Tribulaciones de don Uldarico

El respetado y veterano crítico don Uldarico Calderón de la Semigarrapatea estaba hasta las partes nobles, e incluso hasta las innobles, del añito que hemos llevado de pandemia, del virus que se había solazado en fastidiarnos (con jota, claro, fastidiarnos con jota, que si no, no tiene gracia,) un primer año y lo que aún le cuelga, de los antepasados del presunto portador del virus, el murciélago, y del vaya usted a saber lo que se coció en China cuando todo esto explotó.
Para mantener la salud mental, y aplacar las considerables ganas que a menudo le venían de repartir obleas xacobeas a diestro y siniestro al ejército de imbéciles varios que, como si no tuviéramos bastante con el virus, amenaza con fastidiarnos la existencia con una jota aún más grande que la del virus, el bueno de don Uldarico, aparte de saludables ejercicios, gustaba de tañer (malamente, porque sus dedos nunca fueron gran cosa) el instrumento de tecla que tenía, y también, faltaría más, de escuchar un poco de música. De la buena claro, porque en la decadencia que vivimos a cualquier basura de chunda-chunda le llaman música. Y no.
Don Uldarico gustaba, desde décadas atrás, de escribir sobre música. No se le daba mal, después de todo, lo de escribir, y además del placer de hacerlo, de vez en cuando algún euro que otro ayudaba a sus ingresos. De forma que solía acoger los encargos para eso que se ha dado en llamar las “notas al programa del concierto” con alegría, y, de hecho, el espectro de entidades y programadores que contaban con su pluma para tal fin se encontraba en una fase de relativa expansión, virus (y parálisis vírica subsiguiente) mediante.
Acogió pues, con entusiasmo, el encargo de cierta entidad para proponerle que, en una no muy larga extensión, se ocupara del programa que iba a ejecutar el reconocido pianista griego Kristophoros Tekladopoulos. La cosa tenía buena pinta: una sonata de Mozart, otra de Beethoven y una selección de 10 las 32 piezas para piano de Nikos Skalkottas, porque algo griego había que poner, y preferiblemente debía ser música y no yogur. Lo de Skalkottas parecía lo más duro de roer porque no es el más conocido de los compositores ni el que más figura en los recitales pianísticos, pero don Uldarico, buscador infatigable, no se arredraba y se puso a la tarea.
Por aquello de eludir la supresión creativa, esa artimaña de nuestra mente que encuentra con inagotable imaginación excusas para llevar al último lugar de prioridades el trabajo que menos nos apetece, don Uldarico decidió meterle mano en primer lugar, en el buen sentido, a lo de Skalkottas. Localizó la partitura y se puso a ello. La selección decidida por el maestro Tekladopoulos comprendía las piezas 7, 9, 11, 2, 5, 23, 18, 31, 19 y 27, en este orden.
Con la proverbial presteza con la que solía desempeñar estas tareas (no era don Uldarico hombre que gustara de incumplir plazos), completó las notas y las envió a quien las había encargado, que quedó sumamente complacido. Todos contentos. Pero…
… pero el maestro Tekladopoulos cayó de repente en la cuenta de que, con esa selección, más las sonatas de Mozart y Beethoven, la cosa se iba de tiempo en estos días de pandemia. Así que decidió que había que recortar. Y como recortar a Mozart o a Beethoven está muy feo, decidió que era mejor recortar a Skalkottas, que también había dejado hace la torta de años el mundo de los vivos y al fin y al cabo tampoco se iba a quejar. Su espectro, probablemente tampoco. Así que envió una nueva selección… Pero….
… pero no se limitó a recortar tres de las diez piezas, que hubiera sido lo fácil. No. Cortó tres piezas y envió una selección nueva, que además tenía otro orden: 11, 9, 4, 2, 24, 18 y 31. El gerente de la agencia San Antón, no pierdas el son, representante del maestro Tekladopoulos, pasó el encargo al programador mientras pensaba ¡la que se va a armar!, y el programador, el reconocido Don Benemérito de la Granescena, hizo lo propio con don Uldarico.
Haciendo gala de la paciencia ganada en largos años de ejercicio profesional, don Uldarico no se inmutó, modificó las notas con arreglo al cambio último, y volvió a su solaz de tañer y escuchar, rezando para que al maestro griego se le ocurriera tomar un poco del riquísimo yogur de su país y dejara de dar… digo, que no se le viniera a la cabeza otra feliz idea. Pero…
… pero Tekladopoulos no terminaba de estar conforme. Así que decidió que lo de siete piezas no quedaba bien del todo. Serían ocho, y pondría una al principio, en concreto la séptima, que había hecho una fugaz aparición en el primer conato y había desaparecido en el segundo. El gerente de la agencia san Antón, a punto de perder el son y del sopitipando, temeroso, le pasó el marrón a don Benemérito, que en aquel momento ya se encontraba en plena sesión de antiácidos. Y don Benemérito, qué se le va a hacer, lo deslizó a su vez a don Uldorico.
Don Uldorico, decidió que, antes de emprenderla con algún objeto rompible, era mejor despacharse una cerveza y ponerse de nuevo a la tarea, porque naturalmente había que cambiar cosas, entre otras porque lo que en las notas de la segunda versión era la segunda pieza, ahora era la tercera, y así en varios puntos más. Y había que tener cuidado para no meter la pata y que de aquello resultara un pandemónium incomprensible.
Así que el bueno de don Uldorico, confeccionó una tercera versión de las notas, la repasó cuidadosamente, la remitió a Don Benemérito y rogó a todos los dioses griegos que al gran Tekladopoulos se le ocurriera más bien darse un atracón de yogur, pero, por todos los dioses, que no se le ocurriera, cuando apenas quedaban dos días para el concierto, algún otro cambio. Prometió, en caso de éxito, hacer libaciones a Dionisos, que se lo estaba mereciendo cada vez más.
Rafael Ortega Basagoiti