SAN SEBASTIÁN / La viola de Joaquín Riquelme, en primer plano
San Sebatián. Museo de San Telmo. 16-VIII-2022. Joaquín Riquelme, viola. Enrique Bagaría, piano. Obras de Schumann, Brahms, Enesco y Hindemith.
El público llenó por completo el aforo del claustro del Museo de San Telmo para escuchar al gran violista murciano Joaquín Riquelme. No cabe duda de que su fama le precede: no en vano se trata del tercer español en formar parte de la Filarmónica de Berlín, con los ilustres precedentes de los violinistas Santiago Cervera y quien llegara incluso a ser concertino de dicha formación, Enrique Fernández Arbós (figura capital de la música española de finales del XIX y primer tercio del XX, muy vinculada con la propia ciudad de San Sebastián). Las facetas de solista y de músico de cámara de Riquelme son igualmente reseñables, pero no cabe duda de que esa “proeza” ha hecho que su nombre destaque y adquiera cierto halo legendario, lo cual beneficia a la difusión de la música compuesta para su instrumento. Se mostró agradecido y casi se podría decir que conmovido al ver tanto interés “por un recital de viola”, como si fuera poca cosa o como si ya estuviera asumido que este bellísimo instrumento tiene menos interés que sus hermanos.
Riquelme presentó junto a otro gran músico, el pianista Enrique Bagaría, un programa que coincide con el de la grabación que ambos han efectuado recientemente y que aborda algunos de los monumentos compuestos para este dúo. Comenzaron con el Adagio y Allegro op. 70 de Robert Schumann, obra escrita en 1849 durante un periodo muy fructífero del autor en lo que a la música de cámara se refiere. Pensada en principio para trompa, fue adaptada inmediatamente para violín y, como saben los aficionados a este género, también se toca habitualmente con violonchelo y, naturalmente, con viola. Enseguida tuvimos ocasión de degustar el magnífico y poderoso sonido de Riquelme en esas largas y ligadas frases del Adagio. E inmediatamente también dejaron ambos constancia de lo buenos solistas que son. Fue evidente el dominio de la obra por ambas partes, dejando a un lado algún pequeño problema sin duda causado por la sempiterna humedad que, concierto tras concierto, no da respiro a ningún músico de cuerda. Sin embargo, tal vez por esta incomodidad, o quizá por un posible breve tiempo de ensayos en el lugar para acomodarse (mera conjetura, pero es lo que tienen los recintos que tienen otro uso durante todo el día), se echó de menos un poco más de conexión expresiva entre ambos. Bonitos fraseos, sin duda, pero quizá se podría haber ahondado más en los contrastes que pide Schumann.
La misma tónica se siguió en la Sonata op. 120 nº 1 en Fa menor de Brahms (1833-1897), cuya versión para viola fue escrita prácticamente al mismo tiempo que la de clarinete. Aunque ambas Sonatas op. 120 fueron inspiradas por el buen hacer del clarinetista Richard Mühlfeld, Brahms concibió su alternativa para viola de forma contemporánea y pensando en su amigo Joseph Joachim, el famoso violinista y violista. Se trata de una obra -como la nº 2– de gran dificultad tanto técnica como interpretativa, porque la vehemencia de carácter que inunda tantas páginas brahmsianas queda aquí diluida por un profundo sentimiento de nostalgia, en ese periodo final de su vida en el que las pérdidas de amigos son un continuo. Y precisamente la gran dificultad para los intérpretes es conseguir que todos esos encadenamientos de frases nada evidentes, resulten medianamente aprehensibles para el auditorio, principalmente en los dos primeros movimientos. De nuevo, aunque tocaron bien, porque son muy buenos -preciosos sonido el de Bagaría, por cierto-, faltó cierta compenetración y también cierta serenidad para ahondar en las transiciones y respiraciones. El tercer movimiento, con un carácter más ligero y claro fue al que sacaron más chispas y cerraron brillantemente con ese incomodísimo Vivace en el que fueron de menos a más.
Pero fue en la segunda parte del concierto en la que de verdad nos hicieron disfrutar de su arte, quizá ya más cómodos ellos con el lugar y sus características. Comenzaron con el Koncertstück de Georges Enesco (1881-1955), obra que por su estructura recuerda a la fantasía o a la rapsodia y que, a pesar de haber sido compuesta en 1906 como encargo de Gabriel Fauré para el concurso anual de viola del Conservatorio Superior de París y por tanto estar llena de escollos técnicos para el solista, no se olvida en absoluto del piano, cuya escritura dista mucho de ser la de un mero acompañante. La preciosa introducción de la obra, en que el tema pasa de un instrumento a otro y nos conduce a una especie de segunda sección de tono post-romántico a la francesa, ya nos adelantó el goce que supondría el resto del recital. Incido aquí en el despliegue sonoro de ambos intérpretes, y particularmente de nuevo, en lo poderoso, delicado y bello del sonido de Riquelme, que fue una constante durante todo el concierto. Realmente, una partitura muy interesante y hermosa que aúna perfectamente el virtuosismo con la expresividad y en la que ambos estuvieron fantásticos.
Cerraron con la Sonata op. 11 nº 4 de Paul Hindemith (1895-1963) , obra que forma parte de un corpus de sonatas para instrumentos de cuerda y sin duda influida por la decisión del propio Hindemith de pasarse del violín a la viola. Compuesta en 1919, fue estrenada por el propio compositor, lo cual da cuenta tanto de su nivel técnico como del conocimiento del instrumento a la hora de escribir. Se trata de una obra de estructura curiosa, que comienza con un a modo de introducción titulada Fantasía y que se une sin cesura a otros dos movimientos que comportan variaciones cada uno de ellos. Esta forma que, para estar en el aire de los tiempos, podríamos calificar de “caleidoscópica”, está perfectamente articulada por parte de Hindemith, que consigue que todo ese conglomerado se cohesione “orgánicamente” (segunda concesión en una frase a la terminología de moda, no digan que no progreso adecuadamente). Y sobre todo, en este caso los intérpretes sí que lograron traducir magníficamente toda esa complicación temática y también una verdadera unión desde ese ambiente plácido y cantabile hasta esa apoteosis final a través de un trenzado progresivo de temas y variaciones por el que navegaron con total dominio y autoridad. Estuvieron realmente magistrales.
Como propina, la conocidísima Canción de cuna para dormir a un negrito de las Cinco canciones negras de Xavier Montsalvage, que sirvió para convertir la euforia del público en tranquila alegría.
Ana García Urcola