SANTANDER / Radvanovsky y Tetelman: cantar para vivir
Santander. Palacio de Festivales. 5-VIII-2024. Festival Internacional de Santander. Sondra Radvanovsky, soprano. Jonathan Tetelman, tenor. Sinfónica de Bilbao. Director: Riccardo Frizza. Obras de Verdi, Puccini, Mascagni y Giordano.
Se llenó el Palacio de Festivales para escuchar el recital conjunto de Sondra Radvanovsky y Jonathan Tetelman, dos voces que van siempre acompañadas de grandes expectativas tanto por lo que se conoce como por lo que se espera de ellas. Con la elección del programa, compuesto por piezas de Verdi, Puccini y Giordano fuertemente aferradas al gran repertorio, dejaban bien clara su intención de no limitarse a cubrir el expediente, y la autoridad al abordarlas no hizo sino apuntalar y ampliar lo que de ambos (especialmente de ella) se podía esperar.
La soprano de Illinois de una de las enormes cantantes del último medio siglo y en el curso de una carrera modélica como la suya, que va acumulando años sin dejar de garantizar un volumen y una amplitud vocal excepcionales, sigue dando muestras de un descomunal talento musical, imparable como una bola de fuego. Cantar le da la vida. Asombrosa desde la primera nota (literalmente) en “Pace, pace mio Dio!” de La forza del destino, en la que ya exhibió esa capacidad de regular el sonido que le pertenece solo a ella, íntimamente desgarradora en “Vissi d´arte” de Tosca, como si la cantase para ella misma, hierática e imperial en “In questa reggia” de Turandot, vibrante en “Sola, perduta, abbandonata” de Manon Lescaut, con sentimiento pero sin sentimentalismos, con la voz igual en un hilo que sobreponiéndose a la fuerza de la orquesta que tenía detrás. Era Puccini en todo su esplendor, intenso y conmovedor, audazmente asomado al abismo de la vida.
Una vez disipadas las reservas tras un comienzo algo dubitativo en “Ah la paterna mano” de Macbeth, donde se echó en falta un fraseo más delicado, sin sobresaltos veristas, quedó patente la incontestable generosidad de Jonathan Tetelman, su voz de tintes oscuros que adquiere brillo y una especial pegada en la zona alta. Lo dio todo y cuando su estilo se adaptaba mejor a la música, como en “Nessun dorma” o en “Come un bel dì di maggio”, lograba imponer su personalidad. También junto a Radvanovsky se crecía, como si le impulsara su colosal presencia. La música se llenaba de energía el dúo final de Andrea Chénier, temblaba con la pasión salvaje de sus personajes. A su lado, Frizza era el garante de la unidad de todas las partes, la mano que lo mantenía todo (no siempre era fácil) en su lugar, recorriendo con la BOS el largo trecho desde los oscuras premoniciones de la obertura de La forza del destino hasta la desolación que hierve en los intermedios de Manon Lescaut y Cavalleria rusticana. Cambian los tiempos, pasan los años, pero el espíritu de la ópera sigue tan vivo como siempre.
Asier Vallejo Ugarte
(fotos: Pedro Puente Hoyos)