SALZBURGO / ‘Gregorio’ Sokolov se estrena como español

Salzburgo. Grosses Festsiielhaus. 6-VIII-2022. Grigory Sokolov, piano. Obras de Beethoven, Brahms y Schumann.
Instantáneo. El primer acorde del recital, en fortísimo, afirmativo, rotundo, resonante, en perfecto Mi bemol mayor, bastó al virtuoso español ‘Gregorio’ Sokolov (1950) para establecer una dimensión pianística y artística sin parangón. Fue el sábado, en el Festival de Salzburgo, con el sonoro calderón que abre las Variaciones Heroica de Beethoven. ‘Gregorio’ Sokolov, español por decreto y conveniencia, como Daniel Barenboim, Gustavo Dudamel o Rodión Shchedrín, fascinó y conmovió a las cerca de 2.200 personas que acudieron la Grosses Festspielhaus para abarrotar y, sobre todo, disfrutar del arte de quien, además de ser ya uno de los grandes del piano español, es desde hace décadas uno de los artistas máximos del piano. De hoy, ayer y siempre.
En las manos de Sokolov, en el alma de artista, en su liturgia irrenunciable de servidor de música, habitan y palpitan la creatividad de Rachmaninov, el vigor de Guilels, el enigma de Richter, el genio de Arrau, la magia de Rubinstein, la transparencia y pulso de Alicia, el virtuosismo de Godowski, la perfección de Michelangeli y… ¡hasta el capricho de su admirado Gould! Su pianismo perfecto, virtuoso y preñado de cultura, se ha instalado en la cúspide sin renunciar a un solo principio, manteniéndose fiel a una forma de ser y de entender la música que choca, casi chirría, con los mercadotecnizados modos y maneras actuales. Sokolov, que vive en Mijas (Málaga), cerca de la naturaleza, quizá no sepa ni lo que son las redes.
En Salzburgo se le idolatra. Como en todos sitios. Bastó la ovación de bienvenida para constatarlo. Incluso con bravos antes de sonar ese implacable acorde en Mi bemol mayor. Pero él, como siempre, parece ajeno a todo. Al halago o a lo que sea. Recorre en penumbra, como un autómata, el largo camino desde bambalinas hasta el centro del inmenso escenario, donde le espera el gran cola Steinway. Se sienta en el taburete y sin pensarlo un segundo, ¡zas!, lanza sus manos sobre las notas del amplio acorde de Mi bemol. El tema suena feliz, radiante, clásico y ya casi romántico. ¡Orgulloso del nuevo y resonante piano!
Luego, cada una de las quince variaciones supone nueva reflexión, divagación diversa del conocido tema, ya utilizado por Beethoven en el final del ballet Las criaturas de Prometeo (1800-1801), y al que recurrirá poco después para el movimiento final de la Sinfonía Heroica. La claridad, la transparencia, los reguladores dinámicos, la luminosidad radiante, los registros ¡con que efectividad utilizó los pedales!, los espacios de silencio —“el silencio también es música”, reza el famoso dicho del propio Beethoven—, los microcosmos anímicos que genera en cada nueva variación… El respeto a lo escrito es absoluto. En la solfa y en el espíritu. Sokolov, fervoroso beethoveniano desde el principio (legendaria es su interpretación de las Variaciones Diabelli, en San Petersburgo, en junio de 1985), cierra su versión con una magnánima resolución de la fuga final: consecuencia y desenlace de una obra y una interpretación absolutamente magistrales.
Como contraste extremo, tras la nueva avalancha de entusiasmo del público —ríanse ustedes de los clamores en la Maestranza por Curro Romero en tarde gracia—, llegó el Brahms íntimo, introspectivo, “apoteosis de la melancolía” y próximo al final, que son los tres Intermezzi op. 117. Con sus pianísimos absolutos, tan pegados al silencio, Sokolov indaga en el carácter crepuscular y nostálgico. Se regodea en la recreación tímbrica y melódica en una apoteosis de refinamiento y delicadeza. La atmósfera contemplativa, en la extrema serenidad en penumbras de un “Grosses” Festspielhaus que Sokolov, con su arte total, convierte en la más íntima salita de cámara, casi como si estuviera tocando solo para ti en el piano de casa. Imposible no contagiarse de ese mundo de nostalgias y evocaciones tan característico del último Brahms.
Luego, tras la pausa, y como nueva vuelta de tuerca a este programa tripartito, el universo extremo de Schumann, con las ocho luminosas y sombrías páginas de Kreisleriana, la obra favorita del compositor, nacida muy cerca de su esposa Clara: “Estoy rebosante de música y hermosas melodías ahora , imagínate, desde mi última carta he terminado otro cuaderno completo de piezas nuevas. Pretendo llamarlo Kreisleriana. Tú y una de tus ideas sois protagonistas en él, y te lo quiero dedicar —sí, a ti y a nadie más— y luego sonreirás dulcemente cuando te descubras en él”, escribe a Clara en 1838.
Rebosante y centelleante fue su versión. Arrebato y control conjugados en una visión abrasadora, sin red, en la que Sokolov solo piensa, más allá de alardes o riesgos, en servir la obra maestra. La verdad, con sus riesgos y desnudeces, se impone. Una verdad empeñada en Schumann y su pianismo complicado y apasionado. Obra difícil de escuchar y aún mucho más de tocar, en manos de Sokolov, Kreisleriana cobra vida, frescura, naturalidad y claridades. Incluso su calmo y liviano final, dicho no sin cierto humor por Sokolov en la dos ‘notillas’ conclusivas, evocadoras de los finales de las futuras Iberias albeniciana.
Jamás, salvo en el estreno en Bayreuth de la nueva producción de Tristan und Isolde de Heiner Müller, en 1993, con un glorioso Barenboim en el foso místico, este crítico ha sido testigo de tan unánime explosión de clamor y entusiasmo. Tal fue la respuesta del público festivalero a esta Kreisleriana tan única e irrepetible como las ya escuchadas los meses pasados a ‘Gregorio’ Sokolov en su propio país. En Madrid, Valencia, el Festival de Granada… Entre propinas (seis como siempre, todas ellas preludios: cuatro del Op. 23 de Rachmaninov; el Op. 11 nº 4 de Scriabin y el en Si menor de Bach en la conocida versión de Siloti), aplausos y bravos, el recital se prolongó durante cerca de cuarenta minutos. Luego, ya bien pasadas las once de la noche, tras más de tres horas de recital, corría una suave y fresca brisa. Había dejado de llover. Beethoven, Brahms y Schumann acompañaban al noctámbulo paseante. Los cuatro andaban entusiasmados con lo que habían escuchado al genial pianista español.
Justo Romero
(Foto: Marco Borrelli)