VALENCIA / Dvořák y su adorado Brahms hubieran disfrutado…
Valencia. Palau de la Música (Sala Rodrigo). 19-V-2024. Enrique Palomares y Jesús Jiménez, violines; Pilar Marín y Clotilde Villanueva, violas; David Apellániz y Gustavo Nardi, violonchelos. Sextetos para cuerda de Brahms y Dvořák.
A pesar de tantos y tantísimos virtuosos de cuerda que la Comunidad Valenciana ha aportado al universo español e internacional, persiste aún por muchos lares la idea de que la tierra de Chapí y Serrano, pero también de Esplá, Rodrigo, Coll, Gonzalo Soriano, Lucrezia Bori, Iturbi, Gustavo Gimeno y tantos otros y otras, es patrimonio de vientos y bandas. El domingo, seis sobresalientes instrumentistas de cuerda valencianos desmintieron en el Palau de la Música de Valencia el viejo lugar común. Lo hicieron con interpretaciones vibrantes, pulidas y de decidido talante camerístico. Veinticuatro cuerdas que transitaron y otorgaron realidad sonora y física a dos obras tan capitales del repertorio camerístico como los sextetos para cuerda de Brahms (Si bemol mayor) y Dvořák (La mayor). Música en mayúsculas, apasionada e introspectiva por igual, que se ”sumerge en la riqueza de la música de cámara para cuerdas, explorando la interconexión entre la melancolía y la alegría, la introspección y la celebración. Un viaje sonoro que revela la complejidad y la belleza del alma humana”, por utilizar las certeras palabras sin firma incluidas en el programa de mano.
Más allá de las brillantes individualidades que conforman esté sexteto valenciano, con nombres tan propios en la música española con el violinista Enrique Palomares o el violonchelista David Apellániz (nacido en Irun, sí, pero tan valenciano como la horchata), destacó el empaste, equilibrio y empatía de seis intérpretes muy diferentes, pero que, bajo el manto compartido de los dos monumentos románticos, quedaron fusionados en un único sentir y hacer. Maneras propias, instrumentos diferentes, sensibilidades quizá hasta contrapuestas, pero galvanizadas por el sentir y latir unitario de la obra de arte. Transfigurados en veraz sexteto, en un único instrumento de anchas sonoridades, registros y tesitura. Veinticuatro cuerdas que se sintieron tan homogéneas y empastadas como el teclado de un piano o los tubos de un órgano.
La velada, promovida por el Palau de la Música en su sustantivo ciclo de cámara, comenzó templada, incluso algo tímida, con el Allegro ma non troppo que abre el primer sexteto de Brahms, planteado entre sereno e introspectivo. Pronto todo se entonó, y ya en el prodigioso tema y variaciones del segundo movimiento, tan extremo y categórico, el Sexteto y sus músicos pusieron la carne en el asador, lo que luego no mermó sino realzó la ligereza y pulso rítmico del Scherzo. En el Rondo final, equilibrio, claridad y ligereza se trufaron con ese aire “grazioso” con el que Brahms adjetivó este feliz y casi risueño Poco allegretto conclusivo.
Dvořák, devoto brahmsiano y fiel seguidor de sus maneras e ideas; tan melancólico, vital y romántico con él, sigue su influencia y ejemplo en el Sexteto en La mayor, compuesto en 1878, apenas 18 años después de que Brahms compusiera el Opus 18. Parejo aliento romántico. Los mismos aires melancólicos y dichosos. El de Dvořák, con latidos más deudores de lo popular, de los ritmos y melodías de su bohemia natal. Todo lo revivieron con brillantez y hondura estos siete menos uno magníficos de la música de cámara. ¿Qué más se puede pedir? Gran música, grandes intérpretes, gran acústica –la remozada Sala Rodrigo del Palau de la Música–, y un público de primera, que siguió el programa sin que escuchara ni una mosca. La celebración, a la bohemia y a la alemana, regada con cerveza abundante, casi rozó el nivel del concierto. Lástima que faltaran dos bebedores tan prominentes como Dvořák y su adorado Brahms. Hubieran disfrutado del concierto, pero también de la cháchara con sus leales servidores.
Justo Romero