SEVILLA / Sibelius danzando sobre el fuego

Sevilla. Teatro de la Maestranza. 16-I-2020. Adolfo Gutiérrez Arenas, violonchelo. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Director: Enrique Arturo Diemecke. Obras de Ginastera, Elgar y Sibelius.
Pasaremos por alto la absurda denominación del cuarto concierto de abono de la temporada —El camino de los vientos en el V centenario de la vuelta al mundo de Magallanes y Elcano—, solo sustentada en el origen del primer compositor convocado y del director invitado. Porque lo que reveló este concierto fue la estupenda forma en la que se encuentra la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla (ROSS) y lo bien que le sienta ser guiada, de vez en cuando, por manos maestras y absolutamente solventes como las del veterano (y no del todo bien conocido) Enrique Diemecke.
Comenzó el programa con la Obertura para el Fausto criollo, una obra temprana (1943) de Alberto Ginastera, uno de tantos compositores que, entre nunca y jamás, suenan en los atriles de la ROSS por la habitual tónica de programar hoy lo de siempre y mañana también, un mal que no nos es propio; es menú semanal en las temporadas de abono de nuestras orquestas. Es esta, en fin, una pieza curiosa, que parece ir tanteando el Malambo de Estancia desde una cierta timidez; como si el argentino aún no se hubiera liberado de los clichés modernistas europeos (bueno, en realidad, nunca lo hizo del todo). A Diemecke le sonó entre bien y muy bien, jugando con los contrastes entre lo de aquí (el expresionismo) y lo de allá (el exotismo). Fue un buen presagio que encontró además una respuesta cargada de intención y brío por parte de la Sinfónica.
Con una orquesta romántica y agitada, Diemecke puso mucho esmero no obstante en plegarse al sonido, no demasiado grandilocuente y siembre afinado, de Adolfo Gutiérrez Arenas en el Concierto para violonchelo de Elgar. El solista resolvió las complejidades e hizo muchas cosas, como cantar la obra con recogimiento y agitación cuando correspondía. Intérprete y batuta estuvieron muy atentos a sus necesidades respectivas y la constante fue de notable a sobresaliente. Brilló especialmente el chelo en el doliente Adagio central, dicho sin excesos y con tendencia, como decimos, al intimismo. La sensación fue de pleno entendimiento entre todos los actores involucrados, lo que también se trasladó a la curiosa y rumbosa (violonchelo y orquesta) propina, la elegíaca Klid (Bosque silencioso), de Dvorák, que acaba de grabar junto a la Filarmónica de Magdeburgo para Ibs Classical.
Segunda parte para la Segunda de Sibelius (de nuevo, ¿cuándo escucharemos las sinfonías menos prodigadas del finés?). De acuerdo que el romanticismo es consustancial a estos pentagramas, pero lo que Diemecke hizo fue crear un incendio con una versión arrebatada y grandilocuente, cebándose en la construcción climática del imponente y cinematográfico último movimiento, con sus crescendos reiterados y sus metales atronadores. La Sinfónica, cuyos profesores manifestaron (con su quehacer y con su visible simpatía) conectar con el maestro invitado, dieron lo que este quiso. Pero Sibelius puede verse también desde cierta lejanía, con las manos y el aliento más templado (o más frío, según se mire). Desde luego no fue lo que deseó el director mexicano, ya desde un Allegretto que amenazaba casi tanto como Wagner y un segundo movimiento (Tempo andante, ma rubato) que buscaba avivar los rescoldos de Chaikovski.
(Foto: Guillermo Mendo)