Unos recuerdos de Ángel Facio
Allá por 2006 escribí un artículo que comenzaba así: “Hace 40 años, Los Goliardos montaban Palabras y música, de Samuel Beckett”.
Ha muerto Angel Facio, que en algún momento fue como mi hermano mayor. Pero de esto hace muchos años, muchos. Yo tenía un pie dentro del teatro, y con él metí el otro. Solo que me fui con billete de ida y vuelta, felizmente. Aprendes muchas cosas con gente como Angel Facio, incluso lo que no te enseñan. Lo que te enseñan es muy valioso, y a mí me convenció de que, teniendo en cuenta las cosas que me interesaban, estudiara Políticas, no Filosofía y Letras. Él era profesor en la cátedra de Historia de las ideas políticas de don Luis Díez del Corral, donde el profesorado era de muy alto nivel; aunque, para decepción de don Luis, algunos de aquellos le salieran izquierdistas. Pero Facio tenía, sobre todo, una vocación teatral. Fundó Los Goliardos en 1964, junto con otros locos de lo que se llamaba entonces Teatro Independiente. Por mi parte, no me arrepentí nunca de seguir el consejo de Ángel. Estudié aquella carrera con auténtico entusiasmo, pese a alguna que otra asignatura fea e intrusa, y me marcó mucho, entre otras cosas porque yo quería que me marcara aquello que estudiaba con verdadera exaltación, y no exagero; algunas de las clases las daba el propio Facio, que siempre tuvo una cabeza muy bien amueblada y una tendencia a desmentirlo mediante teatralidades ajenas al escenario.
En 1966 fue mi epifanía con Facio y Los Goliardos. Dos años me permitieron vivir la transmutación completa de las ideologías de nuestros contemporáneos. Entre ellos, Ángel Facio. Que pasó de defender un estalinismo más concreto que vago a pasarse a un anarquismo provocador, el que ha seguido siendo su marca personal el resto de su vida. El ejemplo más concreto fue el análisis de Los justos de Camus, que Facio nos presentaba como una obra de gran interés, cuyas palabras finales (una profecía sobre la dictadura posible tras el sacrificio de aquellos ‘justos’) consideraba él entonces, en 1967, como una traición o al menos una inconsecuencia de Camus al concluir tan magnífica pieza. Unos meses después, en mayo de 1968, lo que sucedió en París, y no solo en París, nos brindó otra visión de las cosas, más libertaria, menos dogmática, no menos marxista necesariamente, pero sí menos propia del aparato, menos Tercera Internacional, menos estalinista (no hay que olvidar que el Partido Comunista era, en España, la única organización que llevaba décadas enfrentada al franquismo). Todo acabó por estallar, en contra de los Partidos comunistas tradicionales, con la invasión de Checoslovaquia ese mismo verano (como si nos hubiéramos olvidado de Budapest 1956 porque en el 56 éramos niños). Facio fue de los auténticos conversos a lo libertario, y nos indujo y condujo, aunque nunca nos llenó de consignas. Facio cumplía treinta años en aquel momento, y nos parecía a los más jóvenes que su autoridad moral estaba por encima de muchas cosas, en especial por su amplia formación. Él nos llevó a la sede de Goliardos a profesores como Antonio Elorza o José Alvarez Junco para que nos desasnaran un poco. Era 1967 y teníamos una formación muy limitada, esa es la verdad.
En algún momento antes del verano de 1966, mi amigo Paco Aguinaga y yo acudimos al prometedor estreno, en el Ateneo de Madrid, de Ceremonia por un negro asesinado, de Fernando Arrabal. Goliardos, claro. Un escándalo en el que participamos con entusiasmo, furia y jolgorio. Creo recordar que perdí la voz durante unos tres días. En aquellos años la revista Primer Acto tenía mucha influencia, y tenía capacidad de conceder importancia y relieve a grupos o incluso autores. Grupos como Albor, estudio de teatro, al que pertenecíamos en ese momento Paco y yo desde el Club de Amigos de la Unesco. Primer Acto elevó Goliardos a los altares de lo artístico y lo progresista. Uno de los actores de Ceremonia era el propio Facio, tras renunciar uno de los previstos. Nos lo presentó Pedro Turbica unos meses después; Albor y Goliardos se fusionaron y, en medio de la crisis que atravesaba Goliardos en ese momento y que ya desarrollé en aquel escrito, se programó un espectáculo con tres piezas muy breves de Samuel Beckett, creo que ninguna de ellas escrita para el escenario, sino para la radio: Vaivén, ¡Eh, Joe! y Palabras y música. La idea del espectáculo fue de Ángel Facio, que dirigió dos de las obras.
Miguel Arrieta dirigía Palabras y música. El espectáculo se titulaba Beckett 66, se hizo en el Ateneo y en varios colegios mayores de la Ciudad Universitaria de Madrid. Este espectáculo no giró. Arrieta enfrentaba un coro de palabras, formado por cuatro personas al grupo de música, con un personaje en medio que interpretó José María Cañete. El discurso de ‘palabras’ se convirtió en un recitativo con evidente musicalidad (staccatos, crescendos, juegos dinámicos), mientras que el grupo musical tenía a su disposición una partitura expresamente compuesta para él por Agustín González Acilu. Y allí aparecieron, entusiastas y jóvenes, diversos alumnos del conservatorio para tocar aquello. Y, lo que es más importante, allí tomaron una batuta por primera vez personas como Arturo Tamayo, como Miguel Roa y como Angel Luis Ramírez. A este último, Miguel Arrieta lo llamaba ya el “maestro Ramírez”; no podíamos saber entonces que a Ramírez se le deberían con el tiempo tantas producciones y realizaciones musicales de RTVE.
El alma de Goliardos, y no solo el fundador, fue Ángel Facio. Él mismo llegó a darse cuenta, y así nos informó, de que habíamos llegado a dar una imagen que estaba por encima de nuestra realidad. Era un modelo importante, el del teatro independiente, pero era una realidad frágil, aunque tan solo sea porque la gente tiene que comer todos los días y aquello no daba más que para comprar los muebles (por decirlo así).
Angel creó una experiencia de enorme importancia para el teatro anterior a la transición política. Vinieron después algunos montajes suyos realmente sonados, como La casa de Bernarda Alba, pero los empresarios desconfiaron pronto de él, y no digamos los teatros públicos. Fue itinerante, en América Latina y en Polonia y otros países. Tuvo una última etapa feliz, en el Teatro Español, gracias a Mario Gas, y allí pudo realizar montajes de la envergadura de Romance de lobos. Fue él, por cierto, quien nos metió en la mollera el amor por Valle-Inclán, que algunos habíamos leído sin acabar de darnos cuenta quién era Don Ramón. Pero éramos jóvenes, y aprendíamos deprisa.
Querido Ángel, no sé si pedirte disculpas por evocarte en una revista de música; tú, que eras bastante anti-musical. Te burlabas de Mario Gas y de mí (cordialmente claro) porque nos gusta la ópera. He querido traer de ti estos recuerdos personales. Los otros ya van apareciendo en los medios.
Santiago Martín Bermúdez