SALZBURGO / Impactante ‘Kátia Kabanová’ de Barrie Kosky
Salzburgo. Felsenreitschule. 7-VIII-2022. Janáček: Kátia Kabanová. Corinne Winters, Evelyn Herlitzius, David Butt Philip, Jens Larsen, Jaroslav Březina. Konzertvereinigung Wiener Staatsopernchor. Orquesta Filarmónica de Viena. Director musical: Jakub Hrůša. Director de escena: Barrie Kosky.
Sobrecoge ver la inmensa escena de la Felsenreitschule de Salzburgo —la más ancha del planeta en espacio cerrado— repleta de cientos de supuestos estáticos figurantes que en realidad son muñecos. Barry Kosky (Melbourne, 1967), genio del teatro lírico del siglo XXI, ha desarrollado para su nueva producción de Kátia Kabanová de Janáček estrenada el domingo en el Festival de Salzburgo una desnuda idea que prescinde de cualquier elemento escenográfico. Ni una silla, ni una lampara… ¡Ni siquiera un simple florero! Le bastan las personas, el calculado movimiento escénico, el uso del inmenso visillo que oculta el escenario y sus muchísimos saberes y talentos para generar un ambiente opresivo que sintoniza y (al mismo tiempo) contrasta con el templado caudal sonoro que llega del foso. La Filarmónica de Viena —que ya grabó en 1976 una legendaria versión con el gran janacekiano Charles Mackerras— lució sus calidades bajo el gobierno efectivo, idiomático y mesurado del checo Jakub Hrůša.
El precedente del teatro clásico griego es claro en este nuevo trabajo del director de teatro y ópera australiano. Un volumen aséptico, que aprovecha la inmensidad pétrea del complicado y definido espacio para subrayar la raigambre helenística. Los falsos figurantes son emulación clara del coro griego, y marcan y delimitan la extensión del escenario. La primera imagen, con todo el pueblo —el pueblo soberano, testigo mudo de la acción, del drama de Kata y su suegra dominante, tan opresiva como la sociedad pequeña burguesa en que transcurre la trama- ocupando de extremo a extremo la inmensa anchura de la escena— es impactante y escalofriante. De espaldas, como ajeno a la acción. Un pueblo que es testigo mudo, pero asfixiante, que marca el curso dramático de una acción cuyo vestuario, casual y contemporáneo quizá a cualquier época, delata la voluntad de Kosky de atemporalizar y universalizar el drama.
Contrasta tal grandiosidad escénica con la voluntad esencializadora. Todo está centrado en los protagonistas. Nada distrae el núcleo de la acción. La caracterización de cada personaje —¡la fusta de Marfa Kabanicha, quien es una especie de Bernarda Alba en versión checa!— es nítida y sutil, sin contemplaciones ni jamás cargar las tintas. Como también el decurso de una acción que transcurre sin aspavientos ni excesos, concentrada en esa claridad conceptual que realza, precisamente, la naturaleza del conflicto y su respuesta e incidencia en los protagonistas.
Y siempre, el pueblo, ese pueblo impertérrito y de espaldas que —aparentemente— nada ve, pero es génesis de esa sociedad opresora, cargada de prejuicios, que inspira el drama en que se basó Janáček, La tempestad del hispanista ruso Alexánder Ostrowski. Kata se suicida, se tira al río. Acaba así su tragedia. “Aquí no ha pasado nada, seguimos”, viene a decir la gélida Marfa. Y todo sigue igual. 101 años después de su estreno —en 1921, en Brno—, el planeta sigue lleno de ‘kátias’ y ‘kátios’, de seres atormentados hasta el suicidio por la presión de una sociedad que en tantos lugares y estamentos sigue siendo tan intransigente e inquisidora como la que mató a Kátia Kabanová.
A la excelencia conceptual y dramática del trabajo de Barrie Kosky se suma el discurso musical proyectado desde el foso por el moravo Jakub Hrůša, nacido en 1981 Brno, precisamente la misma ciudad en que se estrenó Kátia Kabanová. Titular de la Sinfónica de Bamberg y principal director invitado de la Filarmónica Checa y de la orquesta de la Accademia Nazionale di Santa Cecilia, y heredero de la brillante tradición de director checos —Talich, Ančerl Kubelík, Neumann, Bělohlávek…—, Hrůša ha optado por cuidar escrupulosamente las voces y su proyección en la sala. Para ello, ha renunciado a explayarse en el brillo y opulencia que brinda una orquesta como la Filarmónica de Viena, con lo que ha templado la rica y sugestiva orquestación. Esta contención, posiblemente consciente, resta fuste y resplandor sinfónico, pero redondea el equilibrio global al conjunto. Es una opción.
Vocalmente, la protagonista, la soprano estadounidense Corinne Winters borda escénicamente el personaje de Kátia. Se mete en su piel en una experiencia ‘irreal’. Dramáticamente, de la mano maestra de Kosky, convence y persuade. Pero vocalmente, carece del fuelle y potencial que sí desborda y luce una Evelyn Herlitzius convertida en sobresaliente y tremenda Kabachina, la peor suegra imaginable. Destacó también, y mucho, por calidad vocal, fraseo y empaque estilístico el tenor galés David Butt Philip, un Boris Grigorjevič cargado de credibilidad, comprensión y distancia ante el drama de su amante. Brillaron en la medida de sus papeles la mezzo Jarmila Balážová como desenfadada y feliz Varvara, y el tenor Jaroslav Březina en el papel del borrachuzo Tichon Ivanyč Kabanov, el esposo de Kata.
Los tres actos se interpretaron, como es costumbre en esta ópera, sin interrupción. Los 1.412 espectadores que completaron el aforo certificaron con su aplauso casi sin reservas —apenas se sintió algún distante abucheo— el éxito de este pulido trabajo. Tras el caprichoso Barbero de Villazón, la infantiloide Flauta mágica de Lydia Steier, el antipucciniano Il Trittico de Christof Loy/Franz Welser-Möst y el Barbazul con estrambótico postizo de Castellucci/Currentzis, Kátia Kabanová es, por ahora —el festival no acaba hasta el 31 de agosto— y con diferencia, el mayor éxito lírico de la actual edición.
Justo Romero