SAN FRANCISCO / Un Bruckner muy serio y un estreno de Samuel Adams
San Francisco. Davies Symphony Hall. 25-II-2023. Orquesta Sinfónica de San Francisco. Conor Hanick, piano. Director: Esa-Pekka Salonen. Obras de Samuel Adams y Bruckner.
Era la primera vez que este crítico escuchaba in situ a la Sinfónica de San Francisco (SFS) con su nuevo titular, el finlandés Esa-Pekka Salonen. Cuando llegó el momento de tomar el relevo de un Michael Tilson Thomas con graves problemas de salud y que había conseguido encaramar a su orquesta entre las grandes americanas —ese territorio hoy más difuso que antes de las Big Five— pocos, excepto los interesados, pensaban que la sucesión iría por ahí. Las fotos de MTT aparecían desde hacía muchos años, desde el aeropuerto hasta el Davies Symphony Hall, en carteles promocionales de la temporada de la orquesta como el gran emblema cultural de la ciudad y no parecía fácil encontrar quien sin llegar a ese carisma más que musical sí fuera capaz de hacerse cargo de una centuria tan ligada a un modo de hacer. Pero la decisión fue más rápida de lo esperado y, desde 2020, Salonen está a cargo de una formación que debió, por las mismas fechas, enfrentarse a los problemas de la pandemia y que precisamente estos días recibía de sus administradores respuesta a la negociación de sus demandas salariales.
La sensación a lo largo del concierto que aquí se comenta de cómo están yendo las cosas no ha podido ser más favorable. Salonen es maestro serio y sólido, de criterio muy bien asentado, que sabe lo que quiere y cómo llegar a ello desde una evidente objetividad de partida. Y su Sexta de Bruckner —se diría que una de las sinfonías más difíciles de poner en pie del austriaco, sin los grandes bloques ni las intensas dinámicas que atesoran algunas de sus compañeras— llegó con la necesaria fluidez, imponiendo la realidad de su trazo a eso que hay quien quiere escuchar a toda costa en el autor. Es como si sólo partiendo de esa base se pudiera ir más allá, cosa que sucedió precisamente porque de ahí llegaba todo con la naturalidad que permitía el dominio de la estructura. Para eso hace falta la técnica directorial que Salonen atesora, la claridad de su gesto siempre preciso y sin adornos innecesarios, pero también una orquesta que supo seguir esa senda lógica. Ambos, maestro y músico, se encontraron en un camino repleto de momentos magníficos —qué buenos primera flauta y timbalero— en los que se iluminaba un Bruckner bien bruñido pero que no necesitaba deslumbrar para mostrarse verdadero.
En la primera parte se estrenaba No Such Spring, de Samuel Adams (San Francisco, 1985), hijo de John Adams que a lo largo de la obra no puede —ni tiene por qué— disimular la huella de su padre. La alusión de la pieza —la única de grandes dimensiones escrita desde Drift and Providence, que estrenaría la SFS en 2011— en su título a la primavera la explicaba el autor antes de su ejecución, y después de una conversación con el público, a través de la megafonía de la sala aludiendo a compositores que a lo largo de la historia de la música habían tenido que ver con la estación, así las de Vivaldi, Schumann, Stravisnky —este citado muy explícitamente después en la nueva partitura— o Billie Holiday. Pero, sobre todo, No Such Spring tiene que ver con la pandemia, porque su escritura se produjo en aquel periodo, y con la invasión de Ucrania. Y ello ha supuesto un cambio en sus ideas respecto a la comunicación a través de la música hasta el punto de que esta deba ser para Adams —un compositor en el que hasta hoy se rastrean influencias más cercanas a las vanguardias históricas de lo que su nueva composición permite adivinar— cada vez más directa.
Con la base en el minimalismo como herramienta técnica y en la variación como planteamiento arquitectónico, Adams construye un vasto fresco en tres movimientos, de media hora de duración, construido a base de oleadas expresivas nada complejas en su desarrollo horizontal y muy ricas —la percusión por ejemplo o el uso de un sintetizador analógico Moog— en lo vertical. Es fundamental el papel del piano —extraordinario aquí Conor Hanick— en una composición que no es en absoluto un concierto con solista, pero en el que su constante presencia pareciera ser la trasposición en el escenario de un oyente que se hiciera las mismas preguntas que él mientras va escuchando las respuestas de la orquesta. Un logro, sin duda, es la melodía llena de calma que corre a su cargo en determinados momentos, así como su papel de suscitador de las reacciones de la orquesta, sobre todo, como señala Thomas May en sus notas al programa, ahí donde aparecen las referencias al sexto movimiento de la Sinfonía Turangalila de Olivier Messiaen. El uso de ostinati, las dinámicas bien dosificadas, los colores a veces de paleta impresionista colaboran a un resultado brillante —con su final un punto demagógico en esa pulsación del pianista sobre el teclado que no produce ninguna nota— que el público recibió con una larga ovación.
Luis Suñén