Tenoras, barítonas y bajas

Sorprende que, tan en boga como está, el lenguaje inclusivo no haya llegado todavía a la música. Quizá se deba a que, como se ha evidenciado tantas veces en estos tiempos de zozobras y turbulencias, la cultura, en general, y la música, en particular, no forman parte de las prioridades de la clase política española. Y digo que sorprende porque, sin duda, en la música hay fundados motivos para que la lengua se adapte a los tiempos que corren. Les pongo un ejemplo: ¿por qué el vocablo ‘soprano’, con el que se denomina a la voz más aguda entre las que constituyen el registro vocal humano, se aplica indistintamente a mujeres y hombres, cuando se podría emplear sin problema el de ‘soprana’ para las primeras y el de ‘soprano’ para los segundos?
En esos últimos años han surgido cantantes masculinos que cantan en registro de soprano. Sin embargo, quizá por escrúpulos, a estos no se les conoce como ‘sopranos’, sino como ‘sopranistas’, término que no deja de tener ciertas connotaciones peyorativas. Y, claro, no pocos de ellos se rebelan, porque se consideran sopranos y no sopranistas, ya que sopranista es el hombre capaz de cantar en una tesitura similar a la de una soprano por medio del falsete. Pero ellos esgrimen, con razón, que no siempre utilizan falsete para cantar en registro de soprano, sino que en algunos casos esa es su voz natural. Siendo así, ¿por qué no empezamos a llamar ‘sopranos’ a los hombres que cantan en ese registro agudo con voz natural y ‘sopranas’ a las mujeres que hacen lo propio?
Voy más allá: cuando Antonio Vivaldi era director de música del veneciano Ospedale della Pietà, solo le estaba permitido contar en el coro con voces femeninas, ya que el acceso de los hombres a dicha instrucción estaba vetado. Para los registros más graves, es decir, los de tenor y bajo, Vivaldi utilizaba a algunas de aquellas huérfanas (ya no tan jovencitas como se piensa) que habían sido asiladas en esta institución. Es famoso el caso de Anna Maria dal Basso (1670-1742), de quien se afirmaba que podía bajar con su voz hasta profundidades insondables. La pobre muchacha creció y se hizo mujer en el Ospedale della Pietà, y allí fue enterrada (se supone que sus huesos siguen en ese lugar, a pesar de que la actual iglesia data de 1761). De los relatos que nos han llegado sobre ella y de su propio apodo se infiere que era una bajo o, tal vez, una barítono, pero… ¿por qué no una ‘baja’ o una ‘barítona’?
La RAE nos recuerda, en el Diccionario histórico de la Lengua Española, que hasta bien entrado el siglo XVIII la palabra ‘barítona’ se utilizaba en nuestro idioma, aunque no aplicado a la mujer que cantaba en tesitura grave. Por ejemplo: voz barítona, palabra barítona, tesitura barítona, flauta barítona… Y ahí radica precisamente la madre del cordero, como veremos más adelante. Mientras, volvamos a Venecia, al Ospedale della Pietà y a Vivaldi, que no solo tenía en su coro a mujeres que cantaban en tesitura baritonal, sino también en tesitura tenoril. Es el caso de Paulina dal Tenor (1675-1748), otra huérfana acogida en la institución. Y, ¿por qué no, para distinguir a la mujer del hombre que canta en este registro, llamar a la una ‘tenora’ y al otro, ‘tenor’? ¿Es que no se utiliza la palabra ‘tenora’ para denominar al instrumento de viento, de lengüeta doble como el oboe, de mayor tamaño que este y con la campana o pabellón de metal, que forma parte de los instrumentos que componen la típica cobla de sardanas en Cataluña?
La madre del cordero a la que me refiero tiene que ver con el hecho de que en su origen los sustantivos que sirven en nuestros días para denominar las distintas voces del ser humano no eran sustantivos, sino adjetivos que definían las características de cada voz: voz soprano, voz alto, voz tenor, voz bajo… Por comodidad (la llamada Ley del Mínimo Esfuerzo), desapareció el sustantivo y los cuatro adjetivos se sustantivaron, adjudicando con exclusividad los dos primeros (soprano y alto) a las mujeres y los últimos (tenor y bajo) a los hombres, en un claro caso de discriminación sexista. Esta discriminación ha motivo que los hombres contraltos de nuestros tiempos no sean denominados ‘contraltos’, como sí lo eran en el siglo XVI, para no confundirlos con las mujeres contraltos. Y, por eso, se tuvo que inventar el término ‘contratenor’. O aplicar el de ‘falsetista’, que no siempre describe justa y precisamente una voz masculina.
Resumiendo, la actual nomenclatura de las voces canoras no se corresponde con la realidad del momento que vivimos. Hay hombres que son sopranos y hay mujeres que son tenoras, barítonas o, incluso, bajas. Y si no lo creen, les dejo aquí dos ejemplos. El primero, es el venezolano Samuel Mariño, quien no duda en autocalificarse como ‘soprano’, y no como ‘contratenor’:
En el otro extremo, tendríamos a Penny Vickers (tenora) y Margaret Jackson-Roberts (barítona o baja), quien hace unos años intervinieron en un documental de la BBC sobre aquellas muchachas del Ospedale della Pietà que formaban el coro y la orquesta de Vivaldi. El veterano director coral oxoniense Richard Vendome montó ad hoc una formación de voces femeninas para tan interesante proyecto televisivo. No le fue fácil, por supuesto, encontrar una ‘baja’, pero finalmente dio con la figura de Jackson-Roberts, una funcionaria inglesa que se dedicaba (espero que lo siga haciendo) a la música de forma vocacional.
Eduardo Torrico
1 comentario para “Tenoras, barítonas y bajas”
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