Soy fresador
Los ingresos del eximio maestro griego Aristóteles Batutakis se habían visto muy mermados por los aconteceres víricos. Aunque era hombre previsor y, como dirían los castizos, tenía el riñón razonablemente cubierto (lo que vienen siendo unos ahorrillos), el parón pandémico había sido de tal calibre que la nevera, ese electrodoméstico cuyo vaciado actuaba como despertador (o eso decían) para que el gran Carlos Kleiber decidiera volver al podio, amenazaba con enfriar el rostro de quien la abriera antes de que pudiera acercar la nariz. El frío buscaba una presa próxima a falta de muchos alimentos que albergar en su interior. En resumen, la nevera del maestro estaba boquerón. Temblando, vaya.
En tal tesitura cualquiera hubiera pensado que el maestro Batutakis habría recibido alborozado la invitación, dando rienda suelta a un frenesí de júbilo ante lo que podría ser el anuncio del fin de la asfixia vírica y el principio de un confortable relleno del otrora bien nutrido y ahora escuálido refrigerador. El Teatro de la Ópera Real de la Conchinchina le había cursado una propuesta para dirigir una serie de representaciones de Carmen de Bizet, idea que también resultaba, a priori, tentadora para cualquier director que se preciara. Batutakis había dirigido la ópera a menudo y estaba bien familiarizado con ella. Sin embargo, el maestro recibió la invitación con una mezcla de sensaciones.
Todo tenía su explicación. Antes de que el virus irrumpiera en la escena musical y obligara a recordar a más de uno el dicho aquel de “malos tiempos para la lírica” (alguno hubiera añadido con razón “y para la sinfónica, y la de cámara… “), el propio maestro griego, siguiendo la estela de algunos ilustres colegas, había ido distanciándose de los fosos, un poco harto ya de que, de la noche a la mañana, las más absurdas ocurrencias escénicas hubieran tomado carta de naturaleza, obligando, por ejemplo, a convertir a Rigoletto en un empleado de alto rango en la corte (porque lo de bufón jorobado quedaba horrible) o al Duque de Mantua en un cura pervertido que se paseaba por un hospital donde se beneficiaba a cuanta enfermera se pusiera a tiro, por no hablar de las óperas mozartianas de ambiente romano decoradas en un blanco níveo cansino y alicatadas hasta el techo, pero donde los gerifaltes del imperio lucían abrigos de piel de finales del siglo XIX, con el bombín correspondiente, mientras sus militares portaban gabanes de corte protonazi e intimidantes Kalashnikov, que somo se sabe, eran armas muy en boga en la Roma imperial.
No era de extrañar, por tanto, que cuando su agente, el conocido don Celestino Temperado, de la muy prestigiosa agencia San Antón, no pierdas el son, le hizo llegar la invitación del Teatro de la Conchinchina para aquellas representaciones de Carmen, el bueno de Batutakis se echara a temblar. Había, después de todo, una buena razón para el tembleque. La producción llegaba de la mano de un enfant terrible de la escenografía, el inefable Pierre de la Grande Boutade, más conocido en los ambientes como Pierre Boutade, para abreviar. El señor Boutade había firmado ya propuestas, digamos, exóticas, de forma que había razones para temer lo peor. Batutakis se encontraba entre la espada y la pared. El instinto le impulsaba a dejar el (presunto) marrón para otro, pero la caquexia en que se encontraba la nevera, que ya gemía cuando su propietario la abría para extraer algo de lo poquísimo que iba quedando, le empujaba a que se liara la manta a la cabeza y aceptara.
Hizo su equipaje con desgana mientras llamaba a su agente.
Batutakis: Celestino, ¿cómo estás? Oye, es que estoy inquieto con aceptar esto de Carmen, a ver qué me voy a encontrar, que este de la Grande Boutade es capaz de hacer honor a su apellido y prepararme un lío catedralicio. ¿Sabes algo de por dónde van los tiros?
Temperado (contando hasta tres, porque estaba viendo que se le presentaba otro sinvivir como el experimentado no hacía mucho con su otro representado, Beniamino della Tastiera, y pensando en cómo no decirle lo que ya sabía del asunto): Pues verás Ari (le llamaba Ari, que era más corto, como en su día los más íntimos hacían con Onassis), yo creo que alguna ocurrencia habrá, pero no creo que gran cosa. Carmen es una ópera demasiado conocida, todo el mundo sabe de qué va, y en la Conchinchina el público es poco amigo de veleidades y devaneos…
Batutakis: Ya, ya, pero de la Grande Boutade ha demostrado que es capaz de todo, acuérdate cuando hizo que Parsifal fuera uno de los jefes del cartel de Medellín…
Temperado (preparando con una mano el Lexatín y con otra las rogativas): Tú tranquilo, que ya verás como todo va a ir bien y no se va a salir de madre.
Lamentablemente, la mentirijilla bienintencionada del agente no duró en pie mucho tiempo. Cuando el reticente Batutakis aterrizó en el Teatro, el director artístico, don Crótido Entrebastidores, se le acercó, temeroso, pensando en cómo explicarle al maestro la que se venía encima.
Entrebastidores (deshaciéndose en un peloteo almibarado de los peores): Maestro Batutakis, ¡cuánto honor para esta casa recibirle! ¡Es un privilegio tener un director de su prestigio al frente de estas representaciones! (el probo señor Entrebastidores pretendía que tal peloteo, que tantas veces había funcionado con los maestros, hiciera sus funciones una vez más, engordando el ego hasta conseguir que lo que había de venir después no desencadenara la tercera guerra mundial).
Batutakis (que no se quitaba la mosca de detrás de la oreja, y al que, en contra de lo pretendido por su interlocutor, el indisimulado peloteo solo conseguía reforzar en su recelo): Muy bien, muy bien, encantado. Dígame, ¿cómo es la producción del señor de la Grande Boutade?
Entrebastidores (tragando saliva y elevando plegarias a Nuestra Señora de la Misericordia): Pues verá maestro. La idea del señor de la Boutade es muy interesante… (Batutakis notó que el pulso se le aceleraba; la palabra “interesante” solía preludiar lo peor)… Carmen no es una mujer, digamos, licenciosa, como tantas veces en otras producciones. Es más bien una activista… (Batutakis empezó a preocuparse por la taquicardia, que iba en aumento, y comenzó a sudar; recordó que tenía un betabloqueante a mano, como recurso para mitigar los síntomas del nerviosismo por si las moscas, y se metió uno a pelo sin pensárselo dos veces, el asunto empezaba a pintar muy malamente) defensora de la ecología y lo naturista. Por supuesto, en estas condiciones, no trabaja en una fábrica de tabaco, porque eso está mal visto en la Lindolandia en que se desarrolla la acción…
Batutakis (con creciente agitación, interrumpiéndole con una mezcla de impaciencia e incredulidad): Pero a ver, señor Bambalinas…
Entrebastidores: Es “Crótido Entrebastidores”, maestro…
Batutakis: Bueno, eso, Entrebastidores. ¿La acción no tenía lugar en Sevilla?
Entrebastidores (carraspeando y empezando a sudar también, viendo que las rogativas habían sido inútiles y que el tsunami iba a ocurrir, sí o sí, cuando el maestro se enterara de lo más gordo, que estaba por llegar): Sí, ejem, bueno, ya sabe que el señor de la Boutade gusta de actualizar la época y lugar. Y en los tiempos que corren, Lindolandia, donde todo es muy naturista, ecológico, progresista y políticamente correcto, es el escenario ideal. (Haciendo una pausa para cerciorarse de que a su interlocutor no le hubiera dado un sopitipando… todavía) Así que, como le decía, Carmen es una activista de todo eso y algunas cosas más. Naturalmente, es feminista, pero feminista radical (A Batutakis se le estaba disparando la tensión y la taquicardia, y su mano, más que a punto de marcar un tres por cuatro, se encontraba en trance de cerrarse para ejecutar con contundencia un buen crochet de derecha; en tal tesitura, empezaba a considerar seriamente condenar al frigorífico a una prolongación de la dieta, y ofrecerse a dirigir pasodobles en alguna fiesta de pueblo, mientras miraba, furibundo al director artístico)… Y Don José, naturalmente no es militar, y tampoco se llama Don José, que parece que el nombre le da una autoridad que no tiene. Se llama Pepe y es un empleado normal y corriente. Eso sí, muy machista.
Batutakis (Estupefacto): Pero… machista… ¿por qué?
Entrebastidores (preparando la traca) … Porque hay que dar coherencia al tramo final…
Batutakis (que ya a duras penas contenía su puño): ¿Y qué demonio tiene eso que ver con el tramo final, si en el final Don José, o Pepe, o como diablos le llamemos, la mata?
Entrebastidores (echando mano de una aspirina y temiendo ya lo peor) … mire es que, en realidad, no la mata.
Batutakis: ¿¿¿¿Cómorrrr????
Entrebastidores (diluyéndose dentro de la camisa): Es que no es políticamente correcto ni escénicamente aceptable que un empleado machista se cargue a una activista progresista. Parecería que estamos haciendo apología de la violencia de género…
Batutakis: (transitando de la perplejidad a la indignación): Pero, por Dios, Crisanto ¡si la acción se desarrolla hace doscientos años en Sevilla…!
Entrebastidores: Ejem… es Crótido, maestro, Crótido, y no, en realidad ya le he explicado que se desarrolla en nuestros días en Lindolandia…
Batutakis (resoplando, ya en trance de perder la poca paciencia y compostura que quedaba): ¿Y entonces qué pasa en el tramo final, si no es que Pepe mata a Carmen?…
Entrebastidores (tomando distancia, por si se escapaba algún tortazo): Pues… en fin… que ella le mata a él…
Batutakis: ¿¿¿¿Cómorrr??? ¡¡¡Pero Casiodoro, por favor, eso es una barbaridad, un disparate!!!
Entrebastidores (intentando aplacar la cosa): Crótido, maestro. Es Crótido. Y hombre, si lo mira usted en el contexto de Lindolandia… tenga en cuenta que se han cuidado todos los detalles…
Batutakis: ¿Todos los detalles? Pero ¿qué detalles, por Dios santo?
Entrebastidores_ (poniendo un poco más de distancia, ante la certeza de que el tortazo era, esta vez, inevitable): Pues, por ejemplo (aquí ya temía que el apocalipsis quedara en un juego de niños)… Escamillo no es un torero…
Batutakis: ¿Qué no es queeeeé? ¿Y entonces qué diablos es, Cornelio? ¿Tornero fresador?
Entrebastidores (poniéndose en guardia ante la más que presumible evidencia de que lo siguiente que saldría del maestro sería una patada a la mandíbula, porque el crochet de derecha era una manifestación demasiado suave para la ira que albergaba el director griego): Es Crótido, maestro… y sí, ¡ha dado usted en el clavo, justamente ese es su oficio!
Batutakis (con un mosqueo de quinto grado, porque no hay sexto, y contando hasta diecisiete antes de soltar su puño): Pero vamos a ver, Crótalo…
Entrebastidores (definitivamente acogotado, temiendo desatar las iras definitivas del maestro, pero también resuelto a defender su verdadero nombre y apellido): Es “Crótido” maestro, “Crótido Entrebastidores” …
Batutakis (a punto de que la taquicardia superara el umbral de acción del betabloqueante y completamente desquiciado): Bueno, sí, eso, Críspulo Entreavisadores… (Entrebastidores tiró definitivamente la toalla) … si Escamillo es tornero fresador, ¿cómo va a cantar lo del Toreador?
Entrebastidores: Es que eso también va a cambiar…
Batutakis (definitivamente a punto del jamacuco): Pero por los clavos de Cristo, ¿qué me dice usted, Crisanto?
Entrebastidores (resignado a que Batutakis no diría su nombre correcto ni ante un pelotón de fusilamiento): Si, en lugar de Toreador, dirá “soy fresador”, que más o menos suena igual.
Batutakis (verdaderamente estupefacto, paralizado por el colmo del despropósito, y concluyendo que el pobre Columbano no podía pagar los platos rotos cobrando un puñetazo cuando el merecedor de ejecución sumarísima era el tal Pierre de la Grande Boutade…): Déjeme solo, por favor, señor…
Entrebastidores: “Crótido Entrebastidores”, maestro
Batutakis: Eso. Pues déjeme solo, que tengo que pensar.
Entrebastidores dejó al maestro dando gracias a San Judas Tadeo de haber salvado la mandíbula y prometiendo al santo unas cuantas novenas por haber permitido que su descripción del disparate escénico de De la Grande Boutade no terminara con sus huesos en la casa de Socorro y con un politraumatismo de pronóstico reservado. Por su parte, después de un buen rato de sesuda reflexión debatiéndose entre lo que le pedía el cuerpo y lo que demandaba el frigorífico, el maestro Batutakis decidió que el electrodoméstico, por esta vez, debía ganar la partida. Dejaría que, por una vez, el despropósito artístico se rindiera ante la urgencia nutritiva. Luego recordó que no había preguntado por los cantantes. Se preguntó si De la Grande Boutade también habría decidido cambiar algo de eso. Igual había puesto un contratenor a hacer de Carmen. Mejor no saberlo. Dirigiría aquel engendro y se encomendaría a la virgen de la Misericordia, a ver si tenía piedad de él y le fundía los plomos al bueno de Pierre de la Grande Boutade, impidiendo que hiciera honor a su apellido. Se preguntó, por último, qué pensarían los espectadores que fueran a ver Carmen por primera vez y vieran la idea del señor de la Grande Boutade. Y se acordó, entristecido, del dicho del principio: malos tiempos para la lírica. Después recordó otro. Aquel que decía que París bien vale una misa. Un poco adaptado, bien podría decir: Llenar el frigorífico bien vale esta Carmen-Boutade. Pensó en el aria: “Soy fresador, on garde”… Ante la evidencia de que el lexatín sería insuficiente, se dispuso a tomarse un whisky doble. O tal vez triple.
Rafael Ortega Basagoiti