Sibelius y Mäkelä triunfan en Viena
Viena. Konzerthaus. 21, 22 y 23 de mayo. Orquesta Filarmónica de Oslo. Director: Klaus Mäkelä. Sibelius: Las siete sinfonías.
No son muchas las oportunidades que se le presentan en la vida al melómano para escuchar, de una sentada y en tres jornadas consecutivas, el ciclo sinfónico completo de Jean Sibelius. Es cierto que las siete sinfonías se programan con asiduidad y algunas de ellas (Segunda, Tercera y Quinta) ocupan una posición central en el repertorio de toda orquesta que se precie. Pero la escucha en directo y en continuidad de la serie completa es un raro privilegio que permite al sibeliano irredento (categoría en la que me incluyo) no sólo disfrutar exhaustivamente de uno de los ciclos más subyugantes, enigmáticos y originales de la historia del género, sino también -y sobre todo- de comprobar con directa inmediatez la fascinante evolución que experimentó el estilo del compositor durante el cuarto de siglo que se pasó escribiendo sinfonías, desde la temprana y chaikovskiana Primera, de 1899, hasta la quintaesenciada Séptima, de 1924, penúltima palabra del genio escandinavo en lo que a la escritura sinfónica se refiere (remataría su labor con Tapiola), además de una obra que nos sigue cautivando por su etérea condensación y su despojadísimo mensaje. Este raro privilegio es el que hemos tenido los asistentes a los tres conciertos consecutivos que han ofrecido en el Konzerthaus de Viena la Orquesta Filarmónica de Oslo y su titular Klaus Mäkelä, el wonder boy actual de la batuta, que ha grabado la serie completa para Decca como carta de presentación discográfica y en pocos meses se ha convertido en el maestro más comentado y, sobre todo, codiciado del planeta música. Ese mismo privilegio lo podrán gozar quienes se acerquen por la Elbphilharmonie de Hamburgo los próximos 30 y 31 de mayo, y 1 de junio, en el marco de esta primera gira pospandémica que están llevando a cabo Mäkelä y los de Oslo, con escalas también en París y Londres (aunque con programas diferentes).
Como era previsible, Mäkelä no programó el ciclo en orden cronológico, sino ateniéndose a una lógica concertística, equilibrando por así decir las líneas de fuerza, aunque sin perder la coherencia. Así, el primero de los tres conciertos reunió la Primera con las dos últimas, Sexta y Séptima, ofreciendo de un plumazo una subyugante visión del comienzo y el final del arco evolutivo de Sibelius, desde la escritura posromántica en la que ya se adivina un universo sonoro profundamente personal, hasta esas dos obras maestras de la alquimia musical, en las que la peculiar escritura de Sibelius (ese crecimiento orgánico que puede prescindir de recursos temáticos e incluso, en el caso de la Séptima, de divisiones entre movimientos) alcanza un apogeo que el propio músico debió de percibir como tal, ya que sería incapaz de proseguir su trayectoria como sinfonista en los treinta años que todavía le quedaban de vida (incluyendo esa misteriosa Octava que al parecer escribió para quemar después). En el segundo concierto, Mäkelä decidió emparejar la sinfonía más ‘difícil’ del ciclo, la sombría e inasible Cuarta, con la que hasta hace poco ha sido la más popular (hoy en día esa popularidad la ha asumido la Quinta), la todavía posromántica (aunque muy a su manera) Segunda. Para la tercera y última velada, Mäkelä reunió las dos sinfonías en tres movimientos, la encantadora y clasicista Tercera y la celebérrima e imponente Quinta, con su majestuoso vuelo de grullas y los impactantes silencios finales.
No voy a detenerme en esta reseña en analizar una por una las interpretaciones que de cada sinfonía ofrecieron Mäkelä y los de Oslo; para ello, remito al lector a la estupenda crítica que ha publicado en el diario El País mi colega en estas páginas Pablo-L. Rodríguez, que desmenuza una por una cada lectura, y con cuyas opiniones por regla general coincido. Sí señalaré que, en contraste con las lecturas de la grabación para Decca, Mäkelä se ha decidido para estas interpretaciones en vivo por tempi más rápidos (en algunos casos sorprendentemente rápidos, como en el finale de la Tercera), imprimiendo una energía muy especial a sus lecturas. El jovencísimo maestro ha confesado en una reciente entrevista para Scherzo que la música de Sibelius forma parte de su ADN, como también del ADN de la Filarmónica de Oslo, una centuria que en todo momento se muestra subyugada por el magnético director, un maestro capaz de dirigir con batuta, sin ella, e incluso de no dirigir con las manos, sino utilizando exclusivamente sus expresiones faciales, siempre elocuentes y jamás gratuitas. No hay excesos en Mäkelä, incluso cuando más enérgico y arrebatador se muestra; su gestualidad siempre es vibrante y fogosa, pero nunca carece de sentido. El público percibe inmediatamente el idilio que se ha creado entre este joven talento y la orquesta noruega, un idilio que tal vez no acabe durando mucho. A Mäkelä no hay duda de que le van a llover ofertas (si no lo están haciendo ya) de algunas centurias con más posibilidades que la de Oslo para desarrollar sus ideas musicales. Veremos.
Difícil entresacar momentos estelares entre las casi cinco horas del mejor Sibelius que nos regalaron Mäkelä y los de Oslo. Yo particularmente me quedaría con la segunda parte del primer concierto, pero fundamentalmente porque coincido con el propio Mäkelä en que la mejor música del genio finés se encuentra en sus dos últimas sinfonías (de ‘milagro sinfónico’ califica a la Séptima, y coincido plenamente), así como en la conmovedora e hipnótica lectura de la Segunda, cuyo himno final hizo vibrar las columnatas del venerable Konzerthaus vienés. Sin embargo, el vuelo de las grullas de la Quinta no acabó de resultarme todo lo majestuoso que demanda la impresionante imagen musical, y los acordes finales, socavados por esos sobrecogedores e insólitos silencios, me resultaron tal vez demasiado mecánicos. Pero son percepciones subjetivas, en todo caso espigadas de unas lecturas que, en su conjunto, fueron absolutamente soberbias. Y así las recibió el público vienés que abarrotó los tres días el gran auditorio, y que acogió a este nuevo prodigio de la dirección orquestal con verdadero fervor. Mäkelä correspondió al éxito ofreciendo tres propinas, una por concierto, con tres de las piezas breves más populares del catálogo de Sibelius: el Vals triste al final del primer concierto, Finlandia como colofón del segundo, y El regreso de Lemminkäinen como fin de fiesta (esta última pertenece a una obra que incluye otra pieza sin duda más conocida y popular, El cisne de Tuonela; pero se antoja impensable que Mäkelä pudiese haber terminado el ciclo en un tono tan suave).
Y una última palabra respecto a la acústica del Konzerthaus. He podido leer en otras críticas encendidas alabanzas acerca de la extraordinaria y cálida acústica de este histórico recinto. A quien esto escribe, sin embargo, le parece que la acústica del Konzerthaus es demasiado abierta, propiciando que el sonido se disperse, lo que no favorece a la textura musical de la orquesta de Sibelius. Después de escuchar a la Filarmónica de Viena dirigida por Riccardo Muti en su hábitat natural, el Musikverein, esta impresión no hizo sino corroborarse. Esa dispersión sonora afectó al empaste global y, aunque se ganó en nitidez, la belleza del sonido se resintió. Probablemente los afortunados que tengan ocasión de escuchar el ciclo completo en los próximos conciertos hamburgueses, con la fabulosa acústica de la Elbphilharmonie, no tendrán ese problema.
Martín Lasalle
[Fotografías: Lukas Beck]