SALZBURGO / Mahler y su ‘Novena’: más allá del silencio
Salzburgo, Felsenreitschule. 20-VIII-2023. Joven Orquesta Gustav Mahler. Dirección musical: Jakub Hrůša. Mahler: Novena sinfonía.
Es casi norma que la invitación al silencio absoluto, al más allá, que es el quieto pero nada estático “Adagissimo” que cierra la Novena sinfonía de Mahler deje un reguero de silencio y emoción en el público. Ocurrió, claro, en el Festival de Salzburgo, tras la más que impresionante versión brindada por los admirables instrumentistas de la Joven Orquesta Gustav Mahler de la mano del devoto mahleriano que es Jakub Hrůša (1981). Fueron 30 o 50 segundos de paroxismo colectivo. Luego, claro, el aplauso y la escandalera creciente del éxito y los bravos. Más o menos, como siempre que se escucha una digna versión de esta sinfonía de dolor que Berg definió como “la muerte en persona”.
Hrůša convirtió este dolor, definitivo y sin consuelo, en rabia, desesperación y puñetazo en la mesa en el tercer movimiento, en el “desquiciado” Rondo-Burleske, tocado a mil por hora, enloquecido y fuera del tiempo, como situación límite, como un grito que nuestro eterno mahleriano José Luis Pérez de Arteaga definió como “la mayor de las desesperaciones: ocultar la desesperación”. Este extremo, trastornado más que bullicioso, al que Hrůša lleva la sinfonía, se convierte así en el mejor pórtico del Adagio terminal, uno de los pasajes más descarnadamente conmovedores del universo mahleriano y de la historia del sinfonismo. Los 30 o 50 segundos finales se integran y forman parte de este final que no quiere serlo: es el momento en que público, con su silencio, con su mutismo conmovido, se convierte en intérprete de este final tan naturalmente adherido, en complicidad espontánea con Mahler y sus músicos.
Han transcurrido más de 24 horas de esta Novena de Mahler. Y esa emoción se mantiene intacta. Incorporada al recuerdo, junto con algunas otras inolvidables versiones: Abbado, Bernstein, Chailly, Gimeno, Giulini, Neumann, Svetlánov… Pero esta, la salzburguesa de 2023, atesorada con el plus de que ha sido tocada por jóvenes en su mayoría apenas veinteañeros. Jóvenes europeos que alientan, con su talento, con su virtuosismo y con su cuajada sensibilidad, un mundo mejor, un futuro que alivia y, paradójicamente, ilumina el final presagiado por esta sinfonía de desesperanza, por mucho que el desgarro final, como el de Strauss en Metamorfosis, estén ahí, latentes y reales como la vida misma, como la muerte misma. Como el Octavo cuarteto de Shostakovich.
No hay fisuras instrumentales ni artísticas en un conjunto joven que poco tiene que envidar a las mejores formaciones orquestales. La entrega, talento, implicación, madurez y virtuosismo unánimes impregnan la música y contagian al escuchante. Músicos así, artistas así, estimulan el futuro y alientan un mundo mejor. Las cuerdas, todas a una, sedosas, perfectamente afinadas, fraseando y respirando con el latir del pentagrama marcado por el podio; involucradas en sus giros y quiebros, en esos glissandi y portamentos tan mahlerianos –genial el primer violonchelo en el impresionante cuarto movimiento, tras el increíble glissando descendente de los violines segundos–. También timbales y percusión. Y desde luego, las arpas, que ya desde el inicio, en el Andante comodo, marcaron el inapelable tema de las cuatro notas, que en su irregularidad marca el pulso arrítmico de esta sinfonía, retrato de un creador de 49 años obsesionado con la muerte cercana, que se derrumba y hunde en angustiosos estados depresivos.
Estos jóvenes y grandes músicos europeos están muy lejos de tales vivencias. Pero han mostrado la lucidez, entendimiento, madurez –personal y artística– y sensibilidad para sumergirse en ella, y alimentarla de vida y realidad. Mahler, con gente así, en un mundo que ellos hacen así, vive y vivirá eternamente. A pesar de esta despedida tan emotivamente revivida y sentida. Hrůša gobierna con pericia tan formidables y entusiastas mimbres. Pule y hace asomar detalles; expande congela y aviva los tiempos, en un gobierno cargado de oficio, entendimiento y pasión mahleriana. De anchas dinámicas y obvias referencias. No es casual esta cercanía entre dos músicos checos (Mahler bohemio; Hrůša moravo), paisanos nacidos a 122 kilómetros (los que separan Kaliště y Brno) y con similar escuela y cultura musical. Asombra y enorgullece aún más que esa misma proximidad y entendimiento hayan destilado en este concierto irrepetible los 41 instrumentistas españoles que actualmente forman parte de la Joven Orquesta Gustav Mahler. Es la universalidad del talento y del arte genuino. Pero también el reflejo del salto de gigante que la música ha dado en España en las últimas cuatro décadas. Orgullo sin banderas.
Justo Romero
(fotos: SF/Marco Borrelli)