SAN SEBASTIÁN / ‘Oedipus Rex’: una apuesta ganada para la Quincena
San Sebastián. Auditorio Kursaal. 24-VIII-2023. Quincena Musical Donostiarra. Orquesta Sinfónica de Bilbao. Coro Easo. Erik Nielsen,director. Irène Jacob, narradora. Peter Marsh, Edipo. Claudia Mahnke, Yocasta. Mikhail Petrenko, Tiresias. Fernando Latorre, Creón. Damián del Castillo, Mensajero. Aitor Garitano, Pastor. Chaikovski: Hamlet. Stravinsky: Oedipus Rex.
A cambio de las dos o tres representaciones operísticas que la Quincena Musical suele ofrecer habitualmente, este año el festival donostiarra se ha decantado por una nueva propuesta, no exenta de valentía por parte de sus responsables. Por una parte, se trata de una producción propia de un título bastante inhabitual y que ni siquiera encaja plenamente en tal género: nos referimos al Oedipus Rex de Stravinsky. Por otra, hay que contar con la tendencia acomodaticia y tradicional de buena parte del público que asiste al Kursaal durante estos días, a la que es difícil sacar de ciertos senderos. E insisto en lo del Kursaal, porque hay otros recintos y otros ciclos de la Quincena que cuentan con una asistencia mucho más abierta, variada y dispuesta a la novedad. Sin embargo, el recinto se llenó, y realmente había mucha expectación por ver qué se nos presentaba en esta especial ocasión.
La velada comenzó con el Hamlet de Chaikovski, fantasía-obertura de relativo interés en la producción del compositor. Se comprende que, dada la breve duración del Oedipus (unos 55 minutos), se quisiera complementar el programa y también que la elección del director y titular de la Sinfónica de Bilbao, Erik Nielsen, viniera motivada por razones literarias y míticas: el padre asesinado, la sombra alargada del crimen que se ceba en el hijo, el castigo que recae sobre culpables directos y allegados… Bien. Valga como complemento. Quizá, dado que estuvieron obligados a tener a la orquesta en el foso desde el principio, era difícil programar otro Stravinsky, que era lo que muchos habríamos preferido.
Sin solución de continuidad, y casi como si ese Hamlet fuera la obertura del Oedipus, comenzó el fresco musical de Stravinsky. Y he dicho “fresco” de forma intuitiva, como si se tratara de una pintura musical ya fijada, estática, inamovible y con un soporte lítico, que es la impresión que me dejó esta obra. La genial utilización del latín contribuye sin duda a esta buscada sensación de distanciamiento temporal y de monumentalidad. De hecho, parece que fue una decisión tomada previamente incluso a la escritura de la música. Un verdadero acierto que sólo habría sido superado por la adaptación musical del original en griego, pero que sin duda habría complicado las cosas. Qué quieren, tengo debilidad por las lenguas muertas. El libreto original de Jean Cocteau hubo de ser traducido por un sacerdote, salvo la parte correspondiente al narrador, que se mantuvo en francés.
Quizá lo más destacable de la representación fueron el coro y la puesta en escena. En cuanto al primero, reconocer el grandísimo trabajo llevado a cabo por los hombres del Coro Easo. En esta obra, tan directamente inspirada en la tragedia de Sófocles y en la dramaturgia griega clásica en general, la masa coral funciona como un personaje –de hecho el más presente y continuo– con una partitura que contiene grandes dificultades musicales y por tanto, mnemotécnicas. No podemos sino alabar la prestación de este coro, que estuvo a gran nivel, y no digamos si tenemos en cuenta que se trata de un coro aficionado, y la fina dirección de Erik Nielsen, siempre atento. Buena emisión, buen empaste y gran corrección rítmica fueron las tónicas generales. Como anécdota histórico-emotiva, decir que son cuatro los antiguos componentes de esta agrupación los que aún pueden contar cómo el propio Stravinsky les hizo ensayar y les dirigió en Lisboa esta misma obra en el año 1966, así que algo quedará de transmisión directa.
La compañía de títeres Per Poc ha sido la encargada de concebir la puesta en escena, que ha sido, en términos generales, un verdadero acierto. La escenografía siguió la citada inspiración clásica para apoyar la idea original tanto de Stravinsky como de Cocteau, patente en toda una colección de restos de estatuas cuyas cabezas y cuerpos desmembrados representaban a cada uno de los personajes. El coro se mantuvo a lo largo de toda la representación en un tercer plano, porque podríamos decir que el primero era el de los solistas y el segundo, de las estatuas, entre los que se movían bailarines y titiriteros que proyectaban sombras chinescas con motivos alusivos a la acción e iconografía tomada de vasijas griegas. A medida que los solistas intervenían, se ponía en marcha un juego de movimientos con los cuerpos y caras que los representaban, y de los que se apropiaban bien los propios personajes, bien los bailarines. Todas las intervenciones solistas fueron completamente frontales, como correspondía en esa visión arcaizante, y el coro limitó su gestualidad a quitarse y ponerse unas máscaras en función de su participación más o menos activa en la acción. Realmente fantástica la iluminación, que produjo efectos y ambientes diferentes –un museo, la noche, el fuego…– y que fue la gran protagonista de una puesta en escena deliberada y justamente tendente al hieratismo. El único “pero” sería un cierto exceso de información por momentos, en los que se superponían demasiados planos metafóricos y simbólicos.
La narradora fue en esta ocasión la actriz Irène Jacob, sosa como es ella, falta de carácter, pero lo suficientemente neutra como para que funcionara sin molestar. Iba, eso sí, idealmente peinada, vestida y calzada, oigan.
En cuanto a los solistas, quizá quien menos destacó fue el propio Oedipus, encarnado por el tenor Peter Marsh. Si bien cumplió con el papel y resultó seguro, esa emisión tan nasal en el agudo y muy particularmente sobre la vocal “i” afeaba notablemente la línea de canto. Estuvo bien Fernando Latorre como Creón, en una intervención rotunda y de buen volumen. Estupenda la mezzosoprano Claudia Mahnke como Yocasta, el personaje canoramente más agradecido, ya que su partitura es la que más se parece un aria al uso. Muy convincente musical y dramáticamente, utilizó con gusto y mesura el registro de pecho de su hermosa y plena voz. El bajo Mikhail Petrenko interpretó a un Tiresias solemne y un tanto rudo, muy acorde con el personaje del oráculo y con una actuación mucho más convincente que en la Octava de Mahler de hace unos días. Fantástico estuvo Damián del Castillo, haciendo gala de una voz cada vez más potente pero siempre perfectamente controlada y dosificada. Es sin duda uno de nuestros mejores cantantes y un seguro de vida para quien cuente con él. Y estupendo también Aitor Garitano como el Pastor. Posee un instrumento muy bello con el que supo aportar ese toque de cierta inocencia en mitad de la tragedia.
Muy bien en su cometido la Orquesta Sinfónica de Bilbao y detallado y preciso el gran trabajo que llevó a cabo Erik Nielsen para que esta obra tan compleja y llena de vericuetos funcionara y encajaran todas las piezas.
En definitiva, un espectáculo realmente bien concebido y que funcionó estupendamente y una apuesta arriesgada por la que no podemos sino felicitar a la Quincena Musical.
Ana García Urcola
(fotos: Quincena Musical/Iñigo Ibáñez)