SALZBURGO / Filarmónica de Berlín: De patrias, banderas, Dyango y Fischer-Dieskau
Salzburgo. Grosses Festspielhaus. 26-VIII-2024. Orquesta Filarmónica de Berlín. Dirección musical: Kirill Petrenko. Smetana: Mi Patria.
Triunfaron pero realmente no convencieron la Filarmónica de Berlín y su titular, Kirill Petrenko, en su segunda y última comparecencia en el Festival de Salzburgo. Tras tocar el domingo el cielo con una Quinta de Bruckner para los anales, el lunes se adentraron en los seis poemas sinfónicos que integran Mi Patria, el ciclo orquestal que compone el checo Bedřich Smetana entre 1874 y 1879, a la sombra del modelo lisztiano y a tono con la corriente nacionalista tan en boga en la Europa romántica. Una sobredosis smetaniana nutrida de evocaciones de paisajes, historias, personajes, sonoridades y tradiciones de la Bohemia natal del compositor, construida desde un lirismo brillante, romántico y refinado que explora y se sustenta en el dominio orquestador que distingue la paleta del creador de La novia vendida.
Petrenko y sus berlineses, que inauguraron la pasada edición del Festival Primavera de Praga precisamente con este ciclo símbolo máximo del nacionalismo checo y que en los próximos días llevan al Festival de Lucerna y a los Proms londinenses, cuajaron en Salzburgo una versión cuya prodigiosa calidad sinfónica se quedó en la abstracta objetividad de unos pentagramas cargados de descripción, fantasía y orgullo nacional, pero en los que no se sintió ni el rumor del Moldava, ni las siluetas del castillo de Praga, ni la leyenda de la rebelde guerrera Šárka o, en fin, el misterio del monte Blaník, cuya entraña refugia un ejército de caballeros guiado por San Venceslao.
El director ruso esquiva cualquier exceso retórico. No se enfanga en fantasías y elucubraciones. Música pura. Como si no quisiera comprometerse con patrias, banderas y nacionalismos. Pero en una obra como Mi Patria, de tan intenso sustrato folclórico y popular, en la que habita el alma y se reivindican los anhelos de un sociedad, no cabe la distancia ni la neutralidad alquimista ante esta nítida referencia nuclear. Sería como hacer El sombrero de tres picos a espaldas del folclore que lo inspira y nutre, aunque sea “imaginario”, como decía Falla. Pero, aun a falta de este componente esencial en la aséptica, clara y perfecta visión de Petrenko, tan fiel en la letra pero no el espíritu, el resultado es, en cualquier caso, fascinante y abrumador. Como quizá no podría ser de otra manera con un orquestón tan rico en recursos, registros y excelencias como la centuria berlinesa, y un maestro de la alcurnia profesional y honorabilidad artística de Petrenko.
La Filarmónica de Berlín es una orquesta sin fisuras y galvanizada hasta el ideal. Rebosante de instrumentistas virtuosos que se escuchan, disfrutan y se crecen haciéndolo. Lo pusieron de manifiesto intervenciones tan sobresalientes como las arpas en el largo solo inicial de Vyšehrad (excepcional Marie-Pierre Langlamet), o en cada uno de los innumerables solos que se suceden a lo largo de los restantes cinco poemas, desde el oboe refulgente de Albrecht Mayer, al clarinete invitado Tomaž Močilnik, la trompa “mágica” de Stefan Dohr o, en fin, los timbales siempre oportunos y dinamizadores de Vincent Vogel, y el flamante violín concertino de la letona Vineta Sareika-Völkner.
Impresionan, también, cada una de las secciones; la vibrante perfección con la que violines o violas (con el murciano Joaquín Riquelme entre sus filas) cantaron los pasajes más líricos de El Moldava ‒el más popular de los seis poemas‒, o la brillantez de una percusión cargada de sentidos y colores, y el empaste de un metal perfecto, redondo y jamás estridente. La Filarmónica de Berlín volvió a revalidar en Salzburgo, en el campo amigo pero rival de la Filarmónica de Viena, su condición de instrumento puntero en el mapa sinfónico. Por mucho que no acabaran de convencer con este Smetana alejado de sí mismo. El éxito, en cualquier caso, fue atronador. Incluso mayor que el del día anterior con el mejor Bruckner del mundo. ¡Dyango también es más célebre que Fischer-Dieskau!
Justo Romero
(foto: SF/Marco Borrelli)