Una temporada en el infierno
Cuenta la hija de Vladimir Sofronitsky (1901-1961) que un día su padre le dijo a Sviatoslav Richter: “¡Eres un genio!”, a lo que éste le respondió: “¡Y tú eres un dios!”. Fíjense en el matiz. Richter no dijo que Sofronitsky tocaba como un dios, sino que era un dios. Tocar divinamente es el logro de un gran músico, de alguien que se apoya en un texto y lo traduce de manera inmejorable. Un dios, en cambio, no es un intérprete: es un demiurgo, un creador de mundos y de realidades que antes no existían, el portador de unas revelaciones no terrenales.
La partitura era el trampolín desde el cual Sofronitsky creaba sus propios universos. Para ello, era preciso lanzarse al vacío, y ese vértigo inquietante –por arriesgado e impredecible– acompaña las versiones de Sofronitsky junto con otro descubrimiento: todo paraíso lleva aparejada la creación de un infierno. Escuchemos el Scherzo nº 1 de Chopin. La disonancia inicial corta el silencio como un cuchillo, las velocidades son febriles, pero esto es lo de menos. Sofronitsky proyecta sobre la pieza una luz demoníaca y convulsa. Incluso en la sección lenta, donde Chopin cita el villancico polaco, cualquier sensación de nostalgia y ternura ha desaparecido. En su lugar hay obsesión, tensión; el elemento de la nota repetida destaca como un repique siniestro. Otro ejemplo es el comienzo del Nocturno op. 48 nº 1: Sofronitsky sitúa al mismo nivel melodía y acompañamiento, destacando las oscuras profundidades sobre las que se mueve el canto. Y en la Canzonetta del Salvator Rosa de Liszt, donde la mayoría de pianistas opta por la ironía, Sofronitzky introduce una dureza y una violencia que deja desconcertados, como si en cada compás pudiesen abrirse las puertas de una realidad paralela oscura e irracional.
Solitario e inquieto, marcado desde la juventud por una arritmia cardíaca, Sofronitsky siempre vivió apartado de las primeras líneas de la actividad musical. Sólo tocaba en dos ciudades, Leningrado y Moscú, y aun así sus conciertos atraían a un público entusiasmado; su figura era objeto de una auténtica veneración. Escuchando sus versiones, uno cree entender la razón por la que Sofronitsky no gozó del favor de las altas jerarquías soviéticas. Su piano no comunicaba esa sensación de vigor y optimismo que el régimen quería transmitir al mundo. Si en la óptica de las autoridades el piano soviético aspiraba a ser el estandarte de la revolución triunfante, en manos de Sofronitsky el instrumento adquiría un tono visionario abocado a la tragedia y a la aniquilación. Así fue también su existencia, marcada por el alcohol y las drogas. Mariya Yúdina recordaba “su imagen sufrida y su desasosiego” y le definía como “un puro romántico… anhelando el infinito, desamparado por completo en el mar de la vida”.
El nombre al que Sofronitsky más estrechamente ligó su arte fue el de Alexander Scriabin. Su identificación con la música scriabiniana fue absoluta (incluso estuvo casado con una de las hijas del compositor) y radicaba en una especie de afinidad electiva. Ambos, antes que artistas, eran demiurgos, creadores de realidades alternativas y superiores, apóstoles de una lucha espiritual entre luz y tinieblas. El genio de Sofronitsky como intérprete de Scriabin alcanza su cénit en páginas como la Sonata nº 9 “Misa negra”, obra de inspiración satánica, con un lenguaje armónico prácticamente atonal, atmósferas inquietantes y un discurso musical basado en una original reformulación de elementos como el arpegio y el trino. Sofronitsky pone al servicio de la pieza un sonido nítido y cristalino, dotado –por así decirlo– de una luminosidad inversa. Una especie de diamante negro.
Stefano Russomanno