SAN SEBASTIÁN / ¿Dónde está Bach? Crónica de una experiencia fallida
San Sebastián. Capilla del Museo de San Telmo. 5-VIII-2024. Quincena Musical. Ciclo de Música Antigua. Bachcelona Consort. Solistas Salvat Beca Bach. Bruno Delgado, proyecciones. MusikArte: obras de J. S. Bach y Bruno Delgado.
Aviso para navegantes: quien espere encontrar en este escrito una reseña al uso sobre un concierto se va a sentir inevitablemente decepcionado, así que hará bien en dejar de leer esto y podrá emplear el siempre valioso tiempo en lo que considere más oportuno. Y no va a ser una crónica convencional porque el propio “concierto” no lo era y porque no voy a hablar apenas de música, o al menos de la música que se interpretó en el “concierto”.
Para quienes a estas alturas sigan aquí les pondré en situación. El segundo concierto del Ciclo de Música Antigua de la Quincena estaba consagrado a la música de Johann Sebastian Bach, interpretada por los músicos del Bachcelona Consort y los jóvenes cantantes de la Salvat Beca Bach. Además, se anunciaba como un tercer elemento participante las proyecciones del artista multidisciplinar (cineasta, investigador y arquitecto) Bruno Delgado. La tipografía del programa de mano daba idéntica importancia a unos y otros, así que cabía esperar que la intervención de Delgado tendría tanta relevancia como la de los músicos. De hecho, el artista salió y saludó al principio y al final junto a ellos. No habría estado de más que explicara su presencia allí. El título del programa, MusikArte, se podía interpretar como una posible simbiosis entre la música y ¿el arte? Y algunos se preguntarán, ¿la música no es arte? Bien, obviemos por el momento esta contradicción.
Debido al condicionante de las proyecciones, el evento se trasladó a un lugar cerrado, la capilla del museo, algo que habrá resultado beneficioso para el material proyectado pero que ha condenado a la catástrofe a la parte musical. Porque esta capilla tiene una acústica incompatible con la práctica musical, a no ser que se pretenda experimentar con la confusión y la lejanía del sonido, lo cual no se puede descartar en un artista multidisciplinar. Desconozco las intenciones del artista, lo más que he conseguido saber es que actualmente está investigando “las confluencias de las experiencias cinematográfica y musical en directo”. Si el concierto que nos ocupa se inscribe en esta investigación, el resultado de “las confluencias” se puede resumir así: la música de Bach fue sacrificada en aras de unas proyecciones banales e inocuas. Porque el aparatoso dispositivo necesario para las proyecciones -hasta donde pude ver tres proyectores y dos pantallas- alejaron a los músicos y cantantes hasta el fondo de la capilla bajo el coro, los ocultaron con las pantallas y nos sumieron a todos en la oscuridad. En estas condiciones, entenderán que se me haga difícil valorar la calidad de la interpretación musical. De hecho, las proyecciones tuvieron un efecto doblemente alienante: por un parte distraían de lo que alcanzábamos a oír de la música y por otro escamoteaban la visión de los músicos para devolvernos a cambio la proyección de unas sombras de los mismos sobre las pantallas, en una suerte de representación del mito de la caverna en la cual, en lugar de la realidad, teníamos un sucedáneo de la misma.
A mí, qué quieren que les diga, me parece que hay algo profundamente frívolo en todo esto, porque sean cuales sean las intenciones de este montaje, el resultado es clamorosamente fallido y porque lo que se pierde es mucho más de lo que se gana, si es que se gana algo. Creo que no arriesgo mucho si digo que la música de Bach es una de las expresiones más elevadas de la cultura occidental. Su música es una bofetada a la mayor parte de la llamada, grandilocuentemente, creación contemporánea. Frente a la banalidad de la mayor parte de ésta, Bach es trascendente. Frente a la esterilidad de la mayoría de la producción contemporánea, la música de Bach tiene un carácter redentor. Utilizar su música como pretexto con espurias intenciones es un ejercicio de soberbia porque, como diría Saza en Amanece que no es poco, “justamente Bach, con el predicamento que tiene en este pueblo…” (en la película de José Luis Cuerda la referencia es Faulkner pero para el caso es lo mismo). Hace décadas que el arte occidental ha renunciado a la trascendencia, porque ya no se cree en Dios ni en el ser humano, o a la belleza porque ya no se confía en su carácter redentor o transformador. Los mejores artistas lo más que consiguen es una mirada lúcida sobre el mundo de hoy y, en general, lo que transmiten es bastante desesperanzador. Se ha convertido en una práctica habitual del arte de nuestro tiempo poner en cuestión los valores del pasado, criticar nuestros errores como civilización, pero es incapaz de proponer otros nuevos, de crear relatos plenos de sentido con la potencia simbólica suficiente. Y por eso es tan autorreferencial, se está mirando constantemente a sí mismo, porque muchas veces no sabe cómo enfrentarse al mundo, es incapaz de explicar nada. Por todo ello, aunque muchos pensarán que exagero con toda esta perorata, es importante respetar la música de Bach y de igual manera la de Mozart, de Beethoven o las obras de Shakespeare o de Cervantes, la pintura de Velázquez o Rembrandt y las películas de los cineastas humanistas como Renoir o Rossellini. Ellos encarnan lo mejor de la condición humana, nos reconcilian con nosotros mismos porque nos confirman que el ser humano es también capaz de alcanzar lo sublime.
Y que conste que no tengo nada en contra de Bruno Delgado, al que no conocía hasta ahora. Al contrario, las referencias que he encontrado sobre él me lo hacen simpático, especialmente porque es uno de los pocos cineastas que sigue rodando en soporte fotoquímico, en película de 8mm. Y pese a la grandilocuencia de los discursos explicativos de sus acciones, quizás debidos a los museos e instituciones con los que ha colaborado, sus películas parecen tener una sana modestia -otra cosa es lo que pretende con ellas en los contextos en que se proyectan-. De hecho, junto a las sombras de los músicos, lo que pudimos ver en el concierto fueron fragmentos de filmaciones de apariencia doméstica que reflejaban acciones cotidianas o artesanales. Eso sí, se me escapa qué aportaban en el contexto del concierto.
Alguien dijo, creo que fue Robert Bresson, que no hay películas buenas sino películas necesarias. Siguiendo esta lógica, las proyecciones del concierto son absolutamente superfluas, nadie las necesitaba allí y nadie las echaría de menos si no hubieran estado. Creo que las condiciones espaciales y acústicas de un concierto son esenciales para poder disfrutar de él. Complicar las cosas añadiendo más elementos distrae e impide la concentración cuando estamos ante una música que ya tiene un alto grado de densidad, como la de Bach. En lugar de costosos experimentos, lo que hay que intentar es organizar conciertos en lugares con unas dimensiones adecuadas y con buena acústica, en los que los espectadores puedan estar cerca de los intérpretes y disfrutar de la música, que no es poco.
Imanol Temprano Lecuona
(fotos: Quincena Musical | Iñigo Ibáñez)