Una lección
Ya ha escrito admirablemente de George Steiner en estas bitácoras mi querido Santiago Martín Bermúdez. Y, como creo que va a seguir con ello, muy poco debo yo añadir aquí que no sea un recuerdo personal. No se preocupen, nada vanidoso, porque cuando se trata de Steiner la vanidad propia se diluye como un azucarillo en un vaso de agua, se hace polvo, aire, nada. Nos conocimos en Florencia con ocasión de que la ciudad era Capital Europea de la Cultura. El daba una conferencia sobre aspectos de la literatura europea del siglo XIX y un editor alemán y yo, que entonces también lo era —quiero decir editor, no alemán—, le haríamos unas preguntas después, como un pequeño coloquio posterior, como si hiciera falta. Luego nos fuimos a cenar y hablamos de música, de Monteverdi y de El caballero de la rosa. La conferencia, claro, fue deslumbrante. En ella afirmó el sabio Steiner que la más grande novela del XIX era El idiota de Dostoyevski, de cuya nueva traducción española a cargo de José Laín Entralgo ya disponíamos por aquellos días para poder saber de verdad de lo que estábamos hablando. Naturalmente, me faltó tiempo para leer esa nueva versión, modélica, del viejo militante comunista y salir tan deslumbrado como era de esperar. También salí de la idea de dedicarme de hoz y coz a la crítica literaria —tenía la coartada de que no podía hacerlo mientras viviera de la edición—, pues como César o nada, Steiner o nada. Y estaba claro que la única opción, cerrada la académica, era nada.
De Steiner impresionaba su erudición enorme, su pequeño cuerpo, sus manos también pequeñas, con artrosis, su amabilidad y, por encima de todo, la sensación de estar con un ciudadano de Europa que sumaba todas las lenguas, todas las patrias y ninguna, extraterritorial como se definía y como tituló uno de sus libros. Alguien que hablaba con toda naturalidad, pero también con todo énfasis cuando hacía falta, de la gran literatura, de aquello cuya diferencia no es preciso explicar porque cualquier persona culta lo intuye o lo conoce o lo sabe. La gran literatura como algo a lo que dedicar una vida de creador o de lector o de investigador. Aquello que no vale lo mismo que lo que no es tan grande, aquello que observa a la poesía de las redes como lo haría el tren a punto de ser picado por el mosquito. No se trata de rigor o de exigencia, eso que a veces parece tener más que ver con la gimnasia que con la inspiración, sino de educación en los valores del arte de primera clase, de aquel que nos hace más complejos y más sutiles, que no nos llega consumido de antemano.
Con Steiner, como antes con Bloom y como sucederá cuando le llegue el turno a Taruskin en lo que a la música respecta, se va una clase —puede otorgársele al término el sentido peyorativo si el lector lo desea— a extinguir en la actual organización cultural del mundo, más metida en otras cuestiones que atañen en poco a la esencia de la creación como arte diferenciado de la manufactura. Pero, ojo, ninguno de los tres fue un creador, no escribieron novelas o poemas o sinfonías. Y quizá —a Steiner, desde luego, no— no les consolara demasiado la apelación de Octavio Paz —el sí, un poeta— a la crítica —léase, pues, al ensayo— como creación literaria. No se puede tener todo, el mando en plaza y la mezcla de ingenuidad y heroísmo necesaria para escribir no como cualquiera sino como aquellos a los que se admira y se diseca, como los únicos modelos posibles a esas alturas del conocimiento hecho sabiduría. El riesgo que corre el creador es el del olvido; el académico, simplemente, el de una crítica malvada. Y no hay color.