SANTIAGO DE COMPOSTELA/ Un estreno de Fernando Buide para Abraham Cupeiro con Leonardo Balada al fondo
Santiago de Compostela. Museo Centro Gaiás. 15-IX-2024. Abraham Cupeiro, karnyx, cornu, aulós y caracola. Ensemble Música Práctica (Regina Laza, violín. Fernando Buide, piano. Manuel Lorenzo, violonchelo. Alejandro Sanz, percusión). Obras de Stockhausen, Torre, Balada y Buide.
Que un domingo por la tarde en la inmensa —y no muy céntrica que digamos— Cidade da Cultura compostelana se llene el auditorio del Museo Centro Gaiás ante la propuesta de una sesión de música de nuestros días, no deja de ser una evidencia más de eso que mi compañero Paco Yáñez ha dejado bien claro en estas páginas: que, hoy por hoy, Galicia es terreno abonado para estas cosas. Por autores, por intérpretes y por público. No está mal que las instancias administrativas pongan de su parte, pero aún mejor es que los públicos se den la razón a sí mismos y no les otorguen a aquellas posibilidad alguna de queja frente a lo que de verdad vale la pena apoyar.
Dicho lo cual, también es preciso reconocer que anunciar el nombre del sarriano Abraham Cupeiro (1980) es también todo un banderín de enganche. Su recuperación de instrumentos no sólo históricos sino casi prehistóricos, pertenecientes otros al acervo popular —“la naturaleza es la mejor sala de conciertos del mundo”, diría él mismo— o tan en principio ingenuos como la caracola, atrae a públicos de toda condición y le han llevado a ser un músico apreciado por el mundo adelante en su condición de solista único pero, también, de (re)constructor aventurero. Esta vez su presencia ligaba con lo que, llegados a este punto, tiene toda la lógica del mundo, es decir, que un compositor actual, sabedor, además, de las cualidades de Cupeiro como virtuoso en lo suyo le haya escrito una pieza para lucimiento mutuo. Y es que, en efecto, Constelación de Saxitario, la obra que Fernando Buide (Santiago de Compostela, 1980) le ha dedicado a aquel —encargo de la Quincena Musical de San Sebastián y de la Cidade da Cultura—, es no sólo un perfecto pretexto para su lucimiento sino la constatación de la enorme soltura de un autor que sabe muy bien lo que quiere y cómo conseguirlo, lo que no significa que hablemos de mera funcionalidad sino de la necesaria fusión de inspiración y estilo de acuerdo con unas intenciones que primero se proponen y luego se cumplen.
Naturalmente, la estrella de la fiesta es Cupeiro y la sonoridad de unos instrumentos que apabullan y emocionan al mismo tiempo. Con el karnyx —o comoquiera que se escriba correctamente, que hay escuelas— celta pareciera rememorar los relinchos, o los graznidos o los gritos de amor y terror de un animal antiquísimo que quisiera ser comprendido y no solo temido. Pareciera también, si prefieren, las trompetas de los sitiadores frente a una ciudad amurallada. Esos sonidos, esa fuerza elemental, se atempera con la capacidad conmovedora del cornu, capaz quizá de emocionar más aunque de semejante exigencia técnica —las cadenzas que aparecen aquí y allá dan buena fe en ambos casos. Como para que quede claro que eso no lo toca quien quiere sino quien puede. Buide separa cada parte de su obra con unos como interludios muy pertinentes y sabe, también, hacer el guiño correspondiente, en la tercera, a quien, como Stravinski, trató de estas cosas ancestrales y un poco salvajes. Con el aulós sobrevuela como sin querer nuestro Siglo de Oro y, para terminar, los címbalos y la flauta de agua muestran la fragilidad final de lo gigantesco. Cumplió con su parte estupendamente la muy buena acústica del amplio espacio utilizado en el interior del museo.
El programa del concierto se ligaba con la circunstancia de que Joseba Torre (Bilbao, 1968) y el propio Buide fueron discípulos en Pittsburgh de Leonardo Balada (Barcelona, 1933). En sus muy ajustadas e ilustrativas palabras de bienvenida, Buide se refirió a la relación de Balada con los arquitectos del grupo The New York Five, dos de los cuales, por cierto, están muy presentes en la Cidade da Cultura, Peter Eisenman y John Hejduk. Del maestro se interpretó su Cuatris (1969), una magnífica lección de lo que podríamos llamar esencialización de un discurso total: ritmo, melodía, contrapunto, contrastes tímbricos y dinámicos, una sinfonía en una cáscara de nuez que en algún momento me hizo pensar en un condensado de su sensacional Passacaglia. Mucho más abrupta pero no menos significativa de la estética de su autor es Música de Cámara II, (1999) de un Joseba Torre que muestra a la vez sus exigencias consigo mismo y con su audiencia, sus lazos con la vanguardia histórica y, por encima de todo, su personalidad a la hora de construir sin trucos. Música estimulante a más no poder desde su intención de no ceder fácilmente.
Como preludio e interludios se interpretaron Aquarius, Geminis y Libra de Tierkreis (1974-1975) de Stockhausen, esas extraordinarias piezas que se adaptan a cualquier orgánico. Poco que decir, o mucho según se mire, salvo que el tiempo las engrandece y muestra su influencia para bien o para mal. Lo que se haya hecho con ellas no es culpa de quien las creara. Aquí se les rindió tributo, como se merece una música que sigue tan campante.
Luis Suñén
(foto: Alberte Peiteavel)