VALENCIA / Boris Giltburg, expresión de virtuosismo
Valencia. Teatro Principal. 21-VI-2022. Boris Giltburg, piano. Obras de María Teresa Oller, Rachmaninov y Liszt.
Son ya muchas y siempre exitosas las reiteradas visitas del moscovita Boris Giltburg (1984) a la programación del Palau de la Música. Artista de calado y pianista de altos vuelos, su presencia supone garantía de una vibrante vivencia musical. Así fue, una vez más. En esta ocasión, en el Teatro Principal, con un recital sin límites e intenso virtuosismo que abrazaba la endiablada Primera sonata de Rachmaninov con la fantasiosa e igualmente espinosa Sonata en Si menor de Liszt. Antes, a modo de preludio, quizá de aperitivo local, la miniatura Cipreses, de la longeva compositora María Teresa Oller (1920-2018), alumna de Manuel Palau y una de las primeras voces femeninas de la creación levantina.
Apoyado en su virtuosismo sin fisuras ni reto, Giltburg, cuya presencia menuda y maneras ante el teclado recuerdan al joven Ashkenazy, cuajó una versión arrolladora pero nunca desencajada de los tres movimientos de la amputada Primera sonata de Rachmaninov, tríptico aún más virtuosístico, aún más inaccesible que la mucho más tocada Segunda sonata. El moscovita convierte en música el virtuosismo, que es realzado como elemento esencial y consustancial de la expresión. Ocurre con otros compositores pianistas, como Albéniz, Chopin o Prokofiev, pero únicamente cuando, como es el caso, ante el teclado se sienta un artista hipervirtuoso capaz de gobernar los potentes medios técnicos con el alma cultivada de la inteligencia sensible.
Ni en un solo instante de entre las infinitas notas del torrencial programa se percibió vacuo el arrollador y deslumbrante impulso que Giltburg —dedos a los que, como los de Michelangeli, parece vetado el error— volcó en versiones henchidas de genuino aliento romántico. Cantó y narró el pentagrama solo aparentemente abstracto de la extensa pero concisa Primera sonata —inicialmente duraba casi el doble de los 40 minutos de la versión definitiva—, con cercana convicción. Ni siquiera puntuales momentos en los que los dedos perfectos parecieron escapar al control de su dueño, la guía estética perdió sentido ni concierto. Impresionante en verdad.
Llovieron bravos y aplausos de un público pianístico y a todas luces melómano; fino degustador de la excelencia que irradiaba el escenario. Tras la pausa, el templado poeta del piano que es Giltburg cargó de efusión y calor la monumental Sonata en si menor de Liszt. Buscó el quimérico silencio absoluto para comenzar a dibujar el romántico retablo sonoro desde el pianísimo extremo, tan cercano al silencio que exige Liszt y reclama la partitura. Como Sviatoslav Richter, para comenzar, espero sin premura a que en la sala no se escuchara una mosca. Temple. Hubo fuego y comedida fantasía, ímpetu y bellezas sonoras en una página que indaga los registros y resonancias tímbricas del instrumento con la misma curiosidad y fortuna que lo hizo Chopin y años después Fauré, Albéniz, Debussy y Ravel.
El éxito volvió a ser rotundo. Irrebatible. Boris Giltburg se reafirmó como coloso del mejor piano contemporáneo, que es, con sus matices y evoluciones, el mismo de siempre. El tronco común del virtuosismo y la sensibilidad. La emoción reinó aún en el espacio propicio del Teatro Principal —el mismo en el que tocaron Liszt, Anton y Artur Rubinstein o Albéniz—, con una tenue mazurca de Chopin —la cuarta del Opus 24— y el inquieto segundo Momento musical de Rajmáninov. Expresión que es virtuosismo. Virtuosismo que es expresión. ¿O será lo mismo? Gustazo de recital.
Justo Romero
(Foto: Live Music Valencia)