Silvano Carroli, un barítono de los de antes
En este largo rosario de pérdidas de intérpretes líricos hemos de anotar, como ya se daba cuenta en noticia previa en la web de esta revista, la del barítono veneciano Silvano Carroli, que curiosamente ha muerto en Lucca, la ciudad de Boccherini y de Puccini y en la que recientemente ha fenecido el bajo Luigi Roni, a quien recordábamos en estas mismas páginas hace escasas fechas. Como hacíamos un poco más atrás con otro cantante de voz grave, de muy distinto signo, asimismo desaparecido: Franz Mazura.
Carroli, de cuya muerte ignoramos la causa y que había nacido en 1939, era un barítono de verdad, de los auténticos, de los oscuros y consistentes, de los “de pelo en pecho”, vigoroso, nervudo, amplio, sólido. Su timbre no era específicamente bello ni tenía el espectro recamado, lustroso, acompañado de eventual morbidezza, de otros colegas que desarrollaron su carrera tras la segunda gran guerra, como Giuseppe Taddei, siempre más cálido y dotado de un talento de gran fraseggiatore y una línea de canto de notable variedad, de infinitos claroscuros. O como Ettore Bastianini. No muy refinado ni variado de expresión, pero dotado de una monumental rocosidad, de una vibración baritonal de fuste, de unos armónicos espectaculares y de un campaneo en la zona aguda fuera de serie.
Tampoco podíamos equipararlo a un Piero Cappuccilli, algo más lírico, de un metal de menor relumbrón, pero hábil para jugar con las dinámicas y para dosificar los acentos, lo que concedía a su canto un singular atractivo, que unía a la confortable emisión, a una cierta atrayente carnosidad y a una facilidad innata para la regulación de intensidades, aunque siempre partiendo de un canto de relativa pulcritud. Ni, saltando el Charco, a la fenomenal reciedumbre de un Cornell Macneil, ampuloso, desbordante, de pegada fabulosa en el agudo, caracterizado por un squillo determinante, de rara penetración.
La voz de Carroli era hasta cierto punto opaca, de brillo relativo, en ciertos aspectos emparentada con la de otro colega de su tierra, Gian Giacomo Guelfi, cuyo instrumento era aún más voluminoso y retumbón, más sonoro y potente, bien que manejado con relativa pericia y aquejado en ocasiones de una falta de proyección en la zona alta, en la que el cantante perdía muchos enteros. Ese no era el problema de Carroli, que poseía un bagaje técnico bien aprehendido en su juventud gracias a las lecciones recibidas de Mario del Monaco y de otros maestros como Mario Labroca, Francesco Siciliani y Floris Ammannati, que fueron los que completaron su formación y le dieron vía libre para debutar cantando Marcello de La bohème al lado de Mirella Freni y Jaime Aragall.
Rápidamente Carroli se hizo un nombre como barítono verdiano, menester para el que sin duda estaba dotado pese a su relativa riqueza de resortes expresivos y a un estilo de canto que tendía a lo monolítico y que desconocía los matices más sutiles al no saber o no querer jugar con las dinámicas. Raro era desde luego que el barítono veneciano aplicara delicadas y sugestivas medias voces o que delineara con exquisitez las frases más características de un Iago de Otello de Verdi o de un Scarpia de Tosca de Puccini, personajes que, sin embargo, interpretó con gran frecuencia y en los que llegó a especializarse. Estaba en todo caso, por supuesto, la voz, que no era en absoluto desdeñable a pesar de lo dicho hasta aquí.
Porque nuestro cantante partía, ya se ha dicho, de un instrumento de auténtico carácter baritonal, de peso y fuerza innegables. No poseía, como se ha apuntado, excesivo brillo, pero era penumbroso, vigoroso, robusto, con empaque reconocible. Era también extenso, sin problemas por la zona inferior, hasta el fa 1 –en sus últimos años abordó partes de bajo-cantante- ni superior, en la que saltaba con facilidad al sol 3 gracias a una técnica adquirida de proyección hacia arriba, con un hábil giro de la laringe, de tal forma que el sonido salía catapultado con potencia, bien que frecuentemente envuelto en impurezas nacidas de un pasajero apoyo en la gola y por ello algunas notas aparecían poco timbradas. Pero sabía respirar y regular el aire con conocimiento.
Tuvimos ocasión de escucharlo, ya maduro, en varias oportunidades, tres de ellas con música de Puccini. Por ejemplo, en el papel de Michele de Il tabarro en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, donde daba una lección de saber estar y decir. Otorgaba al siniestro y celoso marido de Giorgetta una negrura muy propia. Lo vimos más tarde en el Palau de la Música de Valencia en una Tosca semiescenificada. Su Scarpia tenía malevolencia, fuerza bruta, empaque, era dominador, pero carecía de elegancia y de sutileza. La última actuación que le recordamos fue en Sevilla con La fanciulla del West. Su Jack Rance, el sheriff celoso, fue impecable. Sabía dar al personaje el sesgo adecuado y cantar “de lado”. Su Minnie, dalla mia casa fue ejemplar. La gran estatura le daba una importante presencia escénica.
Carroli dominaba de corrido unas cuarenta óperas, la mayoría de estricto repertorio, y era protagonista de al menos ochenta registros, casi todos en vivo. De ellos, al menos veinte son videos tomados en distintos teatros. Cantó hasta muy cerca de la senectud. Hay, por ejemplo, un recital grabado en 2012, cuando tenía ya 73 años. Y bastante decoroso.