SAN SEBASTIÁN / Volando con las alas del Trío Albéniz
San Sebastián. Claustro del Museo de San Telmo. 10-VIII-2022. Trío Albéniz (Paula Brizuela, violonchelo; Luis María Suárez, violín; Javier Remeix, piano). Obras de Turina, Ravel y Kelly-Marie Murphy.
El Trío Albéniz, nacido gracias al encuentro de tres magníficos músicos en las aulas de la Escuela Superior de Música Reina Sofía, ofreció un estupendo concierto en el claustro del Museo de San Telmo articulado en torno a las figuras de Joaquín Turina y Maurice Ravel. El hilo conductor y el título general aludían al renacimiento del ave Fénix a partir de las cenizas, metáfora de los tiempos vividos, como explicaron brevemente. Esto justificaba también el cierre del recital con una obra de la canadiense Kelly-Marie Murphy, inspirada por dicha ave fantástica.
Por nuestra parte observamos más bien una organización circular sobre todo en las tres primeras obras, entre las que se podía establecer —la interpretación es subjetiva y libre, ojo— ciertos paralelismos, cruces y reflejos. Así, se abrió el concierto con una obra temprana de Turina previa a su traslado a París, cuyo primer tema del primer movimiento sirve también de material principal en el último, y se cerró esta parte franco-española con otra de madurez, titulada precisamente Círculo. En medio, ese Ravel, que consta de cuatro movimientos, como el primer Turina interpretado, y que contiene resonancias españolas (como tantas veces en la obra del francés), sobre todo en ese segundo movimiento, Pantoum, que a su vez hace referencia a una forma poética oriental en la que ciertos versos vuelven una y otra vez y en la que el material temático se combina y repite de variadas formas.
Según hemos apuntado, abrieron el fuego con el Trío en Fa de Turina (1904), que, como explicó la violonchelista Paula Brizuela, se trata de una obra que está fuera del catálogo de Turina porque el compositor no quiso incluir en él ninguna de sus partituras escritas antes de 1907. Su desdén fue tal que este trío apareció por azar y no se reinterpretó hasta 1999, con ocasión del 50º aniversario de la muerte del compositor sevillano. Por fortuna, la obra de Turina está viviendo un cierto resurgir en los últimos años y no son pocas las formaciones, camerísticas principalmente, que se interesan por un corpus realmente rico y merecedor de mucha más atención.
En lo que a este trío se refiere, no cabe duda de que la inspiración proviene del postromanticismo alemán, con bastantes regustos chaikovskianos y también muchas pinceladas personales, especialmente en muchos giros melódicos o ciertos encadenamientos armónicos. En cualquier caso, el Trío Albéniz asentó desde las primeras notas con autoridad lo que sería la tónica general del concierto: dominio pleno de las partituras, excelente compenetración, fantástica gestión de la tensión interna de los movimientos —particularmente de los más apasionados— y un gran equilibrio de la sonoridad. Muy hermoso ese segundo movimiento, en el que las cuerdas asientan un clima sereno para dar paso al piano, que parece darles la respuesta y dialogar con ellos hasta unirse los tres en un tema cargado de lirismo y apasionamiento. Lleno de elegante salero resultó ese Allegro alla danza, en un compás de cinco por cuatro que hicieron realmente muy bailable, y eso a pesar de lo incómodo y difícil de la escritura al piano, que es quien lleva la peor parte por estar obligado a mantener la pulsación de principio a fin. El movimiento final nos sacó del salón para volver a un carácter más atormentado y lleno de pasión en el que los tres intérpretes exprimieron todas las posibilidades expresivas que ofrece esa escritura tan sabrosa, demostrando, por si no había quedado claro aún, todo su virtuosismo individual y su saber hacer en conjunto.
Se atrevieron después con una de las obras maestras del género, el Trío de Ravel (¿qué partitura del francés no es una obra maestra en su género?), de enorme dificultad (segundo pleonasmo en una frase: ¿qué partitura del francés no es difícil?). Voy a aprovechar para introducir aquí una digresión de esas que deben irritar a algunos, no sin razón. Esta obra fue compuesta en 1914 a un ritmo que era inhabitual en Ravel, conocido por su relativa lentitud debida siempre a un perfeccionismo casi enfermizo, pero que le agradecemos sin duda alguna. En este caso, el comienzo de la guerra a finales de julio y la entrada de Francia en el conflicto en el mes de agosto, le empujaron a llevar a término su obra, pensando, quizá, en poder alistarse.
La I Guerra Mundial supuso para Ravel un marasmo intelectual y emocional: ya en agosto de 1914 no termina de entender por qué hay que luchar y matarse entre personas tan cercanas en tantos aspectos como son los habitantes de Francia y Alemania. A pesar de su escepticismo y su pacifismo, no dudó en insistir hasta tres veces para alistarse y participar activamente: su pequeña talla lo hacía en principio inhábil para ir a filas, pero por fin lo consiguió en 1916. La razón era simple: su sentido del deber para con su país y sobre todo, para con tantos amigos y tantos compatriotas, entre ellos su propio hermano, que combatían en el frente. En aquellos momentos, surgió la iniciativa por parte de la Sociedad Nacional de Música de prohibir en los conciertos cualquier obra de cualquier compositor alemán o austriaco, llegando al absurdo de proclamar que Beethoven tenía orígenes flamencos para ‘salvarlo’ de la quema.
Pues bien, Ravel escribió una carta enviada el 7 de junio de 1916 a los responsables de dicha asociación para presentar su renuncia por oponerse a semejante medida, que consideraba con total lógica absolutamente injusta, absurda y contraria a cualquier resquicio de amor al arte. ¿Qué diría hoy Ravel al ver a Chaikovski desprogramado en la temporada de la Orquesta de Cleveland, a Anna Netrebko tratada como una apestada o viendo a responsables de teatros de ópera dejando caer que Prokofiev, en realidad, nació en un lugar que ahora es Ucrania para que no se monte un follón en una representación? Si no fuera por la tragedia que supone la guerra de Ucrania, no dejaría de ser hilarante que quienes babeaban al paso de Gergiev porque había que llevarse bien con Rusia y su tirano y pasaban por alto que llevara años sin ensayar como Dios manda, le tiraran piedras y rompieran su contrato de cualquier manera al día siguiente de la declaración de la guerra.
Hay que ser muy valiente para defender el sentido común y la importancia del arte por encima de consideraciones interesadas y partidistas como siempre son las que provienen de la política, frente a quienes siempre siguen la consigna mayoritaria venga de donde venga. Y así Ravel, ese hombre pequeñito y debilucho, que, él sí, había ido al frente y no como otros, tuvo los santos arrestos de plantar cara a la facción dominante en el panorama musical de su país y se jugó el pan porque, como se pueden imaginar, le dejaron bien claro que tampoco sus obras se programarían en territorio francés. Por suerte, pronto cambió la presidencia y las cosas mejoraron porque hubo un puñado de valientes que, viendo el ejemplo, se atrevieron a unirse. Pues eso, seamos valientes o al menos, dejemos de ser cobardes.
Y volviendo a lo que nos ocupa (o lo que les ocupa a ustedes, que lo mío ya, ni se sabe), este es el ambiente en que compuso Ravel su obra. El Trío Albéniz supo traducir con delicadeza y pasión los mil matices tímbricos y sonoros de la partitura. Comenzaron con un Modéré no tan rítmico como suele ser habitual, un tanto más envuelto en brumas, como si quisieran destacar más ese carácter ensoñador del comienzo y también acrecentar el contraste entre los diferentes temas y entre movimientos. Hay que resaltar que Ravel estaba preparando un concierto para piano sobre temas vascos por las mismas fechas y luego fue reutilizando algunos temas incluso en su posterior Concierto en sol y que buena parte del Trío fue compuesta en San Juan de Luz. En este caso, el compás de ocho por ocho nos dibuja una especie de zortziko (el auténtico va a cinco por ocho, como muchos sabrán, así que les dejo hacer el común denominador). El final del movimiento nos devolvió a ese carácter un poco más sombrío, que se retomaría después en la Pasacalle, remarcando de nuevo lo circular de todas las estructuras del concierto. Delicioso fue el muy complejo segundo movimiento Pantoum.
Magnífico el trabajo para que los picados del piano y los de las cuerdas tuvieran el mismo carácter, cosa que a Ravel le traía de cabeza, por considerar que las cuerdas percutidas y las frotadas eran incompatibles per se. Y de nuevo, perfectamente organizado el movimiento para conducirlo hasta la apoteosis final. Quizá faltó un poco de calma en el comienzo de la Passacaille, probablemente aún bajo el influjo del movimiento anterior y, dada la acústica del claustro, quizá podía haber sido un poco más seca de pedal la introducción en la sección grave del piano para potenciar la claridad. Pero muy pronto llegaron a un ambiente grave y sostenido que se mantuvo hasta ese final, esta vez sí, perfectamente cantado y decantado por el piano. Y quizá fue en el diabólico último movimiento, que está escrito con una claridad que no permite fallo ninguno, en el que descollaron. Transitaron con aparente comodidad por esos vaivenes continuos de registro, carácter y dinámica y llevaron al público hasta esa explosión final con absoluto alborozo. Realmente fantásticos.
Siguió Círculo de Turina, obra de 1936 que refleja los tres momentos claves del día: Amanecer, Mediodía y Crepúsculo. Se trata, como es lógico, de una partitura mucho más personal y esencial que el Trío en Fa, y en la que la influencia de temas populares andaluces es patente, aunque no renuncie a las influencias recibidas en Francia, como el tratamiento orquestal de la formación o ciertos recursos en las cuerdas muy del gusto raveliano, precisamente. Sin duda, el Trío Albéniz domina perfectamente este tipo de obras llenas de colorido, con multitud de transiciones de un carácter a otro y encuentran siempre la expresión justa, sin exageraciones dramáticas pero con apasionamiento, en un exacto término medio. Fue un delicioso colofón a estas estructuras circulares.
En cuanto a la obra Give me phoenix wings to fly de Kelly-Marie Murphy, no diremos mucho porque tampoco añade gran cosa a este magnífico concierto que podría haber terminado aquí. Se trata de una composición efectista en extremo, de fácil audición, que juega con estructuras simples repetidas una y otra vez en los instrumentos, que se enfrentan y acompañan sucesivamente y sin respiro en los movimientos primero y tercero. Está claro que se precisa de unos grandes virtuosos pero la expresión musical en sí misma es mucho más liviana que en Turina y Ravel. El segundo movimiento, como era de prever, es contrastante en extremo e instala un carácter estático y por momentos de casi absoluta inmovilidad antes de atacar el tercer y frenético movimiento —carácter que comparte con el primero— con que termina dejándonos sin resuello.
Como feliz propina, interpretaron el segundo movimiento del Trío nº 2 op. 76 también de Joaquín Turina, inmejorable cierre para un concierto de muchísimo nivel que supuso una verdadera lección magistral de música de cámara.
Ana García Urcola