SAN SEBASTIÁN / Chailly y la Filarmónica de La Scala: un sublime concierto para el recuerdo
San Sebastián. Auditorio Kursaal. 27-VIII-2024. Orchestra Filarmonica della Scala. Riccardo Chailly. Obras de Chaikovski y Ravel.
La velada ofrecida en el marco de la Quincena Musical por la Orquesta Filarmónica de La Scala bajo la dirección de su titular, Riccardo Chailly, se recordará sin duda como uno de esos momentos únicos que se viven en el festival cada cierto tiempo, pero además, desde un punto de vista mucho más personal, quien suscribe añadirá que es el concierto en el que me han hecho descubrir otro Chaikovski. He de confesar que no está el gran compositor ruso entre mis favoritos, por mucho que lo he intentado. Reconozco y admiro sus cualidades, pero me siento bastante lejana de su tipo de sensibilidad. Así que, si bien daba por sentado que, teniendo al frente a Chailly, la versión que escucharía de la 5ª Sinfonía sería buena, no esperaba yo mucho más y de hecho, mis verdaderas expectativas estaban puestas en las dos Suites de Daphnis y Chloe de la segunda parte. Error. Craso error. A muchos nos pareció escuchar por primera vez esta sinfonía y a mí particularmente –y a algunos otros melómanos poco chaikovskianos con los que pude departir a la salida– hizo que me fascinara la obra. O la interpretación, que al final es lo que nos llega de la música escrita.
El gesto de Chailly da la impresión de ser siempre lo que se necesita, ni más ni menos. No hay grandilocuencia ni desmesura, ni, por supuesto, espectáculo. El tempo, las entradas, el fraseo, los matices, sólo eso, que es todo, marcado con precisión, claridad, implicación y elegancia. Los músicos están obligados a mirarlo porque conduce absolutamente cada intención en cada matiz, cada articulación, cada rubato. Y si no le gusta lo que le da su orquesta, un pequeño gesto basta para enderezar a la tropa. Quizá lo que más me admiró fue que supo encontrar el punto culminante de cada movimiento y dirigir la tensión hacia él, cosa dificilísima en Chaikovski, porque tiende a despistar con tres o cuatro cúlmenes.
Desde el Andante introductorio ya pudimos intuir que se iba a vivir un momento sinfónico muy especial. Fantásticos los clarinetes en esa melodía entre abnegada y desgarrada que abre la obra (sumisión ante el destino, decía el propio compositor): ni una nota sin intención o sin dirección. La manera de sostener de las cuerdas fue impecable, con ese sonido pleno incluso en los pianissimi, dando al acompañamiento armónico todo su sentido, porque en las modulaciones y el color de cada acorde está el carácter de esa melodía que se repite una y otra vez. En el Allegro con anima ya pudimos disfrutar de esa visión compacta de cada sección pero que es capaz de revestir de un carácter o un color distinto cada frase. Fantástico ese juego casi camerístico de las maderas a lo largo de todo el movimiento e impresionante el poderío de los metales, con un sonido redondo y verdaderamente grande, pero que nunca se impusieron al resto, con algún efecto de eco en las trompas perfectamente ejecutado. Si en algo destaca esta orquesta de La Scala es en tener una gama dinámica realmente admirable y también una capacidad de respuesta inmediata: no hay miedo a llevar las intenciones hasta el final, porque los oyentes tenemos que entender lo que está pasando. Ahí se nota que es una orquesta de ópera, sabe adaptarse a los cantantes y cambiar el carácter en función de un texto. Chailly, por su parte, gestiona admirablemente los rubati, que son constantes, y no digamos esos stringendi de la partitura: aguanta a la orquesta para que la energía no se diluya hasta impulsar la aceleración final. Y en las frases más líricas, como el segundo tema, les da todo el vuelo y la amplitud necesarias pero sin caer en el desbordamiento sentimental. Una lección de expresividad elegante.
Impresionantes los crescendi sobre una nota larga en las cuerdas y esa llegada al fortissimo en la sección intermedia, con tensión pero con un sonido nunca saturado. El diminuendo hacia la reexposición fue una maravilla de control y exactitud, sin perder un ápice de tensión. Fantástica la transición con los solistas de las maderas y especial mención al solista invitado de oboe, Robert Silla, que es el solista de la ONE. En la segunda parte el testigo sería recogido por Miriam Pastor, otra española que detenta el puesto de corno inglés en la Concertgebouw de Amsterdam. Y puedo decir sin temor a equivocarme que son dos de los mejores oboístas del mundo. Volviendo a la Sinfonía, destacar ese fraseo tan respirado de la sección de cuerda en el tema lírico, con unas cuerdas graves de impresión. Magnífico toda esa parte previa a la breve coda que sube a un fortissimo muy largo en el que, si no se anda con cuidado, se puede tender a la histeria. Lejos de todo eso, la contención, buen gusto y maestría de Chailly nos mantuvo con el alma en vilo. Todo el diminuendo final fue un prodigio: primero, por mantener así la tensión; segundo, porque Chailly consiguió en décimas de segundo que el carácter ligero y casi juguetón que el oboe y el fagot aún procuraban al tema, se fuera tiñendo del dramatismo de las cuerdas; y tercero, por esos semitonos del final con esa frase en ppp de los contrabajos, que se entendieron perfectamente. Un enorme “bravo” a toda la sección.
El comienzo de las cuerdas en el Andante cantabile fue simplemente estremecedor, hasta que entró el solo de trompa, uno de los más conocidos, comprometidos y esperados del repertorio. El solista estuvo francamente bien, de nuevo sin expansión sentimental de más. Estupendas las maderas y preciosa esa frase en contrapunto del oboe, que deja aparecer un nuevo carácter, más ensoñador. No se puede cantar mejor ese tema que como lo hicieron los violonchelos hasta ese silencio tras el stringendo, cuando toman el protagonismo los violines con el segundo tema, hasta esa explosión conducida a través de un rubato, de nuevo magníficamente dirigido por Chailly. Este movimiento está lleno de esos “tira y afloja” que, o se estructuran desde la totalidad del movimiento, pensando en llevar la intención general a un punto y a partir de ahí se gestiona la tensión en cada rubato, o aquello puede ser como una crisis de ansiedad constante en la que no se entienda nada. Y Chailly no sólo es un arquitecto de primera, sino que sabe ejecutar lo que piensa admirablemente. Maravilloso el sonido de los violines sobre la primera cuerda cuando cantan el tema principal en la reexposición y estupendamente dibujado el contracanto del oboe, que luego retoman clarinete, trompa y fagot. Qué forma de llevar los valores largos hasta el final por parte de Chailly y de ir al fondo de cada tiempo. Eso permite que las respiraciones tengan su lugar natural y ese vaivén permanente fluya con la naturalidad con que lo hizo. Y el fortissimo con cuatro F nos despeinó, pero sin asomo de dureza, y nos dejó sobrecogidos con esa frase tan dramática que llega de forma abrupta, para convertirse por última vez en ese precioso segundo tema que va alejándose hacia el grave con un último canto de los clarinetes y un pianissimo magistralmente ejecutado.
Cambio de carácter completo para ese delicioso vals que es el tercer movimiento, en el que las cuerdas articularon perfectamente esos acentos con que el movimiento ternario parece pasar a binario, como un guiño para despistarnos. Estupendas las maderas al retomar el tema y clarísima toda esa sección en spiccato de las cuerdas, que se van cediendo la frase unas a otras, incluidos esos breves reguladores nada fáciles de hacer. Las maderas tuvieron una nueva ocasión de lucirse en este movimiento con gran protagonismo, y en este caso, citemos al fagot solista, que estuvo realmente fenomenal.
El Andante maestoso es otro movimiento que entraña un peligro nada fácil de soslayar, que es el de caer en una pomposidad casi ridícula. Como era de esperar tras lo escuchado, el maestro milanés lo hizo suyo desde un fraseo impecable y una elegancia sin fisuras. Perfecto el cambio de tempo al Allegro vivace, con una energía trepidante pero siempre ajustada y bien conducida de sección a sección. Qué generosidad en los matices, en esos crescendi, qué sensación de seguridad y de dominio. Chailly no deja nada al azar y sabe exactamente lo que busca en cada nota, pero al mismo tiempo encadena todo con esa naturalidad que proviene de una buena construcción y de la respiración. Apoteósico final con unos metales fuera de serie. Bravísimo el timbalero también, que se llevó una de las ovaciones de la noche, por cierto. A estas alturas, la Orquesta de La Scala ya había demostrado todo lo que tenía que demostrar y Chailly ya nos había dejado sin palabras.
La segunda parte, dedicada a las dos Suites de Daphnis y Chloé siguió en esta misma línea de perfección y derroche de buen gusto y musicalidad a borbotones, pero quizá la sorpresa fue menor, dado que la obra en sí es mucho más refinada desde el punto de vista orquestal, un verdadero trabajo de orfebrería, y a los que nos declaramos ravelianos militantes, nos tiene ganados de antemano. Impresiona pensar que esta obra tiene ya más de cien años (se estrenó el 8 de junio de 1912 y fue un encargo de Diaghilev, como es bien conocido) porque siguen sorprendiendo su audacia y su visión de futuro.
El comienzo, con esos trémolos de las cuerdas con sordina y en pianissimo fue completamente hipnótico, como si se extendiera una leve alfombra sonora sobre la que entró la flauta en un magnífico y dúctil solo, con el vibrato muy escuetamente utilizado, buscando una sonoridad que nos recordara a tiempos pastoriles antiguos, a esa Arcadia de los sueños de Ravel. Muy bien la trompa en su continuación, así como el clarinete. La sensualidad primó en esta interpretación, gracias a una constante búsqueda de colores y a una exacta gradación en la combinación de los timbres, sin olvidarse de cantar esas frases intensas que nos hacen ver hasta qué punto Ravel tenía también el germen del Romanticismo dentro de sí, aspecto que se olvida demasiadas veces. Ese ambiente del Nocturno, entre estático y onírico fue maravillosamente recreado por Chailly, que otorgó el exacto protagonismo a cada sección y cada solo. El Interludio constituyó una auténtica paleta de mil colores de los vientos (impresionante la sección de flautas) hasta desembocar en esa Danza guerrera que se despliega sobre ese ritmo obsesivo, más lento o más rápido. Magistral Chailly al frente de esa precipitación contenida una y otra vez hasta llegar al culmen final.
El amanecer (Lever du jour) de la 2ª Suite fue un prodigio de vitalidad, luz y color, con esa frase ascendente en las cuerdas que evoca la salida del sol dibujada de un solo trazo y esos vientos imitando el despertar de los pájaros. Fantástica la sección de flautas manteniendo ese tejido sonoro. Fue realmente emocionante escuchar hasta qué punto esta orquesta y su director extraen todo el lirismo contenido en esas larguísimas frases que ondulan a lo largo del movimiento hasta culminar en ese fortissimo cargado de sentimiento y sensualidad. Estupenda Miriam Pastor en ese puente que nos dirige a la Pantomima y en ese tema inicial, y precioso el nuevo solo de flauta paralelo al del Nocturno, con ese acompañamiento transparente de las cuerdas. Impresionantes de precisión y sonido todas y cada una de las intervenciones de las arpas en ambas Suites, desde los momentos más protagonistas, hasta su contribución a las cascadas sonoras o el mantenimiento de un fondo orquestal. La transición hacia la Danza general, en la que ya se anuncia el nuevo ritmo pero que aún se yuxtapone a fragmentos del tema más lírico, fue ejecutado con una precisión irreprochable hasta llegar a especie de tarantella casi desenfrenada mezclada con un galop demoníaco que hay que contener para que cada detalle de la orquestación esté presente y claro, y para obtener el resultado deseado por Ravel hasta alcanzar el paroxismo absoluto. Realmente, no se puede hacer mejor.
Tras una inmensa ovación, tuvieron a bien interpretar como propina Jalousie, de la ópera Jenufa, de Janacek. Precioso y fabulosamente interpretado, pero mi corazoncito italianizante hubiera preferido la obertura de La forza del destino, por ejemplo. Ya puestos a pedir…
Un concierto fuera de serie con una orquesta de muchísimos quilates, una capacidad de reacción impresionante y una generosidad sin límites y un director al frente que, no por tener bien ganada su fama se conforma con cualquier cosa. Es uno de los mejores y demuestra por qué. Y además, me descubrió otro Chaikovski. No se puede desear más. Gracias, Maestro.
Ana García Urcola