SALZBURGO / Memorable Bartók de Yefim Bronfman

Salzburgo. Grosses Festspielhaus. 7-VIII-2022. Yefim Bronfman, piano. Orquesta Filarmónica de Viena. Director: Andris Nelsons. Obras de Bartók y Mahler.
Poco conocido en España, Yefim Bronfman (1958) es uno de los colosos del piano actual. Uzbeco radicado en Estados Unidos, donde fue alumno de Rudolf Firkušný, Rudof Serkin y Leon Fleisher en el Curtis Institute of Music de Filadelfia y en la Juilliard de Nueva York, el domingo protagonizó una memorable interpretación del Segundo concierto para piano y orquesta de Bartók (quizá el más difícil del repertorio, junto con el Segundo de Prokofiev y el Tercero de Rachmaninov) en la que, más allá de las dificultades casi insalvables que plantea la partitura, Bronfman hizo brillar su impresionante riqueza expresiva. Fue, por su virtuosismo perfecto, cercanía al compositor y, sobre todo, por su intensidad emotiva, una versión de absoluta referencia.
Y ello pese al rutinario acompañamiento de la Filarmónica de Viena dirigida por un desconocido Andris Nelsons (1978) que más parecía estar leyendo la partitura por primera vez que acompañando a uno de sus mejores intérpretes solistas. Pegado a ella, sin quitarle la vista, marcando sin más el compás, fue una colaboración tan inesperada como decepcionante en un maestro de su talento y categoría. Frente a los mil detalles, matices y emociones que desbordaba el cuidadoso artista Bronfman, Nelsons semejaba un escolar tratando de no perderse en el océano de dificultades de todo tipo que plantea la orquestación bartoquiana. Gracias a la maestría, dominio y flexibilidad de Bronfman, orquesta, maestro y solista llegaron más o menos juntos y felices al final. Tras la proeza de salvar de la debacle el concierto de Bartók, y quizá para quitarse la espina del desechable acompañamiento, regaló en solitario una Arabesca de Schumann cantada y sentida con una efusión y belleza lírica absolutamente inolvidables.
Por fortuna, tras la pausa, la Filarmónica de Viena se convirtió en la Filarmónica de Viena y Nelsons se acercó al maestro admirado por casi todos. En los atriles, nada menos que la Quinta de Mahler, una composición que los filarmónicos vieneses llevan en el adn. También el director letón, fervoroso mahleriano, conoce al dedillo la partitura (a diferencia de Bartók). Lo que antes fue rutina y metrónomo, ahora, en el terreno conocido de Mahler, se tornó libertad, soltura, naturalidad y fluidez. Liberado de la partitura, aunque sin renunciar a ella que sí tenía sobre el podio, junto a un vaso de agua (al más puro estilo Svetlanov), se dedicó a trasladar a los atriles su particular visión de la gran sinfonía. Una versión en absoluta convencional. Preciosista en muchos detalles, casi siempre morosa, quizá hasta el exceso en un Adagietto que se desmoronaba ante tal parsimonia.
El comienzo, con la llamada en solitario de la trompeta en la marcha fúnebre, lo dejó al albedrío del solista. Ni siquiera le marcó la entrada. Nelsons optó por ser un espectador más ante este cadencioso inicio. Hasta la entrada rotunda y grandiosa de la orquesta en pleno, donde el maestro letón cogió sólidamente las riendas para desarrollar una versión fluida, solemne cuando la ocasión lo requiere y de recreado carácter popular, como en el tercer movimiento, donde las referencias a los aires y ritmos callejeros vieneses fueron matizadas con detallada minuciosidad. Fue éste el momento más afortunado de esta blanda y no más que notable Quinta de Mahler, en la que faltó redondez, opulencia y vehemencia. También cuerpo en unos pianísimos rebuscados que casi siempre resultaron más precarios que silenciosos. Fue, en definitiva, un Mahler por debajo de las expectativas, y distante de la sobresaliente Tercera sinfonía que dirigió en el pasado festival a la misma Filarmónica de Viena, entonces con la participación solista de Violeta Urmana.
La reacción del público, que, como siempre, abarrotó las 2.179 butacas del Grosses Festspielhaus, fue tan tibia como la versión escuchada. Frente al entusiasmo unánime y caluroso generado por Bronfman en la primera parte con su inolvidable Segundo de Bartók, Nelsons apenas alcanzó a escuchar el cortés y generoso aplauso del público y a responder con apenas un par de salidas a saludar en solitario. Y eso, pese al fervor del público festivalero por una Filarmónica de Viena que toca este repertorio mahleriano con el criterio y soltura con que las buenas orquestas españolas hacen El sombrero o La boda de Luis Alonso. Cada cosa en su sitio.
Justo Romero
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