Stravinsky, cincuenta años después: icono para iconoclastas

Hace hoy cincuenta años moría Igor Stravinsky en Nueva York. No sé si es cierto que Stravinsky sea el compositor más importante del siglo XX, pero es uno de los cuatro o cinco nombres imprescindibles. Sin duda fue Debussy quien logró que el público empezara a oír de otro modo; esto es, más allá de la herencia wagneriana, hermosa pero abrumadora, hasta el punto de que ir por ahí era caminar hacia la gruta de Fafner pero sin espada, y esto lo comprendieron muchos postwagnerianos, en especial Richard Strauss.
Pero de los compositores cuya carrera se hizo ya en el siglo XX, que habían nacido en los ochenta, o poco antes (Schoenberg es de 1874), los grandes renovadores de lenguaje y conciencia sonoros, la figura de Stravinsky es una de las aportadoras. Un compositor que aporta, como es sabido, es aquel que crea nuevas perspectivas, más que nuevas gramáticas, aunque a veces las gramáticas sean imprescindibles. Además, tiene que ser un artista, no solo un maestro.

El Stravinsky de Petrushka o La consagración de la primavera crea, sobre todo, nuevas perspectivas, como si le dijeras a los músicos del mundo: esto podía ser así, y hasta ahora no lo sabíamos. Pero ese Stravinsky, que tuvo un vuelo alto, no podía repetirse a sí mismo, no podía componer una Consagración tras otra. Y el azar quiso que le llegara la inspiración que llamamos neoclásica, que tanta influencia tuvo (Alejo Carpentier escribió que, en determinado momento, todo compositor tenía su propio concerto grosso, y cito de memoria). A partir de un bello pastiche, Pulcinella (música de Pergolesi y –como se supo con el tiempo- de algunos otros), Stravinsky compuso una obra supuestamente clásica tras otra. Era sabio, era astuto. Parece mentira que todavía hoy consiga engañar a algún apresurado: ahí imita a Bach, ahí imita a Haendel. Por favor, colegas. Componía una obra con determinada línea o acordes de sonoridad clásica y a continuación insinuaba cuál era su modelo. Componía a menudo por encargo, e imponía el encargo. Compuso el Dumbarton Oaks Concerto como encargo y se supone que se inspiraba en los Conciertos de Brandemburgo. No se lo crean. Pero con las obras hieráticas, como los muy lejanos en el tiempo Apolo y Orfeo (ballets de 1928 y 1948) o ese hallazgo que es Oedipus Rex (1927); o abstracto-cómicas como Jeux de cartes; o con la sonoridad inédita de la Sinfonía de los Salmos; en fin, con las obras de tres décadas, Stravinsky se abrió paso en un mundo de conciertos más bien contrario en recepción y sensibilidades, porque su sonido era la antítesis tanto del repertorio romántico que se imponía en las salas como de su propia estética del llamado periodo ruso, y que había sido mucho más que ruso. Sí, Stravinsky impuso perspectivas al público, y logró sacarlas adelante. Al menos en dos ocasiones históricas. Es mucho para un solo compositor.
Es curioso que en el comienzo mismo del siglo los compositores se planteen, como Lenin y como el pesadísimo profesional revolucionario llamado Chernichevski, la muy conocida pregunta: Qué hacer. Solo que en un sentido muy distinto, no hace falta aclararlo más. Ese qué hacer fue lo que llevó a Schoenberg a crear su nuevo lenguaje; felizmente, tenía dos discípulos que fueron maestros, y en especial Alban Berg, el puente, el pontifex sin pretender el título (puente con el pasado inmediato, sin salto al vacío). Ese qué hacer fue lo que llevó a la segunda práctica (por llamarla así, y que me perdone Monteverdi) en materia de folclore aplicado a la música culta. Ahí está la respuesta compleja, que no podemos detallar ahora, del húngaro Béla Bartók, uno de los tres grandes del siglo (Debussy aparte, porque Claude A. tenía casi cuarenta años en 1900); y no me pregunten cuáles son los otros dos, porque uno sería Stravinsky, mientras que el otro puesto lo dejaría sin cubrir hasta que alguien lo hiciera por mí.

Hace mucho tiempo que caí en la cuenta de la mucha suerte que tuvo Stravinsky. En eso estoy de acuerdo con Norman Lebrecht. No en todo lo demás. Stravinsky tuvo suerte, pero sobre todo la tuvimos nosotros (we, the people), por poseer su obra. Tuvo la suerte de que Diáguilev oyera sus dos obras orquestales juveniles y se lo llevara a París, a los Ballets Rusos; tuvo suerte de que nadie se decidiera a componer El pájaro de fuego y lo compusiera él; tuvo suerte de que Diáguilev confiara en todo aquel que tenía una novedad que ofrecer, y así se produjo el milagro de Petrushka; tuvo la suerte de hallarse en Occidente, con Katia y los niños, cuando estalló la guerra y cuando, más tarde, su país, herido de muerte, se dio muerte a sí mismo; tuvo suerte cuando supo componer obras de la talla de Apolo, que no es ningún pastiche, y eso no es suerte, eso es talento, pero sí tuvo la suerte de que, a partir de determinado momento, cuando Diáguilev y sus imitadores desaparecían, el joven Balanchín se fijara en él, y este coreógrafo impulsó su nueva carrera hacia Estados Unidos. Tuvo suerte en Estados Unidos, donde un buen grupo de músicos lo acogió con verdadero anhelo; al contrario que a Schoenberg. Tuvo suerte en acomodarse bien en Estados Unidos, al contrario que Bartók. Tuvo la sensatez de no regresar a vivir a la Unión Soviética, al contrario que Prokofiev.
Stravinsky, cincuenta años. Teatro, impuro teatro
Tuvo (y tuvimos) la suerte de que sus convicciones o prejuicios contra el teatro se vieran desmentidos por su dedicación permanente al teatro, con aquellos ballets para Diáguilev, más Renard, la breve ópera Le rossignol o la impresionante Historia del soldado, que hizo con Ansermet, Ramuz, los Pitoeff, etc., y que provocó los celos de Diáguilev y, con el tiempo, las rabietas de Theodor W. Adorno). Más que desmentidas fueron esas manías cuando todo culminó en una de sus obras maestras más originales, Las bodas, que no solo no es signo de agotamiento, sino que, habiendo surgido de inspiración temprana, esperó unos cuantos años hasta que el compositor le encontró la clave que la distingue junto con la endiablada métrica: la tímbrica, la orquestación puramente percutiva, afinada o no, y además era la anti-Consagración, el ritual de la Rusia cristiana, algo inventada, frente a la pagana de La consagración, inventada por completo.
A propósito: tuvo suerte Stravinsky al aportar a la música culta occidental un componente esencial algo descuidado, o muy descuidado, la rítmica, la métrica. Sí, claro, ya sabemos que toda partitura lleva una indicación de ritmo junto a la armadura (bueno, me refiero a todas las partituras de aquellos tiempos): pongamos un complicado 9/8, pongamos un sencillo 3/4, que es tanto como decir 6/8 o, en los valses más intrincados, un 12/16. Pero el ritmo, en Stravinsky, es esencial para el lenguaje, para la línea y para la dimensión armónica, los acordes, los intervalos. El ballet precisa del ritmo marcado, no durmiente, y pese a que Stravinsky parecía desear la composición de música pura, al final ha pasado a la historia, entre otras cosas, como uno de los más inspirados compositores para esa gran impureza que es la danza en escena. Incluso con obras tardías como Agon, para Balanchín, ballet que era el colmo de lo abstracto (más que Jeux de cartes), compuesto en su época de serialista heterodoxo, pero con danzas de la suite antigua: sarabanda, gallarda…

Además, compuso óperas, el colmo de la negación de sus propios principios. Su única ópera larga es de 1951, cuando tenía ya casi setenta años, se titula The rake’s progress, la escribió nada menos que con libreto de Auden y Kallman, y ahora es una de las óperas más importantes del siglo XX. Lo que son las cosas…
No olvidemos, entre sus óperas, esa joyita brevísima y maravillosa que es Mavra, todavía en tiempos de Diáguilev, basada en Pushkin, con libreto de aquel angelito llamado Borís Kochno, que enamoró tanto a Diáguilev como a Szymanowski; no era un angelito, pero esa es otra historia.
No sé si me será posible volver al abuelo Igor en los próximos días. Me gusta resaltar la maravilla que hay en cada una de sus dimensiones. No me importaría señalar ciertos aspectos suyos que no me gustan, y me refiero a su vida, pero tampoco es para tanto. No lo vamos a criticar por lo que le reprochaba Diáguilev, que era un pesetero (Avida dollars). Peor lo hizo alguno de sus hijos, como el que se quedó en Francia durante la Ocupación. Tampoco me importa estar en desacuerdo con Lebrecht o quien se tercie, con cualquiera que me venga ahora a decir que Stravinsky era poco menos que menor y que hay que bajarlo del pedestal. ¿Qué pedestal? En música, en arte, hay cumbres, colinas, cerros, laderas, pantanos. Los pedestales los crean los del canon y todos esos derivados del rígido sistema clasista británico, que condena a los sirvientes y trata de ignorar, qué sé yo, la Italia que no sea Dante o la España que no sea el Quijote. Y ahí quién sabe si no nos meteríamos en un terreno muy distinto, el de los que despliegan un santoral laico tras otro (en música se llevó mucho, durante años, el culto no tan laico a San Anton Webern, que hoy sabemos que no era un santo) e ignoran las culturas que no les pillan cerca o desconocen por cuestión de idioma (no las culturas primitivas, exóticas, no), y aquí me refiero tanto a Bloom y su Canon como a mi muy querido George Steiner en libros como La muerte de la tragedia, que prescinde de todo el Siglo de Oro español, así, sin pestañear, mientras incluye a mucho autor realmente menor.
Ay, ahora que recuerdo. De Steiner y la música quedé en escribir algo hace un año, cuando estalló la epidemia… Tal vez Schoenberg y Moisés y Arón, no sé, veremos.
Lo dicho, trataré de volver con Stravinsky. ¶
Santiago Martín Bermúdez