Un paseo otoñal
Una de las ventajas de vivir en el campo sin obligaciones mayores que la de la propia supervivencia es la del paseo, la de la ensoñación solitaria que sustituye las calles del flaneur por las veredas boscosas del cambio de estación que pertenecen al caminante ensoñado. Añadan a ello la compañía de la música gracias a las plataformas digitales y a los auriculares sin hilos —por cierto, me llenó de satisfacción ver que los míos eran recomendados por Josep Armengol en la sección de alta fidelidad de SCHERZO— y tendrán una visión bastante certera y en cierto modo envidiable de lo que se puede hacer durante un rato a media tarde en este Noroeste.
Ayer buscaba antes de salir de casa qué música iba a elegir como compañía de mi paseo y me decidí por un disco protagonizado por el tenor Jon Vickers. Se titula con simplicidad exageradamente denotativa Jon Vickers: The Early Years (RCA Recital 1961 & selected recordings 1959-1962) y fue publicado por la firma alemana Preisser Records. Apareció entre las sugerencias que la plataforma que uso propone cada día y probablemente me decidí por él por cierta flojera sentimental transitoria —en lo artístico, quiero decir— que podría ser contrarrestada con el lirismo al límite de algunas de las piezas que contiene. Se pueden imaginar: Cielo e mar, M’appari, È la solita storia, Un dì, all’azzurro spazio, parte algunas de ese verismo que siempre he respetado gracias a cantantes muy buenos —y muy buenas, como la Kabaivanska o la Olivero— y a algún maestro extraordinario como Gavazzeni y que cuando no juega sucio es muy de agradecer. Me admiró la valentía de Vickers pero también su voz, el bello metal creo que podría decirse, la relación entre intención y técnica, cómo trata de seguir adelante aunque determinadas notas se abran, lo diáfano se difumine un poco, cómo se trata de alcanzar esa plenitud solar, propia de quien tenía entonces treinta y cinco años, a la que una leve nubecilla amenaza a veces. Pero junto a ese repertorio, precioso, la verdad, resulta que el disco ofrecía también, palabras mayores, unas cuantas arias más, entre otras, de Fidelio —con Klemperer—, Valquiria —con Leinsdorf— y Otello —con un Tullio Serafin emocionado y emocionante— de muchísimos quilates. El paseo, por caminos tan bellos que describirlos es ofender a quienes temen por el confinamiento, fue memorable gracias a esa música y a ese tenor que iba uniendo, aria tras aria, competencia y arrojo, consciencia de lo bello y de su dificultad.
Estos días celebro con alborozo la presencia en las páginas digitales de SCHERZO de Joaquín Martín de Sagarmínaga, lo que me agrada especialmente por dos cosas: la primera de ellas porque tiene un punto de indisciplina que al correr paralelo con su conocimiento técnico lo hace muy especialmente atractivo; y la segunda porque fui su editor publicándole su impagable Diccionario de cantantes líricos españoles, una joya ya casi imposible de encontrar y que alguien debiera reeditar previa operación de convencer a su autor de una suficiente puesta al día. Y de Joaquín me acordé tras la escucha y el paseo, pensando en que me gustaría ser capaz, como él, de analizar aquello que había escuchado sin perder el encanto. Espero que estemos de acuerdo en el diagnóstico: no perfecto, aunque casi, pero sí hermoso, conmovedor y compartible. Hora y pico de felicidad canora en medio del otoño.
Luis Suñén