SALZBURGO / Minkowski y Mariame Clément llevan a ‘Hoffmann’ a los infiernos
Salzburgo. Grosses Festspielhaus. 27-VIII-2024. Benjamin Bernheim (Hoffmann), Kathryn Lewek (Stella, Olympia, Antonia, Giulietta), Christian Van Horn (Lindorf, Coppélius, Le docteur Miracle,/Dapertutto), Kate Lindsey (La Muse, Nicklausse), Marc Mauillon (Andrès, Cochenille, Frantz, Pitichinaccio), etcétera. Konzertvereinigung Wiener Staatsopernchor. Orquesta Filarmónica de Viena. Dirección musical: Marc Minkowski. Dirección de escena: Mariame Clément. Offenbach: Los cuentos de Hoffmann.
En medio de los impactantes nuevos montajes de óperas presentados este año por el Festival de Salzburgo, con puestas en escena tan imaginativas y novedosas como las de El Idiota de Weinberg (Krzysztof Warlikowski) o El Jugador de Prokofiev (Peter Sellars), la firmada por Mariame Clément de Los cuentos de Hoffmann supone una estrepitosa caída a los infiernos, al mundo de la rutina, la convención y lo pretérito. Plantear escénicamente una ópera tan imaginativa y singular como la de Offenbach, y en un lugar tan de vanguardia como Salzburgo, desde un concepto teatral periclitado, rancio, previsible y más visto que el tebeo resulta un anticlímax y retroceso en el tiempo estético y dramático. Tampoco musicalmente la antigualla fue para tirar cohetes. Apenas triunfó el tenor de moda Benjamin Bernheim –muy inadvertido en medio de la trivial escena–, mientras que la soprano estadounidense Kathryn Lewek, que encaró los cuatro roles femeninos protagonistas (Stella, Olympia, Antonia, Giulietta), únicamente estuvo sobresaliente como Olympia y notable en Stella. A Giulietta y Antonia apenas las olió. Ni escénica no vocalmente.
Fue una mala y tediosa noche de ópera. En la que ni siquiera la Filarmónica de Viena pareció ser lo que es. Marc Minkowski, que ya dirigió –enero de 2022– esta misma ópera en el Palau de Les Arts de Valencia, en un montaje escénico infinitamente superior, de Johannes Erath, y con un reparto vocal netamente superior, no pudo corregir los ostensibles errores instrumentales que se escucharon en el foso. Tampoco supo “afrancesar” el sonido de los vieneses (tampoco la vocalidad de los coristas del Konzertvereinigung Wiener Staatsopernchor) para acercarlo a la sensualidad, fragancias y melodiosidad características de la ópera gala, y en particular de Offenbach, al que Rossini llamaba “el Mozart de los Campos Elíseos”. De alguna manera, lo escuchado en el foso en Salzburgo, parecía más Mozart que Offenbach. Y no solo cuando Offenbach cita compases de Don Giovanni…
En esta tediosa noche de ópera, que comenzó ya malamente, ante un inmenso fondo gris y negro, sobre el que aparece el pobre Hoffmann empujando un carrito de la compra de esos de Mercadona con los que uno puede toparse a las tantas de la noche en cualquier cajero automático de cualquier calle de España, con un mendigo en el suelo dormitando la mona entre cartones y recién vaciados tetrabriks del peor tintorro. Teatro alemán años sesenta, aunque faltaban los neones, claro. Más previsible que el calor en agosto, allí estaban ya, nada más levantarse el telón del segundo acto. Todo convencional y déjà vu, sin apenas destellos ni sorpresas. Producción tela de provinciana en Salzburgo. ¡Para hacérselo mirar! Punto y finito para algo que, por su vacuidad, no merece más espacio ni comentario. Giancarlo del Monaco, autor de uno de los mejores y más imaginativos Cuentos de Hoffmann de las últimas décadas, hubiera casi estrangulado a madame Mariame Clément y a sus barrocadas, lloviznitas de papel purpurina, humos, redundancias, obviedades y gracietas de baja estofa.
Lo único realmente remarcable en tan umbría noche fue el Hoffmann de Benjamin Bernheim, cuajado de estilo, adecuación vocal y acabada convicción expresiva. Supo imponerse a la escena y a la simple visión de madame Clément para imponer el honor dramático del complejo personaje. Bernheim no es Kraus ni Simoneau, ni siquiera el Neil Shicoff que cantó este mismo papel en Salzburgo, en 2003, con un reparto (Stoyanova, Ursula Pfitzner, Waltraud Meier, Ruggero Raimondi, Angelika Kirchschlager, Robert Tear, Kurt Rydl, Marjana Lipovšek) y una producción (David McVicar) a años luz de la de marras, pero se acerca, desde su propio yo, a la sutilezas y perspectivas de ellos. También a un fraseo generoso y amplio, con reguladores dinámicos al límite. Junto con Bernheim, lo mejor de la gris noche llegó en la voz del “a veces barítono, a veces tenor” francés Marc Mauillon, diverso y prodigioso toda la función en sus cuatro papeles (Andrès, Cochenille, Frantz, Pitichinaccio).
La soprano estadounidense Kathryn Lewek posiblemente se haya equivocado al asumir el reto de los cuatro papeles. Cuestiones vocales aparte (solo funciona bien con Olympia), y sin la ayuda de una visión escénica indagadora que pudiera encarrilar el curso de cada personaje y ajustarlos a sus particularidades dramáticas, su cuádruple incursión tuvo más de parodia que de asunción de unos roles cargados de perfiles y peculiaridades. Desde su voz de soprano ligera, brilló y pirotecnizó hasta el chiste a Olympia (“Les oiseaux dans la charmille” fue lo mejor que cantó en toda la noche), y salió airosa, expresiva y sin hundirse en la dulce aria de Antonia “Elle a fui, la tourterelle”. Pero la globalidad de su actuación fue vulgar escénicamente, y, vocalmente, correcta en el mejor de los casos.
En este reparto discreto cargado de estadounidenses, el bajo-barítono neoyorquino Christian Van Horn fue un diablillo más que un diablo. Ni impactó ni dio miedo a nadie. Ni siquiera cuando en su última aparición, como Lindorf, aparece caracterizado con un rabo. Lejos del chorro de voz de Alex Esposito en Valencia o, sin ir más lejos, del eterno Raimondi aquí mismo, en 2003, ni en un solo momento de la actuación de Van Horn se sintió olor a azufre ni temor a nada. Menos, la voz torrencial e imperiosa que requieren sus papeles. Estadounidense también es la mezzo Kate Lindsey, que dejó su espacio natural –barroco y clásico– para devaluar los en otras ocasiones preciosos personajes de La Musa y Nicklausse. De la famosa barcarola (“Belle nuit, ô nuit d’amour”) del cuarto acto, cantada a dúo con la Giulietta de Kathryn Lewek, mejor ni hablar. El crítico se refugió ya desde los primeros compases en el recuerdo de 2003, con Angelika Kirchschlager y Waltraud Meier. Y ahí se quedó. ¡Por fortuna! Volvió a la realidad, triste realidad, cuando estalló la fiesta del aplauso y los bravos, algo que desde hace ya años se ha convertido en el final sin alternativa de cualquier actuación salzburguesa. En 2024, en la ciudad de Mozart se aplaudiría y vitorearía gustosamente hasta a la mismísima Florence Foster Jenkins cantando Brunilda. ¡Si Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus levantara la testa!
Justo Romero
(fotos: SF/Monika Rittershaus)