SAN FRANCISCO / La última ópera de Saariaho llega a los EEUU
San Francisco. War Memorial Opera House. 7-VI-2024. Dirección musical: Clément Mao-Takacs. Dirección de escena: Simon Stone. Escenografía: Chloe Lamford. Vestuario: Mel Page. Iluminación: James Farncombe. Kaija Saariaho, Innocence
Innocence, la última ópera de la fallecida Kaija Saariaho, es indiscutiblemente admirable –admirablemente concebida, admirablemente ejecutada. Desde los inquietantes gemidos que emanan del foso, previos a la subida del telón, hasta la brizna de cuerdas que anuncia el fundido en negro final, Saariaho crea un mundo sonoro de atmósfera tensa, en profunda relación con la incisiva y pertinente historia que cuenta la ópera: las secuelas de un tiroteo escolar que se revelan, capa por capa, en un malogrado banquete nupcial una década después. Es una inteligente partitura.
La producción de Simon Stone –la misma que la del estreno de la ópera en julio de 2021– comparte un similar nivel de inteligencia, asestando golpes certeros tanto al intelecto como a las vísceras. La escenografía de Chloe Lamford está conformada por una caja blanca a dos niveles que, ambientada con la cruda iluminación fluorescente de James Farncombe, gira para mostrar diferentes habitaciones, transformadas a cada escena por un atareado equipo de tramoyistas, pero silencioso e imperceptible, a medida que el centro de atención oscila entre el hotel (el presente) y el colegio (el pasado). Stone coreografía hábilmente las numerosas entradas y salidas del reparto, y mantiene una angustiada tensión visual a tono con la inquieta e inquietante música de Saariaho.
Vista y escuchada por primera vez en Francia en julio de 2021, y desde entonces representada en Finlandia (donde se sitúa la acción), Inglaterra y Países Bajos, Innocence ha llegado por fin a la nación que, por desgracia, mantiene el récord mundial de tiroteos escolares, y de violencia armada en general. Estuvo bien poder experimentar la obra en directo, en un teatro de ópera –había visto la retransmisión en directo desde Aix-en-Provence hace tres veranos–, pero quedé con sensaciones contradictorias; la admiración por sus virtudes quedó atenuada por un creciente fastidio ante su artificiosa arrogancia. Está, en primer lugar, el excesivo libreto de Sofi Oksanen, originalmente escrito en finés, pero traducido en su mayor parte por Aleksi Barrière, hijo de Saariaho, a tramos en –y me estaré olvidando un idioma o dos– francés, alemán, español, rumano, checo y (demasiado poco) inglés. El políglota resultado, para aquellos de nosotros no tan versados lingüísticamente, plantea la necesidad de recurrir constantemente a los sobretítulos, limitando mucho la conexión con el escenario; habría estado mejor que Saariaho hubiera optado por la idea de Poulenc de adaptar su igualmente locuaz Dialogues des Carmélites a la lengua vernácula del espacio en el que se representa. El texto es alternativamente cantado (por intérpretes de formación clásica, con una excepción importante) y hablado (por actores, que interpretan a cuatro de los estudiantes), todo ello amplificado a diferentes niveles. Las partes vocales resultan poco memorables; en lugar de líneas cantables y potentes, Saariaho ofrece un surtido de recursos: Sprechstimme para la maestra atormentada por los recuerdos, vuelos de falsetto para el agitado padre del novio y llamadas bovinas para el folclórico espectro de la víctima central. Puedo imaginar fácilmente a los actores queriendo interpretar estos intrigantes papeles; menos factible es que los cantantes quieran cantarlos. Y aunque la puesta en escena de Stone (aquí dirigida por Louise Bakker) mantuvo su intensidad, no pude evitar el deseo de haberla visto en un teatro más pequeño que el War Memorial Opera House de San Francisco, cuyo aforo alcanza las 3.126 localidades.
O quizás en ningún teatro. No pude resistirme a volver a aquel vídeo de 2021 (se puede visitar en YouTube), donde redescubrí una Innocence mucho más inmediata y envolvente que la que acababa de ver sobre el escenario norteamericano. Julie Hega, por ejemplo, como la oscura, francesa Iris (el principal de los papeles actuados), resulta aterradoramente fascinante, al contrario de lo que pareció en San Francisco. Los monólogos de Lucy Shelton, como la atormentada profesora, suenan más desgarradores con su expresiva cara en primer plano. Y la angustia de la Tereza de Magdalena Kožená –madre de una de las víctimas, y por irónica coincidencia, camarera en la boda del hermano del asesino– se manifiesta con una amargura que no replicó la laudable interpretación de Ruxandra Donose desde mi ventajoso punto de vista, cercano al escenario.
Quizás sí lo hizo en la retransmisión en directo que el teatro estadounidense realizó durante la representación siguiente, la cual todavía no he visto. Creo que todo el reparto se habría beneficiado de la aguda mirada de una cámara: Lilian Farahani (también presente en Aix) como la novia, y los debutantes Miles Mykkanen, como el novio con el infame secreto, Claire de Sévigné y Rod Gilfry como los afectados padres, y Kristinn Sigmundsson como su ineficaz sacerdote. Vilma Jää, que colaboró con Saariaho en la estrafalaria parte vocal de su personaje, fue de nuevo la intérprete del aparentemente inocente fantasma adolescente. Clément Mao-Takacs y sus 64 instrumentistas en el foso mantuvieron la tensión musical como en una cuerda floja. Todo el equipo, de protagonistas a coro y técnicos, se reunieron sobre el escenario para los aplausos, y todo el equipo recibió la merecida aprobación clamorosa del público. Pero, entre las ovaciones, me pregunté a mí mismo: ¿Dudará alguien más, de mi lado de las candilejas, si existe una mejor manera de enfrentarse a Innocence?
Patrick Dillon