SALZBURGO / ‘I Capuleti e i Montecchi’: la gloria del bel canto en concierto
Salzburgo. Felsenreitschule. 21-VIII-2023. Aigul Akhmetshina (Romeo), Elsa Dreisig (Giulietta) Giovanni Sala (Tebaldo), Roberto Tagliavini (Lorenzo), Michele Pertusi (Capellio). Orquesta del Mozarteum de Salzburgo. Dirección musical: Marco Armiliato. Bellini: I Capuleti e i Montecchi.
En medio de las barrabasadas escénicas que se están sufriendo este verano en los festivales de música centroeuropeos, da gusto encontrarse con la abstracción limpia y desnuda de la ópera en versión de concierto. Es decir, cuando la dramaturgia la imagina el espectador, sugestionado por la música sin manipulaciones ni el alegato del cantamañanas de turno. La ópera en concierto hoy es una aventura de alto riesgo: la estadística a ojo de buen cubero viene a decir que por cada montaje interesante, hay nueve para salir corriendo, o para cerrar los ojos y concentrarse en la música.
Viene esta perorata a cuento de la versión de concierto de I Capuleti e i Montecchi, de Bellini, presentada el lunes por el Festival de Salzburgo en el espacio único de la Felsenreitschule. Una noche memorable de ópera en la que la música, el buen canto y una perfecta sobretitulación −en alemán e inglés− bastaron para generar esa intensa emoción tantas veces arrasada por la tontuna escénica reinante. La tontuna no es moderna ni antigua, ni reaccionaria ni progresista, es simplemente eso: tontuna.
Compuesta por un veinteañero Bellini a principios de 1830 por encargo de La Fenice de Venecia, el compositor catanés es ya dueño de un estilo empeñado en que la música “exprese escrupulosamente las palabras”, idea que fue origen de su melodismo de fina belleza y expresividad dramática. I Capuleti e i Montecchi es una orgía belcantista. Una obra maestra. Concisa y sin retórica. Una nueva vuelta de tuerca al inagotable asunto del amor de Romeo y Julieta. Una obra maestra que fascinó incluso a alguien tan poco belliniano con Héctor Berlioz, quien adoró particularmente el dúo de Romeo y Giulietta del final del primer acto, en el que “las dos voces suenan como una, algo que simboliza la unión perfecta, y da a la melodía una fuerza extraordinaria y un impulso audaz. A mi pesar, me dejé llevar y aplaudí con entusiasmo”, cuenta el creador de la Sinfónica fantástica tras asistir a una representación en París.
La noche salzburguesa fue memorable, fundamentalmente, por contar con un Romeo tan absolutamente maravilloso como la mezzosoprano rusa Aigul Akhmetshina, un prodigio vocal que realza la formidable tradición rusa de voces de su cuerda: desde la legendaria Irina Arjípova, a la inolvidable Elena Obratzova o la más reciente Olga Borodina. Con apenas 21 años, es dueña de una carrera tan deslumbrante como su voz, que la ha llevado a muchos de los grandes teatros de ópera (en el Real de Madrid debutó con Cenicienta en septiembre de 2021, en un segundo reparto que pasó casi inadvertido).
En Salzburgo, el lunes, dio vida a un Romeo de enorme empaque expresivo, centrado y estilizado en su universo belcantista, de brillantes coloraturas natural y magistralmente resueltas. Con un timbre bellísimo que jamás pierde el color ni los armónicos; siempre en una bellísima línea de canto, aterciopelada y vehemente, poderosa y brillante, pero también dulce hasta los más tenues pianísimos. Seguros, potentes y afilados agudos, puntos extremos de un virtuosismo pirotécnico nunca gratuito, nacido de una voz per se privilegiada, pero moldeada en la mejor escuela y estilo. Ya en su aria de entrada (“Lieto del dolce incarco”), dejó clara la alcurnia de su canto y su estatus de estrella indiscutible de la gran noche de ópera.
Todas sus intervenciones fueron sobresalientes, desde la marcial “La tremenda ultrice spada”, al dúo del primer acto con Giulietta (“Odi tu? L’altar funesto”) o al dueto final, absolutamente antológico. Berlioz se hubiera quedado boquiabierto además de belliniano militante. Ella es hoy, a sus cortos veintipocos años, la gloria del belcanto en su cuerda. La Akhmetshina tuvo, además, el criterio artístico y generosidad de, en los dúos con Giulietta (la mozartiana y poco belcantista Elsa Dreisig), contener su ancho torrente vocal para ajustarlo al fino volumen de su enamorada. Afirmada como figura del canto mozartiano, la Dreisig salva con su fina voz y exquisito gusto musical el persona de Giulietta, que carga de ligeros acentos líricos. Defiende el personaje con escuela, dignidad y profesionalidad, y lo perfila con sinceridad expresiva y una sensible fragilidad que le otorga credibilidad y empaque, como en el aria “Eccomi in lieta vesta” (estupendo acompañamiento del arpa de la Orquesta del Mozarteum, y el trompa en la introducción). Se creció hasta lo sobresaliente en la conmovedora gran escena del falso suicidio –“Morte io non temo il sai”–, y supo mantener el tipo ante su cómplice y arrollador Romeo.
En el resto del reparto, destacó el poderoso y estupendamente cantado Lorenzo de Roberto Tagliavini, bajo cuyas mejores virtudes recuerdan a los grandes bajos de la mejor escuela italiana, y la presencia siempre bienvenida del veterano Michele Pertusi, quien puso su voz y presencia al servicio de un Capellio cargado de intención y tradición belcantista. El tenor Giovanni Sala, que sustituía al programado pero indispuesto Pene Pati, bastante tuvo con salvar la situación con un Tebaldo apurado y cargado de problemas. Marco Armiliato, al frente de una ejemplar Orquesta del Mozarteum y del Coro Filarmónico de Viena (estupendo toda la noche, particularmente en el célebre coro de capuletos “Lieta Notte”), volcó maneras y oficio en una noche en la que, ya desde la obertura, tan cargada de temas de la ópera, se desmintió ese falso lugar común de que la orquesta en Bellini no es mucho más que hacer notas tenidas mientras el cantante belcantiza el aria de turno.
Justo Romero
(fotos: SF/Marco Borrelli)