desde Tristezza de Tosti a “Vissi d’arte” de Tosca, que coronó fuera de programa con todos los espectadores en pie vitoreando a la diva, una noche triunfal que todo apunta supondrá un fecundo vínculo artístico con la ópera valenciana. Su emoción ante tan entusiasta respuesta del público –que colmó la platea y se volcó con ella como pocas veces lo ha hecho– era evidente. Entre bravos y aplausos, Jaho incluso se arrodilló para besar la tarima del escenario en un gesto natural y franco, alejado de cualquier postureo.
De la joven soprano que cantara en Sevilla hace siglos –febrero 2005– el papel de Amor en L’incoronazione di Poppea de Monteverdi, dirigida por Christophe Rousset en el Teatro de la Maestranza (con Ángeles Blancas como Popea y Agata Bienkowska como Nerón) a la diva que el domingo debutó en Les Arts, la artista que habita en ella no ha dejado de crecer, hasta convertirse hoy en una de las grandes indiscutibles de su cuerda vocal. Lo tiene todo y todo lo entrega. La afinación es tan perfecta como su virtuosismo servidor de música. La voz, fresca, perfecta, diamantina, corre homogénea y segura por toda la tesitura, ahora más anchurosa en el registro medio. Los pianísimos, reguladores, mezza voce y filados son de la mejor factura, alla Kabaivanska, sí, pero también a lo Tebaldi y la Caballé.
También su versatilidad, que ganará enteros cuando potencie la capacidad camaleónica de viajar de universo a universo. En este sentido, el programa era un reto mayúsculo, al estar integrado por una variopinta miscelánea, en la que hay destacar su arrojo al incluir cuatro de las Seis baladas sobre textos de la marquesa de Bolaños, que compuso Albéniz en 1887, y que cantaba en público por primera vez. Lo hizo con convicción, entrega y esa pasión que vuelca en todas las músicas. También con sentido romántico, su tufillo decimonónico y esa sinceridad contagiosa y genuina que tanto la distingue. La soprano albanesa universalizó así este temprano y aún poco conocido Albéniz al que ni siquiera las divas españolas miraron con regularidad.
Tampoco faltaron en el surtido recital la Musetta de la otra Bohème, la de Leoncavallo, bien regodeada en la divertida y pirotécnica aria “Musetta svaria sulla bocca viva”; ni la Sapho de Massenet. Pero quizá el punto emocional más intenso y pletórico del recital llegó justo al final, para el que reservó Les chemins de l’amour, el vals en forma de canción que compone Poulenc en 1940 a partir del poema homónimo de Jean Anouilh. Lo hizo con fuerza narrativa y alto sentido dramático, a lo Jessye Norman, aunque, obviamente, desde una vocalidad radicalmente distinta. Fue el colofón perfecto de un programa que abordó arropada por el piano implicado, amigo, flexible y siempre inspirador y entusiasta de Rubén Fernández Aguirre, cada día más heredero de maestros como Gerald Moore, Geoffrey Parsons o nuestro Miguel Zanetti, tan inolvidable como este recital para el recuerdo.
Justo Romero
(fotos: Miguel Lorenzo)
